La noche siguiente a su vuelta, Franco fue a recogerme al instituto. Detuvo el coche en una calle lateral y sacó dos paquetes.
«Para ti», dijo.
Era el primer regalo que recibía desde las camisas blancas de mis tíos. Me sentía confusa.
«¿Los abro ahora?»
«Por supuesto.»
Abrí primero el más grande. Dentro había un jersey. Era negro y tenía dibujada delante una Tour Eiffel de colores, con París escrito al pie.
«Ah, gracias», dije, besándolo en las mejillas. «Es precioso.»
Luego empecé a desenvolver el segundo paquete. «¿Qué será?»
Él sonreía. «Ábrelo y verás.»
El papel era rojo burdeos, ligero como papel de seda. Se deslizaba bajo los dedos con extrema facilidad. Vislumbré dos cosas blancas y suaves, y las levanté con los dedos. Se trataba de un sujetador y un liguero, los dos de encaje blanco.
«¿Te gustan?», me preguntó, acercando su cara a la mía. «Los vi en un escaparate y pensé que a lo mejor no habías tenido nunca nada parecido. No soy una chica, pero creo que se siente cierto placer estando guapa también por dentro. ¿O no?»
«Creo que sí.»
«No pareces muy entusiasmada.»
«Sí, lo estoy.»
«De todas formas, si no te gustan, no tienes que ponértelos. Puedes dejarlos en el cajón o regalarlos.»
Puso en marcha el coche y condujo en silencio, mirando fijo al frente.
Quizá, sin querer, lo había ofendido. Volví a coger la ropa interior.
«¡Es verdaderamente preciosa! Estoy deseando ponérmela. ¿Qué es? ¿Seda?»
«Sí, seda.»
Por la ventana abierta entraba el aire caliente y perfumado de mayo. Quería ganar tiempo, reparar la ofensa.
«¿Por qué no vamos a tomar un helado?», dije.
Poco después, estábamos sentados al aire libre, en la heladería de un barrio residencial.
No tenía ganas de cosas frías y dulces, sino de algo fuerte, así que pedí un whisky.
«¿Estás segura?», me preguntó. Y por fin sonrió de nuevo.
Hacía muchos meses que no tomaba bebidas fuertes. No había cenado todavía y el estómago empezó a arderme desde los primeros sorbos. El vaso me parecía pequeño; así que, en cuanto lo acabé, pedí otro.
Franco cogió mi mano entre las suyas, tenía dedos alargados, fuertes y suaves, calientes. Acercó sus labios a mi oído, susurrando: «¿Tienes algo que olvidar?»
A nuestra espalda crecía un jazminero. Las flores se habían abierto y el olor era tan fuerte que daba náuseas. Frente a nosotros había un grupo de chicos en moto, alguno fumaba, otros lamían el helado sentados a horcajadas en los sillines.
Antes de hablar, la mirada se me perdió en un punto oscuro de la noche. Después abrí la boca y empecé: «Mi madre no era profesora de latín, sino puta. Murió atropellada junto a una hoguera en la circunvalación…»
Aquella noche debería haber sentido dentro de mí la ligereza que sigue a las grandes empresas. En el fondo, por primera vez en mi vida, me había librado de un peso. Incluso del peso. Tendría que haberme hundido en un sueño felizmente ininterrumpido. Por el contrario, en cuanto apagué la luz, la angustia empezó a devorarme. ¿Por qué había hablado? ¿Para sentirme más protegida? ¿O porque pensaba que estaría más protegida? ¿Por qué razón ahora me sentía amenazada?
Aunque no tenía el coraje de admitirlo, en algún lugar de mí, profundísimo, ya estaba surgiendo el arrepentimiento. ¿Cómo se me había ocurrido contar mi secreto? Aquel secreto era el motor de mi fuerza, la voluntad furiosa que me permitía no encariñarme con nadie y superar cualquier obstáculo. Ahora aquel secreto era algo conocido, lo sabía otra persona que podía ir por ahí contándoselo a todos. Quizá el mismo Franco ya había empezado a despreciarme. Al día siguiente, al encontrarme en la cocina, ni siquiera levantaría la vista para saludarme.
En el recuadro del tragaluz habían aparecido nubes pesadas y blanquecinas. Corrían veloces y en pocos minutos cubrieron la luna y las estrellas. Mañana llueve, pensé, y de repente comprendí. El amor es darse al otro sin posibilidad de defenderse.
Faltaba menos de un mes para mi examen de selectividad. En la mesa discutíamos sobre lo que haría después. La señora Giulia y Franco no eran contrarios a que siguiera estudiando. Annalisa iba por la mañana al colegio y yo me quedaba completamente libre.
Con pesar había descartado la arquitectura porque no entendía las matemáticas. La indecisión era entre filología y filosofía.
La señora Giulia insistía en la primera hipótesis. «Si sabes lenguas», decía, «puedes trabajar en muchos campos diferentes y además puedes moverte, viajar».
Pero Franco era partidario de la filosofía. «Sería una verdadera lástima desperdiciar una cabeza como la tuya…» Según él, en las aulas de filosofía encontraría mi realización porque me gustaba especular sobre los máximos sistemas y lo sabía hacer con una falta de prejuicios que era raro encontrar en una persona tan joven.
A Franco le encantaba este aspecto de mi carácter. Para que me quisiera más, yo había aprendido a acentuarlo. Le pedía prestados libros de filosofía. En vez de estudiar, pasaba el tiempo leyéndolos y por la noche nos quedábamos levantados hasta tarde, discutiendo.
«Has tenido el gran privilegio», me dijo un día, «de crecer sin amor. Por eso, desde el principio, has podido ser libre. Miras las cosas y las ves como son. No tienes necesidad de construir extrañas teorías».
«El amor es una sustancia tóxica», solía repetir, «porque te envenena interiormente y siempre te empuja a hacer lo que no quieres. Pero las personas como tú son libres. Sabes arreglártelas, salir adelante. Conquistas cualquier cosa como un barco rompehielos».
«Pero tú te has casado», le rebatí un día.
Se echó a reír. «¡El amor y el matrimonio no son la misma cosa! Se casa uno por el dinero, por la sociedad, por necesidad biológica, no precisamente por amor. ¿Por qué crees que Giulia y yo estamos de acuerdo en tantas cosas? Porque aclaramos esto desde el principio. Nos teníamos simpatía y los dos deseábamos un hijo. Por lo demás somos completamente libres.»
Yo lo escuchaba y asentía. Asentía y escuchaba. No me cansaba nunca de hablar con él. Me sentía superior, lejana de todo, de todos, protegida por el afecto de aquel hombre mayor, de aquel casi padre que estaba a mi lado.
Hacia la mitad de junio, Annalisa y la señora Giulia se fueron una semana a la playa. La escuela había terminado.
El día de su partida, Franco me llevó a cenar a casa de un amigo suyo. Era un profesor de filosofía y quería que hablara con él para aclararme las ideas sobre el futuro. Me pareció una atención hacia mí.
Tenía la tarde libre, así que me preparé con calma. Me di una larga ducha fría y luego elegí con cuidado un vestido. Todavía no me había puesto la ropa interior de París y me pareció la mejor ocasión para hacerlo.
Antes de salir, Franco me invitó a un aperitivo en la terraza. El aire era tibio, cargado de los perfumes que anunciaban con antelación el verano. Sobre nuestras cabezas pasaban como flechas, cruzándose en el aire, decenas y decenas de pájaros-avión.
«Ya verás», me dijo, «Aldo es un tipo increíble. Te gustará. Nos conocemos desde niños».
Media hora después estábamos en casa de su amigo. También vivía en un ático, pero sin terraza.
La primera cosa que me impresionó fue su fealdad. Bajo, gordo y calvo, tenía aún en la cara los signos de un acné juvenil. Parecía uno de esos sapos que en invierno se adormilan bajo las piedras. Pero era simpático. Me estrechó la mano con calor diciendo: «¡Así que ésta es la famosa Rosa!», y luego siguió hablando con la velocidad de una ametralladora. «¿Con qué vino empezamos? ¿Con el blanco, con el tinto o quizá con un Aperol o un Campan? ¿Preferís que nos sentemos ya a la mesa o nos relajamos un poco en el salón?»
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