Susanna Tamaro - Respóndeme

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La nueva novela de Susanna Tamaro es un tríptico narrativo en torno a la presencia dominante del mal en la sociedad de hoy. Traducida por Justo Navarro, Respóndeme recoge tres historias absolutamente contemporáneas marcadas por la violencia, la crueldad y el desamparo. Una violencia cotidiana que se manifiesta en la propia familia y se oculta tras una falsa imagen de respetabilidad. Sus personajes muestran una desesperación extrema, pero también, y siempre desde el filo, un extraordinario sentido del compromiso inherente al hecho de estar vivos. Rosa, una adolescente huérfana de una prostituta, evoca en «Respóndeme» el calvario de una vida transcurrida entre monjas sin corazón, parientes que la odian, y un perverso padre adoptivo. La joven no se detendrá en su carrera hacia la autodestrucción, entre alcohol, drogas y agresividad… «El infierno no existe» es el monólogo de una esposa que se dirige a su marido muerto, un tirano doméstico, psicótico y cruel, responsable de la muerte de su propio hijo. En «El bosque en llamas», un marido celoso y obsesivo no acepta que su esposa deje de depender emotivamente de él y supere un estado depresivo crónico mediante la fe.

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La rabia estalló de repente. Empecé a darle patadas a todo lo que tenía a mi alcance, a tirar los objetos de las repisas. Cogí la foto de nuestra boda y la estrellé contra el suelo, rompí el cristal y el marco y rompí la foto en pedazos tan pequeños como confeti. Cuando la puerta se abrió los recogí en la palma de la mano.

Anna parecía cansada.

«Un día negro», dijo. «Se me ha pinchado una rueda, y también estaba pinchada la de repuesto.»

Me puse delante de ella y le soplé los pedazos a la cara. «Nuestra boda», dije, «esto es lo que queda».

«¿Por qué dices eso?»

«¿Por qué? ¿Por qué?», empecé a gritar. «¿Por qué? Trabajo todo el día por mi familia y vuelvo y soy un hombre solo. Ya no tengo mujer ni hija. El pobre imbécil sólo sirve para traer dinero a casa. ¡Pero el pobre imbécil está harto, absolutamente harto!»

Giulia se escondió detrás de las piernas de su madre.

«Tranquilízate, Saverio, cálmate. Ya te he dicho que hemos tenido problemas.»

Me sentía como una cafetera que lleva demasiado tiempo en el fuego, la presión subía y subía y seguía subiendo.

«¡No sabes decir otra cosa!», grité, y luego hice algo que jamás hubiera creído posible. Le solté una bofetada.

Hubo un momento de silencio. El teléfono sonó pero no lo descolgó nadie. Giulia dijo: «Papá malo.»

Anna la cogió en brazos y le dio un beso en la frente.

«No. Papá no es malo. Sólo está muy cansado. Mira, le hacemos una caricia.»

Giulia dudaba con la mano en el aire. Había sorpresa, miedo en sus ojos. Entonces Anna la guió hasta mi mejilla.

«Querido papá.»

Las yemas de sus dedos eras frescas, inseguras, sobre mi cara incandescente.

«Te odio», murmuré al oído de Anna antes de salir de la casa.

No tenía las llaves del coche, no tenía la billetera. Volver a buscarlos hubiera sido demasiado humillante. ¿Dónde podía ir a dormir aquella noche si no era al sótano?

Ahora sé que, en el camino que recorrí hasta llegar a aquel punto, el sótano era el último túnel que superar, la última valla que salvar antes de alcanzar la meta. Hubiera podido irme a la calle, entrar en el primer bar y emborracharme antes de caer adormilado en un banco del parque. Hubiera podido ir a casa de un amigo y hablar con él como un loco hasta las primeras luces del alba. Hubiera podido hacer todo eso, pero, como un autómata, empecé a bajar las escaleras.

En el sótano encontré lo que me faltaba. Una bicicleta. Una bicicleta nueva, con un faro rojo al lado del timbre. Del manillar colgaba la bolsa de una tienda para hombres.

Yo tenía razón: en el cambio de Anna había realmente otro hombre, un hombre tan arrogante como para esconder su bicicleta en mi sótano. Sí, venir en bicicleta era más fácil que venir en coche, dejaba menos huellas. ¿Qué hacía allí la bicicleta?, me pregunté.

¿Lo había sorprendido un día la lluvia y ella lo había acompañado a casa en coche? «Dejemos la bici en el sótano», le dijo, «mi marido no baja nunca».

Mientras yo me volvía loco por aquel bosque, ellos se decían cosas dulces entre mis sábanas.

¿Era el médico o no era el médico? A estas alturas ya no tenía ninguna importancia. Me bastaba saber esto, que yo no me había engañado.

Ahora el fuego de los alerces se extendía en mi interior. Sentía cómo las llamas lamían el tronco y las ramas crepitaban un instante antes de romperse.

Era imposible dormir allí y me quedé sentado un rato. Entonces vi dos viejas pesas de gimnasia. Las cogí y empecé a moverme. Hice pectorales, dorsales y carrera sobre el terreno, flexiones y más pectorales. Sentía en mi interior una energía tremenda. En la base de toda energía, hay alguna forma de calor. Para no estallar, debía disiparla. En el sótano no se veía el alba, así que no dejaba de mirar el reloj. Tenía un pulsador que iluminaba la esfera un momento.

Las cinco y media.

Las seis.

Las seis y cuarto.

A las ocho Anna llevaba a Giulia a la guardería. Esperaría su vuelta para salir y decirle lo que pensaba de su conducta. Esa mañana misma, iría al abogado y pediría la separación. Una separación dolosa con custodia de la niña. Me sentía muy cerca del triunfo.

Todo se desarrolló de un modo muy rápido. A las ocho y media salí. Ante la puerta de casa había un perro blanco, grande, que no había visto jamás.

«¡Aparta!», le dije.

Pero siguió mirándome como si no me hubiera oído. Entonces cogí con fuerza la piel del cuello y con un movimiento brusco lo tiré por las escaleras.

Anna no había vuelto todavía. Me quedé esperándola de pie, en el recibidor. Esperé entre cinco y diez minutos.

Cuando entró y me vio, dijo: «¿Dónde has dormido? He estado preocupada toda la noche.» Fingía, ponía cara de tristeza.

«¿No te has dado cuenta? Estaba muy cerca.»

«¿Muy cerca?»

«Bajo tus pies.»

«¿En el sótano?»

«En el sótano.»

Disfruté estudiando la expresión de su rostro. Parecía desilusionada. «Entonces ¿ya lo has visto todo?»

«Lo he visto todo.»

Yo esperaba que estallara en sollozos, que se arrojara a mis pies implorando perdón. Pero sonrió, hasta sus ojos eran alegres. Abrió los brazos diciendo: «Entonces feliz cumple…»

¿Por qué tenía todavía una pesa en la mano? La levanté y cayó sobre su frente. Hubo un ruido sordo y Anna cayó al suelo como un trapo.

V

Del bosque no he sabido más. ¿Dónde habrán ido a parar todos los apuntes que tomé, todas las fichas con los análisis y las pruebas? Es muy probable que el propietario renunciara a salvarlo.

Una mañana llegarían dos trabajadores forestales y con la motosierra cortarían los troncos, uno tras otro. Durante una semana entera invadiría el valle aquel sonido de muerte. Dientes de metal que agredían a lo que un día estuvo vivo. Luego el ruido se apagaría y volvería a borbotear el riachuelo. Los picos volverían a picotear otras cortezas; y los luganos y los jilgueros, a volar estupefactos sobre aquella gran mancha desnuda que un día había sido su mundo.

Perder los dientes, perder el pelo. De noche no soñaba con otra cosa. El bosque que moría y yo que me quedaba sin dientes. Sin dientes y calvo. Los dientes no se caían uno a uno, sino todos a la vez. Tintineaban en el suelo como bolas de cristal.

El pelo no tilia de manera diferente. Me pasaba la mano y se me quedaban mechones enteros entre los dedos como si fueran una peluca. Entonces me ponía a llorar. Lloraba en silencio. ¿Adónde podía ir con aquel aspecto? Sin dientes, sin pelo, sólo podía dar risa o lástima. No inspiraría ni respeto ni miedo. Por eso no he querido volver a aparecer en público.

El bosque estaba muerto y también Anna estaba muerta. La vi tendida en el suelo y me sentí impotente, como con los árboles. No pensaba que fuese tan fácil apretar el interruptor. Apenas si la había rozado y se había ido.

Durante algunos minutos, pensé en una broma, repetí: «Venga, vamos, levántate, era una broma.»

Le llevé un vaso de agua fría.

Los labios no se abrieron y el agua resbaló por el cuello, mojando la camiseta.

¿Podía escapar? Sí, hubiera tenido tiempo de sobra. Hubiera podido coger el coche y correr hasta la frontera sin levantar el pie del acelerador. Incluso, hubiera podido meterla en un saco y tirarla a algún río.

Pero sólo me quedé a su lado, cogiéndole la mano.

Cuando alguien llamó a la puerta, fui a abrir.

Era el cartero. Cogí el telegrama y le dije: «Entre. He matado a mi mujer.»

Giulia todavía estaba en la guardería.

Un mes más tarde, el abogado me llevó un periódico con su foto. Supe que era ella por los zapatos, el babero, la bolsa. El rostro lo cubría una mancha desenfocada, de los bordes sobresalían dos coletas con un lazo a cuadros. Debieron hacer la foto la mañana de la tragedia porque Anna sabía anudárselas así. La oía tararear en el baño: «¿De quién son estas coletas? Las coletas de un ratoncito.»

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