Susanna Tamaro - Respóndeme

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La nueva novela de Susanna Tamaro es un tríptico narrativo en torno a la presencia dominante del mal en la sociedad de hoy. Traducida por Justo Navarro, Respóndeme recoge tres historias absolutamente contemporáneas marcadas por la violencia, la crueldad y el desamparo. Una violencia cotidiana que se manifiesta en la propia familia y se oculta tras una falsa imagen de respetabilidad. Sus personajes muestran una desesperación extrema, pero también, y siempre desde el filo, un extraordinario sentido del compromiso inherente al hecho de estar vivos. Rosa, una adolescente huérfana de una prostituta, evoca en «Respóndeme» el calvario de una vida transcurrida entre monjas sin corazón, parientes que la odian, y un perverso padre adoptivo. La joven no se detendrá en su carrera hacia la autodestrucción, entre alcohol, drogas y agresividad… «El infierno no existe» es el monólogo de una esposa que se dirige a su marido muerto, un tirano doméstico, psicótico y cruel, responsable de la muerte de su propio hijo. En «El bosque en llamas», un marido celoso y obsesivo no acepta que su esposa deje de depender emotivamente de él y supere un estado depresivo crónico mediante la fe.

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En ese instante estalló el fin del mundo.

Laura huyó de la habitación, yo intenté separaros torpemente. «¡Parásito!», gritaste, golpeándolo, «tú también comes gracias a ellos y te compras tu ropa de maricón y vas al colegio. ¿Qué te crees que eres, muy distinto a mí? ¿Crees que eres mejor? ¡Responde!».

«Distinto, sí. Yo creo en algo.»

Me oía decir con voz débil: «Basta, ¡lo vas a matar!» Con un empujón, me hiciste retroceder.

«Ah, sí, ¿y en qué crees? ¿En el robo?»

Ya Michele había caído en un rincón.

«Creo en el amor.»

«Ahora vas a pelear.»

«En el amor del Espíritu.»

Lo levantaste del suelo, cogiéndolo de la camiseta. Ante su cuerpo delicado parecías un verdadero ogro.

«Entonces», le mascullaste en la cara, «¡pon la otra mejilla!».

Con una sonrisa de niño, te respondió: «¡Aquí la tienes!»

En enfocar una escena, las máquinas de proyección antiguas tardaban un buen rato. Al principio, todo era confuso, no había rostros ni paisajes sino sólo manchas de luz y de color en continuo movimiento. Así recuerdo las primeras horas del fogonazo de magnesio. Recuerdo a Michele, echado del cuarto a golpes. Recuerdo que me lancé contra ti. «Vas a matar a nuestro hijo», grité, mientras me cogías por la muñeca. Dentro de mí había un tigre, alguien le había prendido fuego a la cola y había enloquecido.

«¡Michele tiene un alma grande!»

«¡Su alma no me importa lo más mínimo!»

No sé cuánto tiempo continuamos así, gritándonos de todo. Me sentía como si hubiera salido fuera del cuerpo. Podían ser minutos o quizá horas. En cierto momento, me lanzaste contra el aparador de la entrada y saliste dando un portazo.

Te oí arrancar el coche en el garaje y atravesar el paseo de grava. Apretabas el acelerador como los adolescentes borrachos. Te detuviste un momento frente a la cancela automática. Cuando se abrió, saliste, derrapando, a toda velocidad.

Hubo un imprevisto frenazo. Y luego se oyó un golpe.

Temí que hubieras atropellado un perro, por eso me asomé. Michele parecía dormir, tendido en el asfalto. Tenía un brazo abandonado a lo largo del costado y el otro sobre la cabeza, como hacía cuando sentía demasiado calor en su cama de niño.

VIII

El odio es el único sentimiento que no se evapora con el tiempo. Más aún, con la fuerza de un huracán, continúa acumulándose como una energía viva y potente. Es el odio lo que, en todos estos años, me ha mantenido viva, me ha vuelto seca y obstinada, sedienta de venganza.

Hubiera podido decir: vivo sólo para recordar a mi hijo. Pero soy sincera y digo: vivo sólo para vengarlo.

O mejor: he vivido en esa espera.

Esa espera se frustró el mismo día en que te encontré tendido en el suelo del cuarto de baño. Te había deseado una muerte atroz. Un cáncer en el cerebro, alguna enfermedad inmunodepresiva que te convirtiera en una larva con pañales. Pero, por la suerte feliz que en este mundo protege siempre a los malvados, escogiste para ti la muerte mejor -una fulminante parada cardíaca- y me dejaste a mí la otra.

Esperaba que volver a casa de mis padres haría mi pena menos grave, pero no había contado con el silencio, ni con la memoria de los muertos.

No había contado con el oxígeno de la montaña que nutre mejor el cerebro y el corazón y vuelve más fuerte cada sensación. Igual que en la antigüedad quemaban a la esposa en la pira del marido, así he ido recogiendo por la casa los objetos más queridos y los he puesto encima de mi cama. De noche me cubro con ellos y me siento menos sola, esas cosas todavía tienen vida, respiran, emanan calor. Ni siquiera es mío el pijama que me pongo, sino de Michele.

La otra noche, andando por la casa, pasé delante de un espejo y me di cuenta de que irradiaba luz. ¿Era yo o era alguien que estaba a mi lado? ¿Era la luz del amor o la luz del odio? «¿Quién eres?», pregunté en voz baja. Por el tejado, sobre mí, andaba un ratón o quizá un lirón. «¿Quién es?», repetí más fuerte. Una tabla del suelo crujió. Tuve la impresión de que afuera iba a desatarse el viento.

Trágica fatalidad, escribió al día siguiente el periódico local.

Michele murió en el acto. Tú te apeaste del coche y te pusiste las manos en el pelo. No lo habías visto, no podías imaginarte que mientras salías a una velocidad disparatada, él corriera a tu encuentro.

Yo no hice nada, me quedé en el balcón, inmóvil, como en el palco de un teatro. Vi llegar la ambulancia, vi cómo el médico movía la cabeza.

Junto al médico había aparecido un viejo perro blanco. Noté que te miraba con la boca abierta y la lengua fuera, como si quisiera decirte algo.

Te vi coger al médico por las solapas, lo oí gritar: «Ya no es tarea nuestra.» Entonces le pegaste una patada al perro. En vez de aullar e irse, se sentó trabajosamente junto al cuerpo, en el asfalto.

Vi llegar a la policía y, luego, al coche fúnebre. Metieron a Michele primero en una bolsa de plástico y luego en un contenedor de metal. Cuando lo deslizaron en el interior, sentí un golpe sordo. Debe de ser la cabeza, pensé, desde niño la ha tenido demasiado grande.

Me acordé del primer jersey que le hizo mi madre, azul claro con gatitos bordados en la parte delantera. El modelo era para un niño de seis meses pero la cabeza no entraba, tuve que añadir dos botones para conseguir ponérselo. Volví a ver la cima de su cabeza clara, la fontanela todavía abierta. Intentaba meterle el jersey y él protestaba. Era mayo y estábamos en casa de mis padres. Acababa de bañarse, de su cuerpo emanaba tibieza, olor a polvos de talco.

Cuando los de la funeraria cerraron las puertas del furgón, el encantamiento se rompió. Grité: «¡Noooo!» como si fuera la única palabra del mundo. Luego perdí el sentido.

Durante todo el funeral me estrechaste bajo tu brazo. Yo lloraba, tú estabas petrificado. Recuerdo una gran multitud de rostros y de chicos que tocaban la guitarra. Sobre nosotros pegaba el sol de agosto.

Su amigo cura sudaba bajo los ornamentos.

«Por una razón oculta a nuestra pequeña mente de hombres, muchas veces el cielo reclama a sus hijos más luminosos, interrumpiendo bruscamente su camino terreno.»

Dos lágrimas le surcaban el rostro y no se preocupaba de ocultarlo.

«Es fácil rebelarse, fácil indignarse ante una arbitrariedad tan grande. Michele daba luz a nuestras vidas y todos nosotros, egoístamente, hubiéramos querido que esa Luz durara mucho más.»

Delante estaban los abuelos. Poco antes de que descendieran el féretro se arrodillaron junto a él. La abuela depositó un beso leve sobre la tapa. Vi sus labios moverse diciendo muy bajo: «Adiós, mi niño.» El abuelo tenía en la mano la pequeña flauta, la dejó sobre la caja, con una tímida caricia.

Luego sólo hubo oscuridad. Oscuridad, oscuridad, oscuridad. Oscuridad con resplandores. Oscuridad con rayos, con truenos. Oscuridad con granizos. Oscuridad con terremotos y tifones. A fogonazos, vi caras, oí voces. Tu cara que decía: «Pero pienso ir al barco.» La cara de un médico: «Con éstas, resolveremos el problema.» La cara de un cura. «¡Fuera!», grité. La cara de mi madre: «Michele está todavía con nosotros.» «Estúpida embustera.» Gritaba siempre. De vez en cuando había termitas en mi cuerpo, alcanzaban los intersticios más íntimos, desde los que me devoraban a minúsculos mordiscos. Otras veces eran arañas, muchísimas arañas, peludas, negras, con las patas cortas y gruesas. Corrían por todas partes buscando el lugar mejor donde inocular su veneno. Y otras veces serpientes delgadas se me enroscaban en los tobillos, lanzando como flechas sus lenguas letales. Cuando volví a ver mi rostro en el espejo era el de una vieja. Hay arrugas de abuela y arrugas de bruja. Las mías eran todas arrugas de bruja.

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