Gioconda Belli - El Infinito En La Palma De La Mano

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El mágico relato de nuestros orígenes es probablemente el que más fascinación ha inspirado en la humanidad a lo largo de los tiempos. Pero, más allá de los cuarenta versículos que la Biblia dedica a Adán y Eva, más allá incluso de la leyenda, ¿cómo sería la vida de aquella inocente, valiente y conmovedora primera pareja?, ¿cómo sería aquel universo primigenio?
Poesía y misterio se dan la mano en esta sorprendente novela que nos presenta al primer hombre y la primera mujer descubriéndose y descubriendo su entorno, experimentando el desconcierto ante el castigo, el poder de dar vida, la crueldad de matar para sobrevivir y el drama de amor y celos de los hijos por sus hermanas gemelas.
El infinito en la palma de la mano ha sido galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2008 por su singularidad y su capacidad evocadora. Gioconda Belli ha creado un mundo nuevo que surge de los Grandes libros secretos, textos apócrifos o prohibidos llenos de revelaciones y fantásticas apariciones, y recrea magistralmente la historia más prodigiosa que pueda imaginarse.

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– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Adán.

– Yo soy la cueva. De allí saldrán. Tú tienes que estar al otro lado para que no se golpeen contra las piedras del suelo.

– ¿Crees que les gustará vivir fuera del Jardín?

– Supongo que sin conocer el Jardín, no lo echarán de menos -dijo ella, sin parar de caminar.

– ¿No crees que recordarán todo lo que nosotros recordamos? Son nuestro reflejo.

– Nosotros no recordamos las memorias de Elokim.

– No.

– A menos que su memoria haya sido la voz que escuchábamos. A veces pienso que ese impulso que tenemos de hacer cosas con las manos nos viene de él.

Eva jadeó de pronto. Se detuvo. Se dobló.

– Adán, Adán, ¡me están mordiendo!

De un momento a otro el dolor la llenó toda. Adán la ayudó a recostarse sobre la piedra donde dormían, pero Eva no quería estar acostada. Se deslizó hasta apoyar la espalda contra unas rocas. El dolor había cedido.

– Pensé que me estaban comiendo -sonrió Eva, bañada en sudor.

Pensó lo mismo al poco rato y un rato después. El dolor iba y venía. Algo de mar tiene, le dijo a Adán. Se mueve como las olas. Cada ola me arranca algo; quizás los hijos estén pegados a mi carne y Elokim los está arrancando con una piedra afilada para sacarlos.

El dolor aumentó. Se acabaron las explicaciones con que intentaba entender lo que le sucedía a su cuerpo. En lugar de razonamientos, empezó a resistir ferozmente, apretando los dientes, contrayéndose toda, abrazando protectora su vientre, llorando y gritando a todo pulmón. Detrás de ella, dándole palmaditas en la cabeza, acariciándole el pelo, Adán lloraba y gritaba también. Los murciélagos, que eran ya muchos, despertaron de su sueño diurno y volaron hacia lo más alto de la cueva. Los alaridos, el llanto del hombre y la mujer subían y subían de tono a medida que el dolor acrecentaba la presión, el puño apretado que Eva temía terminaría por aplastarla. Los gritos de ella eran haces de sonidos anchos y abiertos, que la cueva repetía y difundía al mundo a través del orificio que servía de tragaluz. Los de él eran alaridos de impotencia, de rabia, roncos, desconcertados. En todo el cuerpo le dolía el dolor de la mujer. Lloraba inconsolable viéndola sufrir.

El viento se llevó los gritos de Adán y Eva hasta la gran planicie donde pastaban los animales, los dispersó por las montañas, los dejó caer sobre el río.

Las bestias doradas y felinas, los caballos, los zorros, los conejos, el oso, el lagarto, la perdiz, las vacas, las cabras, los búfalos de la pradera, los monos; animales de todas las especies y tamaños empezaron a seguir el lamento como si fuera un llamado. Nubes de polvo se alzaron bajo los cascos de los caballos y las pezuñas veloces de los felinos, los osos y los bisontes, como si aquel sonido sin palabras hubiese logrado atravesar el olvido que los poseyera al salir del Jardín.

Los halcones, las águilas, tordos, mirlos, pájaros carpinteros y azules fueron los primeros en entrar y posarse en los salientes rocosos de las paredes de la cueva, cubiertas por los dibujos de Eva. Poco a poco, a través de aquel día cruzado de lamentos, fueron entrando en silencio los grandes cuadrúpedos, las fieras, los coyotes, los lobos. Adán tuvo un momento de pánico al ver tigres, jabalíes y leopardos cruzar el umbral de la cueva. Sus gritos se tornaron en gemidos de sorpresa y en llanto de consuelo y pasmo cuando enfilados uno detrás del otro entraron los caballos, las cabras, los venados, las mulas; cazadores y presas súbitamente desprovistos del hambre y el instinto que los enemistaba. Recostada en la piedra, sumida en su dolor, con la cabeza metida entre sus rodillas, balanceándose de atrás hacia delante, Eva los sintió antes de verlos; se sintió rodeada de un aliento cálido, circular, un aire espeso y suave que ablandó el espacio que la circundaba y la sostuvo. Alzó el rostro y vio a los animales apretados en círculo alrededor de ella en un aire de reconciliación y reconocimiento, como si la naturaleza de golpe hubiese retornado a la época sin sospechas ni muerte cuando juntos compartían el frescor y los pétalos blancos del Paraíso. Un caballo tocaba con su hocico el hombro de Adán y un ocelote le lamió a ella la cara. Desde que Elokim los echara del Jardín Eva no había vuelto a sentirse tan rotundamente acompañada. Los cuerpos recios de los animales, sus expresiones mansas, le hicieron recordar con nostalgia su propia inocencia. Sollozó con una tristeza extrañamente feliz. Se percató de cuánto había extrañado la mansedumbre y sencillez de las bestias. Sintió un agradecimiento y una ternura tan profundos al pensar que su dolor así los había conmovido que creyó que se vaciaría toda. En ese vaciarse, aflojó los músculos con los que, desafiante, atrapaba a las criaturas en su vientre, negándose a compartir la creación de Elokim. Acompañada por los animales, mirando el rostro conmovido y dulce de Adán al otro lado de sus piernas, hizo el supremo esfuerzo, gritó a todo pulmón y fue así que la primera mujer echó a sus hijos a vivir sobre la Tierra:

Capítulo 19

Una luna amarilla y enorme flotaba noche arriba. Adán cortó los cordones de la hija y el hijo. El águila y el halcón se llevaron una de las placentas; la otra la comieron el tigrillo y la cabra. El olor de la sangre rompió la quietud. Se escucharon rugidos bajos, los animales más vulnerables se escurrieron a toda prisa. Los más fieros salieron taimados con la expresión azorada de quien despierta de un sueño sin saber dónde está. Sólo quedaron en la cueva el perro, el gato y los murciélagos colgados cabeza abajo.

Adán y Eva lloraron viendo partir a los animales. Seguían llorando sin control de sus lágrimas, que sin ruido eran un flujo incesante igual que el desborde de sensaciones acumuladas. Aquel raro e inefable acontecimiento no se borraría jamás de sus recuerdos.

Al fin retornó la realidad en que Adán contempló a Eva entrar y salir del reposo del sueño. Ella no se animaba a entregarse totalmente al descanso. La retenía el deseo de mirar detenidamente los cuerpecitos desnudos y diminutos que Adán puso a su lado. Él también los miraba pero aún no lograba concentrarse. Pensaba en los animales. Mis animales, se repetía. Volvieron mis animales. ¡Qué solo me he quedado sin ellos! Son míos, pero vinieron por ella, por ese dolor del que fui excluido.

Los seres diminutos movían sus manos, sus pies. De vez en cuando se asustaban como si tuvieran pesadillas. Abrían apenas los ojos y los volvían a cerrar. Adán se acostó al lado de la piel donde yacían los pequeños. Eva al fin se quedó dormida. Enredó los dedos de sus pies con los de ella y durmió también.

Eva despertó muchas veces durante la noche. Ya no lloraba. Le dolía el cuerpo pero el dolor era tolerable y manso. Cómo he gritado, pensó. Todo lo que no sabía cómo decir lo lancé al aire. Se arrepintió de que se le hubiese ocurrido cerrar la salida de los gemelos, furiosa ante el dolor que Elokim dispusiera para ella. La entrada de los animales fue lo que disolvió su rencor como si le lavaran el corazón.

En la madrugada, Adán abrió los ojos. Ella le sonrió. El hombre y la mujer miraron al hijo y la hija.

– Son diferentes a nosotros -dijo Adán-. No creo que puedan caminar.

– En unos días tal vez -dijo Eva-. El potrillo anduvo.

– ¿Y qué comerán?

Eva miró las caras de los pequeños. Se acercó. Miró dentro de sus bocas.

– ¡No tienen dientes, Adán!

– El potrillo y el ternero comen de las tetas de sus madres. ¿No me decías que te salía algo dulce de los pezones?

Eva se tocó los pechos. Le dolían. Los tenía grandes e hinchados. Se recostó y cerró los ojos. ¿Qué esperaba Adán, que su cuerpo no sólo hiciera los hijos, sino que los alimentara? Estaba tan cansada. Su tiempo ya había llegado y pasado. Quería dormir muchos días ahora, recuperar fuerzas, sentir que su cuerpo volvía a pertenecerle. Los pequeños empezaron a llorar. El llanto se le metía a Eva por la piel como si saliera de ella misma. Permaneció inmóvil, con los ojos cerrados. Era triste el sonido, desvalido.

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