La mirada de la periodista se detiene en Cora Asmar, y casi emite un silbido de admiración. Sostenida -¿o aprisionada?- por las mujeres del clan, la joven se acopla en su atavío a una viuda de película de Hollywood de los años cincuenta. Traje de chaqueta negro y ceñido, abotonado hasta el cuello, y la roja melena -de un rojo que disolvería cualquier luto- convenientemente enfundada en un casquete de terciopelo negro, del que surge un corto velo de tul. Tras la telilla, los ojos de felino hambriento parecen insondables; la boca carnosa, al aire y sin pintar, se cierra con determinación.
Ya segura de sí misma, tras recuperar el equilibrio, la ex reportera se acerca a la viuda con la intención de abrazarla tal como las circunstancias requieren y preguntándose si, en esta ocasión, la otra le frotará el vientre con su felpudo.
Cora atiende los pésames como una sonámbula, sin moverse, rígida, indiferente a los brazos de las tres mujeres Ghorayeb -la matriarca, Yumana y dos nueras- que la cercan, sujetan y encarcelan, de eso ya no le cabe a Diana la menor duda cuando se acerca. Las tres damas emiten señales de haber sido gravemente ofendidas, pero la ex reportera no puede asegurar que la muerte de Tony sea la causa de este obvio resentimiento, al que el infame trío de labios inflados de colágeno despoja de toda autoridad. Dos generaciones, Yumana, de setenta y muchos años, con su aspecto de sapo anoréxico, y las cuarentonas Aliñe y Sylvie, unidas por lazos de sangre y por la voluntad de un mismo cirujano en el limbo de las recauchutadas.
Cenicienta Cora produce entonces un quejido y un movimiento extraños. Dial cree que va a desmayarse, y se sorprende rogándole en silencio que no lo haga, que se mantenga firme. Aguanta, chica, esas zorras no te merecen. Ah, no, respira Diana de inmediato, no es un desvanecimiento, sino un pequeño retroceso que le sirve a la viuda para tomar impulso, forcejear corto y rápido con las otras, zafarse de su triple abrazo como una criatura arrancada por fórceps de un seno tóxico. Se adelanta Cora hacia ella, se encoge para facilitar el abrazo, y Dial la siente desvalida y huérfana.
La viuda se aparta, y se levanta el velo. Sus ojos secos se clavan en Diana con desesperación.
Los asistentes de las primeras filas dejan de murmurar y lloriquear, y su silencio se contagia como un rumor o como una calumnia a los espectadores -¿qué otra cosa son?- de atrás, y poco a poco el silencio y el rumor y tal vez la calumnia llegan a la plaza, en donde la gente también enmudece.
Pero Cora no ha hecho nada indecoroso, nada que la tradición maronita pueda reprochar. Se ha levantado el velo, cierto, y ha musitado algo, algo que sólo Diana ha podido entender.
– Ayúdame -ha dicho en castellano, apenas un susurro-. No me dejes.
Vuelve a poner el velo en su sitio y recupera su lugar de presa en la planta femenina carnívora.
Se rompen el hechizo y el silencio.
Miércoles, 30 de septiembre de 2009
Diana no da un paso sin Georges, ni siquiera cuando va a correr por la Corniche. El chófer la conduce hasta el punto de partida y la recoge en el de llegada, porque nada le agrada menos a la ex periodista que ir y volver. En ningún aspecto de su vida. Hoy, sin embargo, el hombre la acompaña a pie, en calidad de amigo, amén de conseguidor y guardaespaldas. «Un metro ochenta y noventa kilos de buena musculatura tiene mi sanbernardo», suele comentarle Diana a Joy, cuando se pone tiernamente irónica.
La catedral de Saint-Georges ha sido acordonada y tomada por fuerzas de seguridad de distinto pelaje y esbirros del Partido de la Patria. Se levanta en el centro político y turístico de la ciudad, dentro del perímetro de las construcciones de gran lujo erigidas a lo largo de los últimos veinte años. La guerra civil redujo parte de su fachada a cascotes, pero fue restaurada y sigue sirviendo para lo de siempre: bodas, bautizos y ceremonias políticas, lo que incluye honras fúnebres por los proceres del maronitismo asesinados y la puntual celebración de aniversarios mortuorios.
La autopista y las calles y avenidas que conducen al centro han sido cortadas al tráfico por las autoridades, resguardando una superficie urbana del tamaño de un estadio de fútbol. Diversos tipos de policía ataviados con variopintos uniformes -diseñados todos para subrayar la fiereza y marcialidad del portador- controlan las barreras. En las esquinas, voluntarios del partido al que pertenece la familia Asmar vigilan con sus aparatos de transmisión, las gafas oscuras de rigor y riñoneras al cinto.
Diana y Georges se han acercado andando, porque la mujer vive a sólo veinte minutos del templo. Al pasar bajo los árboles de la calle Damasco se ha detenido un momento a respirar su aroma, y Georges la ha secundado, respetuoso. La mujer viajó a Beirut no pocas veces, como reportera, durante los últimos cinco años de la guerra, y en todo aquel tiempo esta zona, destruida con saña por los contendientes, constituyó una barrera de estúpida muerte y ruinas a la que sólo pudo acercarse reptando con milicianos y francotiradores. Le gusta sentirse en pie aquí, bajo los laureles de ludias, y otear, frente a ella, la explanada en donde antes estuvo la plaza de los Mártires, hoy convenida en un área multiusos en donde la estatua de los susodichos parece un desastre estético más. Al fondo, el mar y las instalaciones portuarias y, más lejos aún, los montes color lavanda que bordean Líbano de norte a sur y que, por el este, salpicados de valles y creencias religiosas diversas, separan el país de la vecina Siria.
Diana cree que Georges le ha preparado un sitio en primera fila, ante el escenario con cabina de cristal antibalas listo para que hablen los líderes después de la ceremonia. No obstante, no puede estar segura. El hombre adora sorprenderla con pruebas inéditas de su especialidad profesional, que consiste en conocer a todo el mundo. En esta ocasión logra impresionarla de verdad. En otras, Dial lo finge. Es como hacer el amor o recibir un masaje: si jaleas al otro, te trata mucho mejor.
– Tu aparato fotográfico -le preguntó anoche-, ¿tiene un buen teleobjetivo?
– ¿Mi Nikon? -ella, prepotente-. ¡Un 18-200 milímetros, saca hasta los pelos de las narices!
– Pues tráela, porque he conseguido algo… Prefiero no contártelo aún… Un amigo mío… Un tipo importante…
Georges tiene tantos amigos importantes, o eso dice, que si se pusieran en fila llegarían hasta Tiro. Lo cierto es que lo mismo le consigue la prolongación del visado que un pase para una discoteca selecta en viernes por la noche.
Esta mañana ha llegado inflado como un buñuelo, y Diana ha deducido que la gestión ha salido bien. Se ha hecho la tonta, sin embargo. Dios, cuántas veces no se habrá hecho la tonta ante un hombre, en Beirut y en cualquier otro país árabe. Es un arte que domina y le proporciona buenos resultados.
Bajan lentamente por la calle Damasco -una riada de simpatizantes empieza a circular por los alrededores- y atraviesan la avenida de Fouad Chebab por debajo del puente, ese puente donde, en los días normales, obreros en busca de trabajo esperan a que llegue alguien que se los lleve en una camioneta para ganarse la adusta paga de una jornada larga.
Ningún territorio representa mejor las obsesiones, contradicciones y tragedias de Líbano que este que fue machacado a propósito durante quince años de guerra. Diana Dial se da cuenta de que recorre el territorio como si se despidiera de él. Tiene razón Joy, ella nunca se va cuando caen bombas, ni cuando se topa con un caso interesante. Sabe la ex reportera, sin embargo, que estos dos años beirutíes se cierran a su espalda para siempre. E inevitablemente siente la nostalgia que le producirá, en el futuro, tropezar con una persona o abrir un mapa o ver un informe del tiempo en la televisión; cualquier nadería le devolverá los aromas y pasiones de los días aquí transcurridos.
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