Susanna Tamaro - Respóndeme

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La nueva novela de Susanna Tamaro es un tríptico narrativo en torno a la presencia dominante del mal en la sociedad de hoy. Traducida por Justo Navarro, Respóndeme recoge tres historias absolutamente contemporáneas marcadas por la violencia, la crueldad y el desamparo. Una violencia cotidiana que se manifiesta en la propia familia y se oculta tras una falsa imagen de respetabilidad. Sus personajes muestran una desesperación extrema, pero también, y siempre desde el filo, un extraordinario sentido del compromiso inherente al hecho de estar vivos. Rosa, una adolescente huérfana de una prostituta, evoca en «Respóndeme» el calvario de una vida transcurrida entre monjas sin corazón, parientes que la odian, y un perverso padre adoptivo. La joven no se detendrá en su carrera hacia la autodestrucción, entre alcohol, drogas y agresividad… «El infierno no existe» es el monólogo de una esposa que se dirige a su marido muerto, un tirano doméstico, psicótico y cruel, responsable de la muerte de su propio hijo. En «El bosque en llamas», un marido celoso y obsesivo no acepta que su esposa deje de depender emotivamente de él y supere un estado depresivo crónico mediante la fe.

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Poco tiempo después de la visita a la tienda, la señora empezó a insistir en que reemprendiera los estudios interrumpidos. No dejaba de repetir: «Te falta sólo un año, es una lástima que mandes todo a paseo. Y además, con lo inteligente que eres, ¿quieres ser niñera toda la vida?»

Reflexioné un poco, y le di la razón. ¿Qué sentido tenía dejar que se cerraran las vías que se abrían? Ya no había muros a mi alrededor. Podía estudiar letras, filosofía o medicina. Todos esperaban que tuviera un mal final, como mi madre, para entendernos, pero iba a convertirme en alguien importante. Un gran médico. Un filósofo entrevistado por todos los periódicos.

A la semana siguiente empecé a asistir a un instituto nocturno. En la clase todos eran adultos y yo me encontraba a mis anchas. Iba en autobús y, al terminar las clases, muchas veces me recogía el arquitecto. Su estudio estaba en la misma zona de la ciudad y no era raro que se quedara trabajando hasta tarde.

Las primeras veces me intimidaba mucho. Subía al coche en silencio y en silencio permanecía todo el camino. Con él, no tenía la misma confianza que con su mujer. Nunca había habido hombres en mi vida, aparte de mi tío, que más que un hombre era una larva. Pero sentía que junto a él sucedía algo extraño. Si me preguntaba alguna cosa, la voz me salía demasiado aguda o demasiado baja. Si me miraba, sudaba como una fuente.

¿Se daba cuenta de mi timidez? No lo sé. Conducía con gestos tranquilos, parecía completamente concentrado en la calzada. Frena, pon punto muerto, cambia de marcha, vuelve a circular.

Y una noche, detenidos ante un semáforo, se volvió y dijo: «Vamos, cuéntame algo de ti.»

No estaba preparada para aquella pregunta, así que balbuceé alguna frase forzada. Para mentir necesitaba tiempo. Entonces cayó la barrera y las palabras salieron con naturalidad. Mi padre había muerto en un accidente de trabajo, poco antes de que yo naciera. Trabajaba en la policía y un camión enloquecido lo había atropellado mientras estaba de servicio en un cruce. Mi madre era profesora de latín. Un día, al volver del instituto, había sufrido un ataque. Así, con poco más de siete años, me había quedado completamente huérfana. Tenía dos tíos, personas buenas y laboriosas, pero eran muy ancianos y no podían tenerme con ellos. Por eso me había criado en un colegio.

De vez en cuando, durante mi relato, él hacía breves comentarios. «¿De verdad?» «¡No me digas!» «¡Qué desgracia!» Al final me preguntó: «¿Cómo te encontrabas en el colegio?»

«Era un lugar precioso», respondí. «Tenía una habitación con baño sólo para mí, que daba a un jardín cuidadísimo. Teníamos pistas de tenis y piscina cubierta. Pero…»

«¿Qué…?»

«Nunca pude creerme aquellas historias.»

«¿Qué historias?»

«Las historias de las monjas. Jesús y todo lo demás. El paraíso y el infierno… Esas cosas que se inventaban para que fuéramos buenas. Me las creí un poco al principio, cuando era niña. En cuanto crecí, me di cuenta de que todo era una estafa.»

El arquitecto se volvió a mirarme.

«Una estafa…», repitió, riendo. «¡Menuda pieza!»

La semana siguiente, mientras esperaba el autobús para ir al instituto, pasó por la parada. Abrió la puerta, diciendo: «¿Subes?»

Creía que me iba a llevar a clase, pero en cuanto subí exclamó alegre: «¡Hoy hacemos novillos! ¡Vamos de excursión!»

Intenté oponerme, faltaba poco para los exámenes, no me apetecía perderme una clase.

Él se apresuró a callarme. «Eres estupenda. ¿Qué va a pasar porque faltes una vez?»

Me llevó a un restaurante a la salida de la ciudad, en las colinas. Era a finales de abril, aún había demasiada humedad para estar al aire libre, así que comimos en una especie de galería. El mantel era de cuadros blancos y rojos, a nuestro alrededor había pocas mesas ocupadas. Pidió vino. Me bebí una copa con el estómago vacío y se me subió enseguida a la cabeza.

Él bebía a sorbos el suyo lentamente mirándome a los ojos y, entonces, con voz más baja de lo acostumbrado, dijo: «¿Sabes que me fascinas? Eres tan joven, pero tienes tantas ideas… Cuéntame ahora algo de ti, como la otra noche.»

«¿Qué?»

«No lo sé. Sobre la estafa, por ejemplo.»

Bebí otra copa y volví a hablar. Empecé desde el principio, del Jesús con el corazón en la mano que no me había protegido ni había protegido a mi madre. Continué con el crucifijo que oía todas las súplicas y no respondía a ninguna. Cuando trajeron los tallarines, le tocaba el turno a don Firmato y a la noche de Navidad.

El arquitecto estaba tan prendido de mis palabras que casi se olvidaba de comer; en cuanto me interrumpí un momento, me apremiaba diciendo: «¿Y entonces?» Así llegué al Ángel de la Guarda y al Padre Nuestro modificados, murmurados cada noche en el silencio de mi habitación. Luego conté, con pelos y señales, lo del rosario en el váter. El hecho de que estuviese todavía viva era la demostración perfecta de mi teorema. El cielo era un espacio vacío.

Parecía arrebatado por mis palabras, de vez en cuando movía la cabeza, o se echaba a reír. «¡No me lo puedo creer! ¿De verdad lo hiciste?» Entonces yo me extendía, añadiendo detalles, complacida.

Antes de que trajeran el dulce, me tocó la mano con delicadeza. «Eres una persona extraordinaria, ¿sabes? Eres tan joven y ya tan libre por dentro… Yo alcancé tu lucidez poco antes de los treinta años. Sólo entonces comprendí que la única vida que vale la pena vivir es aquella en la que no existen límites. Hay que abrir la puerta y eliminar las ataduras, el sentido de culpa. ¿Verdad?»

«¡Sí!», respondí con la voz del profesor que acaba la lección.

Aquella noche, en la cama, volví a experimentar la sensación del calor que surgía de dentro. No había tenido padre durante muchos años. Ahora estaba contenta de haber esperado tanto. No habría podido encontrar uno mejor. El arquitecto, al que ahora llamaba sólo Franco, aprobaba todo lo que yo decía, como yo compartía cada palabra que salía de su boca. Parecíamos de verdad padre e hija.

Antes de dormirme pensé que, en el fondo, incluso la adopción ya casi no parecía una locura. Probablemente, en un lapso de tiempo no demasiado largo, los tíos se irían al infierno y yo sería libre de convertirme en la hija de otro. Era verdad que ellos ya tenían una hija, pero nunca les daría las satisfacciones que yo podría darles. Parecía más bien estúpida. Y además era demasiado caprichosa para hacer algo a derechas.

¿Sabía la señora Giulia que, de cuando en cuando, íbamos a cenar solos? La segunda vez, al volver a casa, me hubiera gustado preguntárselo, pero luego, no sé por qué, la pregunta murió en mis labios. Incluso cuando estaba con ella, nunca conseguí decir: «Sabe, ayer por la noche salí a cenar con su marido.» Tenía relaciones intensas y profundas con los dos, pero de un modo distinto. Por eso intuía que lo adecuado era no mezclarlos.

A primeros de mayo Franco se fue de viaje. Tenía un curso de dos semanas en una universidad extranjera. En aquel período, la señora Giulia casi nunca estaba en casa. Hacia las siete de la tarde llamaba por teléfono con voz divertida diciendo: «Rosa, también esta noche la paso fuera. Dale a Annalisa la pasta de siempre.»

Yo sentía una inquietud completamente nueva. Aún no sabía que el amor no es un lazo de raso que adorna las muñecas, sino una cadena que las hiere.

Acostaba a la niña lo antes posible y luego iba al estudio de Franco a oler sus cosas, las plumas, los lápices, los folios. A partir del olor conseguía reconstruir su cara y el calor de su voz. Luego me sentaba en su sitio, cogía los libros y los abría. No eran libros de arquitectura, sino de filosofía. En algunos, muchas frases estaban subrayadas. Leía y me daba cuenta de que eran las mismas frases que yo también hubiera subrayado.

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