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Juan Millás: El mundo

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Juan Millás El mundo

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Premio Planeta 2007 Hay libros que forman parte de un plan y libros que, al modo del automóvil que se salta un semáforo, se cruzan violentamente en tu existencia. Éste es de los que se saltan el semáforo. Me habían encargado un reportaje sobre mí mismo, de modo que comencé a seguirme para estudiar mis hábitos. En ésas, un día me dije: «Mi padre tenía un taller de aparatos de electromedicina.» Entonces se me apareció el taller, conmigo y con mi padre dentro. Él estaba probando un bisturí eléctrico sobre un filete de vaca. De súbito, me dijo: «Fíjate, Juanjo, cauteriza la herida en el momento mismo de producirla.» Comprendí que la escritura, como el bisturí de mi padre, cicatrizaba las heridas en el instante de abrirlas e intuí por qué era escritor. No fui capaz de hacer el reportaje: acababa de ser arrollado por una novela.

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Se trataba, en realidad, de un viaje desesperado. Una de las noches anteriores a la partida estoy en la cama, despierto. Se abre la puerta y entran mis padres. Me hago el dormido. Mis hermanos lo están. Mis padres nos dan un beso y vuelven a salir de la habitación, pero se dejan la puerta abierta. Están quitando los cuadros del pasillo. Mi madre, con un rencor inconcebible, pide a mi padre que arranque también las alcayatas, que no deje nada, aunque destroce la pared. Impresiona escuchar su rabia, su amargura, su desesperación. Quizá su miedo. El miedo de los mayores produce pavor en los pequeños.

Viajamos en un tren con los asientos de madera. Llegamos a Madrid muy tarde, por la noche, y dormimos en una pensión de Atocha. Mi padre, mis hermanos y yo ocupamos una habitación enorme, con camas muy altas, de hierro. En la habitación hay un lavabo en el que mi padre, antes de acostarse, orina. Al darse cuenta de que lo estoy observando con extrañeza, se vuelve y me dice:

– Todo el mundo hace esto en las pensiones.

Al día siguiente vamos a la casa, tomamos posesión de ella. Es verano, de manera que no tenemos frío, todavía no. La casa se encuentra lejos, en una calle llamada de Canillas, dentro de un barrio conocido por el nombre de Prosperidad. Se trata de un suburbio, pero todavía no sabemos qué es un suburbio, por lo que tampoco captamos la contradicción. Los críos nos entusiasmamos al ver aquel jardín, aquel patio, aquellos cuartos traseros llamados talleres. No nos cansamos de subir y bajar las escaleras, de abrir puertas, de descubrir rincones nuevos. La llegada, de momento, confirma lo que decían las bocas. No tardaría mucho en cumplirse lo que expresaban los ojos.

Durante el verano, para que no le molestáramos, nuestro padre nos obligaba a leer el Quijote por turnos, sentados en un banco del taller. Aquel modo de entrar en contacto con la obra de Cervantes fue un desastre. Cuando podíamos, nos escapábamos a la calle. Pero la calle era un territorio prohibido. Pronto se nos notificó un secreto: nosotros no pertenecíamos a la clase social de los chicos que jugaban en la calle. No debíamos mezclarnos con ellos. ¿Dónde estaban entonces los que pertenecían a la nuestra? En otros lugares, en otros barrios a los que no podíamos acudir porque carecíamos de la ropa adecuada, de los zapatos adecuados, del dinero preciso. Habíamos caído en una condición infernal. Valencia, desde la distancia, se convirtió entonces no sólo en un espacio luminoso, cálido y con mar, sino en el Paraíso Perdido.

Cuando empecé a crecer, ya estaba todo roto: rotas las vidas de mis padres, eso era evidente, y rotas las nuestras, que habíamos sido violentamente arrancados de la clase social y del lugar al que pertenecíamos. Cuando pasó el verano, nos dimos cuenta de que también la casa estaba rota. Si llovía, aparecían goteras que nos obligaban a desplazar las camas de sitio para colocar cubos que cada tanto era preciso vaciar. Si hacía viento, las corrientes de aire entraban de forma violenta en las habitaciones provocando estremecimientos sonoros en los bastidores de las ventanas, cuyos delgados cristales se agitaban como atacados por una embestida de pánico. No cerraban bien las puertas porque todo estaba fuera de quicio, de lugar, nada encajaba en su molde, tampoco las palabras con las que intentaban explicarnos por qué habíamos caído en aquella situación indeseable.

La calle de Canillas, por otro lado, era el límite de la realidad. Más allá se extendía una sucesión de vertederos y descampados amenazadores, una especie de nada sucia que flotaba hasta donde alcanzaba la vista.

Los chicos íbamos al colegio Claret, cuyos curas se establecieron en aquel barrio casi al mismo tiempo que nosotros, situándose en uno de sus bordes. Aunque he dedicado gran parte de mi vida a escapar de aquellas calles, no estoy seguro de haberlo conseguido. A veces, en la cama, pienso en ellas como en un laberinto en cuyo interior vivo aún atrapado. Quizá ese sentimiento explica las crisis claustrofóbicas de las que soy víctima con alguna regularidad. Lo cierto es que a pesar de haberme hecho mayor, todos los días, a las nueve de la mañana, cojo la cartera y voy al colegio, del que vuelvo al mediodía para regresar a él después de comer.

Y en cada uno de estos viajes compruebo que el mundo era un lugar extraño. Y misterioso. ¿Lo hacía eso atractivo? Desde luego que no, aunque también es cierto que dentro de la aspereza cotidiana se producían momentos de una dicha casi insoportable.

La presión del tópico me empuja a decir que mi padre se relacionaba con sus herramientas como si fueran prolongaciones de su cuerpo, un conjunto de prótesis. Del mismo modo que el lenguaje nos utiliza y nos moldea hasta el punto de que, más que hablar con él, somos hablados por él, mi padre parecía hablado por las herramientas que tenía siempre al alcance de sus manos. Cuando murió y lo incineramos y guardamos sus cenizas en el columbario en el que reposaban ya las de mi madre, nadie se ocupó de incluir también su nombre en la lápida. Parecía que sólo estaban allí las cenizas de mamá, cuya urna, por cierto, era también más grande y retórica que la de mi padre. Hace un par de meses decidí recoger las de los dos, pues en alguna ocasión habían expresado, de un modo más o menos vago, que les gustaría acabar en el mar. Tras una serie de penalidades burocráticas y el abono de una cantidad de dinero, me citaron en el cementerio un día de finales de diciembre, a las nueve de la mañana. Acudí en taxi, pues no me sentía con ánimos para conducir, y le pedí al conductor que me esperara. Los funcionarios llegaron puntuales y en compañía de ellos me dirigí a la instalación donde se encontraban los columbarios, una nave gigantesca, de techos muy altos, que parecía un congelador industrial.

Tras arrancar la lápida en la que sólo figuraba el nombre de mamá, rompieron a golpes de martillo un frágil tabique de rasilla al otro lado del cual aparecieron las urnas. Hacían su trabajo con respeto, pero de forma rutinaria, claro, mientras yo me preguntaba si debía darles al terminar una propina. De mi boca salía vapor, como cuando de pequeño iba al colegio con la nariz helada. Me facilitaron unas bolsas para guardar las urnas y tomaron nota de la matrícula del taxi en el que había acudido a recogerlas. Formalidades. La lápida de mármol con el nombre de mi madre se quedó en un rincón de la nave. ¿No habría sido una excentricidad cargar también con ella? Deposité las urnas en mi cuarto de trabajo, dentro de un armario situado a espaldas de la mesa en la que escribo, y en el que guardo también las agendas y los cuadernos usados. Ahí permanecen desde entonces, restableciéndose del frío de los años pasados en el columbario del cementerio de la Almudena. Telefoneé a mis hermanos para decirles que las había recuperado, por si alguno tuviera que viajar a Valencia y quisiera ocuparse de arrojarlas al mar. Mis hermanos me agradecieron que hubiera tomado la iniciativa, pero ninguno se ofreció a cumplir el encargo. Lo haré yo, aunque no sé cuándo, todavía no quiero. Su compañía alivia una culpa remota. Mira, papá, le digo, el bolígrafo me utiliza a mí como las herramientas te utilizaban a ti. Escribo en un cuaderno cuadriculado. Concibo la escritura como un trabajo manual. Cada frase es un circuito eléctrico. Cuando accionas el interruptor, la frase se tiene que encender. Un circuito no tiene que ser bello, sino eficaz. Su belleza reside en su eficacia.

Si la pasión de mi padre eran las herramientas, la de mi madre eran las medicinas. Las ferreterías y las farmacias han quedado asociadas en mi imaginación como instituciones complementarias. No hay nada comparable al manejo de unos alicates, sobre todo bajo la influencia de algún fármaco. Algunos prospectos advierten de que no se debe utilizar maquinaria bajo el efecto de determinadas medicinas. Para mí es al revés. Durante años fui incapaz de utilizar el bolígrafo, que es mi alicate, sino después de haber ingerido algún medicamento. Me gustaba el optalidón, que todavía existe, aunque con una composición distinta a la de entonces. Mi madre fue adicta a él como mi padre al destornillador. Su éxito se debía a que tenía en su composición una pequeña dosis de barbitúrico. El barbitúrico, además de sus bondades químicas, gozaba del prestigio de ser la sustancia elegida por las actrices norteamericanas para suicidarse. El mito. Nosotros, al ingerirlo, sólo nos suicidábamos un poco, como correspondía a una condición en la que todo se vivía a medias. La época durante la que más los consumí coincide con mi ingreso como auxiliar administrativo en la compañía Iberia. Llegaba a sus oficinas a las ocho de la mañana, me servía un café de los de máquina, me iba a mi mesa y me tomaba con el primer sorbo un par de optalidones (su eficacia era mayor si los ingerías con una bebida caliente). A los diez minutos se instalaba entre la realidad y yo una suerte de nebulosa que facilitaba nuestra relación. La realidad parecía menos afilada, perdía aristas, punta, agresividad… Hasta el tedio adquiría la blandura de un colchón de plumas. Bajo los efectos del optalidón, cuando el jefe no me miraba, escribía poemas con un bic negro de los de punta fina. He ahí la alianza entre la ferretería y la farmacia, dos universos morales condenados a entenderse.

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