Maruja Torres - Fácil De Matar

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La oveja negra de una influyente familia es asesinada en un atentado. Diana Dial, reportera prejubilada metida a investigadora amateur, siente ese pequeño pellizco en el estómago que le indica que algo no encaja en la versión oficial. Dos son los sospechosos: la viuda, exuberante y ambiciosa, y el hermanísimo, heredero del imperio familiar. Con la ayuda de su fiel criada filipina, un singular chófer y un investigador todoterreno, Diana Dial se dejará guiar por su instinto hasta dar con la verdad.
Maruja Torres se estrena en la novela policíaca y lo hace por la puerta grande. Fiel a su inconfundible estilo. Fácil de matar es una adictiva e irónica historia que confirma que las apariencias siempre engañan.

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Diana sabe que no se refiere al juego.

– Tú también tienes mucho que contar -sigue el hombre-. Sé que este asunto te interesa, y que has anulado tu marcha de Beirut.

– Retrasado, no anulado -le rectifica Diana.

Nada sucede en la ciudad que Fattush no conozca. A través de los porteros, de las criadas, de los vigilantes de aparcamientos, de los camareros, de los taxistas. Conoce bien a Georges, seguro que ha sido él quien le ha dado el cante, y a saber qué más le habrá contado. A sus cincuenta años, Fattush se mueve por Beirut como si aún fuera el adolescente descalzo que recorría las calles al principio de la guerra civil, como el joven valiente que combatió para defender su vecindario, manteniéndose, con gran astucia, ajeno a las pandillas y a los asesinos, poniendo su kalasnikov al servicio de su gente: del panadero al que los milicianos pretendían saquear, de las mujeres amenazadas por los violadores. Vivió la guerra por su cuenta, Fattush, el horror que presenció no pudo contaminar su mente equilibrada. Y así fue como se hizo un hombre. Un hombre cabal.

– Te toca a ti. -Dial agita el cubilete y arroja los dados sobre el tablero, haciendo avanzar una de sus fichas.

No se refiere al juego. En realidad, ninguno de los dos sabe jugar bien al tawle. Lo que les une es, precisamente, su ineptitud. Juegan con las fichas. Sacuden los dados. Hacen ruido. Clac, clac, clac. Se equivocan, se ríen. Los jugadores que frecuentan el Café de los Espejos se exasperan, les consideran un par de inútiles. Se avergonzarían de Fattush, si no supieran que es un buen policía. Los otros, que alardean de su propia habilidad, no entienden que la periodista y el inspector disfrutan de un placer mucho más refinado que el suyo: el de compartir una relajante derrota menor.

Fattush ha captado la indirecta. Se repantiga en la silla. Olvida el juego.

– Éste es un atentado muy extraño. No sólo debido a que el muerto, aparentemente, carecía de enemigos políticos. Hablamos de un explosivo plástico potentísimo, C-4, y usado en una cantidad desmesurada, si lo que querían era eliminar a un solo hombre metido en un coche caro, ligero y sin blindar.

– ¿Cuánto?

– Veinte kilos. Dejó un claro en el bosque. Si llega a estar más cerca de la casa no quedaría de ella ni rastro.

– Explosivo en el maletero -dice ella, pensativa-. Detonación a distancia, supongo.

– Por teléfono móvil. Está en los periódicos. Hay un detalle que no ha trascendido.

Fattush agita los dados y adelanta su ficha en el tablero de entrada, sin prestar atención pero acariciando la pieza. Diana permanece callada. No le gusta que el otro se haga el interesante.

– Eres una dura mujer española -murmura el hombre, desmintiendo el exabrupto con una generosa sonrisa-. Está bien, testaruda, te lo diré sin que me lo preguntes. Los técnicos han dictaminado que la carga se encontraba muy a la vista. Es decir, que si Asmar hubiera abierto el maletero, lo que habría resultado muy probable ya que regresaba a Beirut después de pasar un fin de semana en la montaña, lo habría descubierto. ¿Por qué no se tomaron la molestia de camuflarlo?

– ¿Por qué? -Diana no puede disimular su perplejidad.

El inspector sigue sonriendo mientras levanta el brazo para llamar a Abed. Cuando éste llega le encarga dos narguiles de tabaco de manzana.

– ¿Y bien? -Dial se impacienta.

– Y bien. Quien lo hizo sabía que tanto Tony Asmar como su mujer disponen de todo lo necesario en cada una de sus casas. Llegan con lo puesto, se visten con lo que tienen allá, los criados se hacen cargo de la ropa sucia… No suelen llevar equipaje más que cuando viajan al extranjero.

– ¡Tony no abrió el maletero!

– Exacto. Encontraron, en muy mal estado, restos de metal de un maletín. Lo llevaba dentro del coche. Nada más.

– Quien le mató conocía bien sus hábitos -aventura Diana.

– Y se hallaba lo bastante cerca como para accionar el detonador en el momento preciso. Lo vio, Diana, vio que el coche arrancaba y no le importó llevarse por delante también a las sirvientas.

Sacude el cubilete y, casi sin mirar la cifra que arrojan los dados, mueve lidia hacia adelante.

– Sólo existe un lugar en Faraya -prosigue el inspector- desde el que se pueda divisar con claridad la casa de Tony Asmar abarcando también la entrada, que da al precipicio. Desde los otros chalets sólo puede verse la parte posterior de la casa.

– ¿La terraza del hotel Grand Liban? ¿Eso que parece un balcón colgando de lo más alto de la montaña?

– Exacto -asiente-. El hotel en el que pasé unos días de vacaciones. Es probable que mi familia y yo coincidiéramos más de una vez con el ejecutor en el restaurante, en la piscina o en el vestíbulo. Quizá comenté casualmente con él la belleza de nuestros pobres cedros, tan diezmados, o la remota posibilidad de una lluvia que anunciara la llegada del otoño. En estos tiempos resulta difícil no convivir con toda clase de asesinos.

Dejan mecer sus pensamientos en el humo del narguile, que se arrojan el uno al otro en generosas bocanadas -eso también es una costumbre entre ellos- y guardan silencio. Diana Dial asimila la información que posee sobre el asunto.

Veinte kilos de explosivo plástico. Un especialista despiadado al acecho, con un detonador telefónico. Una víctima poco atractiva pero fácil de matar. Una viuda que acusa al hermano mayor del muerto de ser el cerebro del asesinato y proporciona el móvil: impedirle hablar. Dos muchachas etíopes a modo de daños colaterales. Y un embarazo inoportuno.

A esa hora, el local todavía está desierto, a excepción de un chico gringo que ha dejado su mochila en el suelo y escribe postales en otro velador, mientras inhala de una cachimba con evidentes inexperiencia y placer. Los clientes habituales empezarán a llegar a media tarde.

– ¿Qué te ha dicho la viuda? -pregunta Fattush.

– ¿Te ha chivado Georges mi visita?

El inspector asiente.

– Le he encontrado en el patio de Inteligencia Militar, he ido allí para firmar mi declaración como testigo de los hechos. Por cierto que me ha parecido ver a ese amigo tuyo, ese pedante, el Mesías -así bautizó a Matas desde que supo lo que significa Salvador en español-, entrando en el despacho del coronel Chebli.

Se hace la tonta.

– ¿Qué amigo?

– El ustád. -Dibuja una barba con la mano libre al tiempo que remarca con sarcasmo la apreciativa palabra árabe-. El profesor. Fue sólo un momento, puedo haberme equivocado. Pero no lo creo. Tengo ojo de policía.

Diana sabe que Fattush está celoso de Salva, o envidioso. En Beirut los celos de los hombres respecto a una mujer son muy superficiales y no tienen nada que ver con el sexo. El propio Georges se muestra picajoso respecto a sus amistades masculinas, y ahora mismo debe de estar impaciente por pasar a recogerla y ejecutar a la puerta del café la ostensible ceremonia de respeto con que la obsequia cuando hay un tercero -un segundo hombre, bien entendido que el primero es él- en el lugar de la acción, compartiendo con Dial algo que él no conoce. ¿Celos de información, combinados con pretensiones de gallo único?

– ¿Te refieres a Matas? ¿Salva?

– Justamente, mi querida amiga -responde el otro, imitando, burlón, el tono pomposo que a veces adopta el arabista para sus explicaciones-. El mismo.

Diana se encoge de hombros. Hay tantas cosas de Salvador Matas que desconoce. Llama a Abed para que retire el tablero y Fattush no se opone. Más que nunca, la partida carece hoy de interés.

– Parece que hay algo que debes contarme. -Cuando quiere, el inspector puede resultar tan oblicuo como ella.

– ¿Qué cosa?

– Según Georges -prosigue el policía-, a raíz de tu encuentro con Cora Asmar albergas serias dudas sobre la autoría del crimen. Y me dices que ya no te vas a Luxor, al menos por ahora. ¿Has decidido representar los intereses de la viuda en este asunto? ¿Investigarás por su cuenta?

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