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Sarah Waters: El ocupante

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Sarah Waters El ocupante

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La primera vez que visitó Hundreds Hall, la mansión de la adinerada familia inglesa de los Ayres, el doctor Faraday era apenas un niño. Corría el verano de 1919, apenas terminada la guerra, y su madre trabajaba allí como sirvienta. Aquel día el pequeño Faraday se sintió abrumado por la grandeza y la opulencia de la casa, hasta tal punto que no pudo evitar llevarse a hurtadillas un pequeño recuerdo. Treinta años después, tras el fin de una nueva guerra mundial, el destino lleva a Faraday, convertido ahora en médico rural, de nuevo a Hundreds Hall. Allí sigue viviendo la señora Ayres con sus dos hijos, Caroline y Roderick, pero las cosas han cambiado mucho para la familia, y donde antes había riqueza ahora hay sólo decadencia. La mansión muestra un aspecto deplorable y del mismo modo, gris y meditabundo, parece también el ánimo de sus habitantes. Betty, la joven sirvienta, asegura al doctor Faraday que algo maligno se esconde en la casa, y que quiere marcharse de allí. Con las repetidas visitas del doctor a la casa para curar las heridas de guerra del joven Rod, el propio Faraday será testigo de los extraños sucesos que tienen lugar en la mansión: marcas de quemaduras en paredes y techo, ruidos misteriosos en mitad de la noche o ataques de rabia de Gyp, el perro de la familia. Faraday tratará de imponer su visión científica y racional de los hechos, pero poco a poco la amenaza invisible que habita en la casa se irá cerniendo también sobre él mismo.

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– ¿Sabe? -dijo, levantándose-. Creo que… Quizá esté equivocada.

Fue hasta la mesa, sobre la cual había expuesta una serie de fotos de familia enmarcadas. Cogió una de ellas, la sostuvo en alto con el brazo extendido, la examinó y movió la cabeza.

– Sin las gafas no estoy segura -dijo, dándome la foto-. Pero creo, doctor Faraday, que su madre podría estar ahí.

Era una pequeña foto eduardiana con un marco de carey. Mostraba, con nítido detalle sepia, lo que al cabo de un momento comprendí que era la fachada sur de Hundreds, porque vi la puertaventana de la habitación en la que estábamos sentados, abierta al sol de la tarde del mismo modo que ahora. Reunida en el césped delante de la casa, estaba la familia de entonces, rodeada de un conjunto abarcable de sirvientes -ama de llaves, mayordomo, lacayo, ayudantes de cocina, jardineros-: formaban un grupo informal y casi renuente, como si la idea de la foto se le hubiera ocurrido tardíamente al fotógrafo y alguien hubiera ido a buscarlos a todos, apartándolos de otros quehaceres. La propia familia parecía muy a gusto, la señora de la casa -la anciana Beatrice Ayres, la abuela de Caroline y Roderick- sentada en una tumbona y su marido de pie a su lado, con una mano encima de su hombro y la otra metida relajadamente en el bolsillo de su planchado pantalón blanco. Repantigado con cierta desmaña a sus pies estaba el esbelto joven de quince años que al crecer se había convertido en el coronel; se parecía mucho a Roderick tal como era ahora. Sentados junto a él en una alfombra de tartán, estaban sus hermanas y hermanos pequeños.

Miré más atentamente a este grupo. La mayoría eran niños más mayores, pero el más pequeño, un bebé aún, estaba en los bazos de una niñera rubia. La cámara ya había disparado cuando el niño estaba tratando de liberarse, y la niñera entonces había ladeado la cabeza para evitar sus posibles codazos. Su mirada, en consecuencia, no enfocaba a la cámara y sus facciones se veían borrosas.

Caroline había abandonado su lugar en el sofá y había venido a examinar la foto conmigo. De pie a mi lado, encorvada, retirando hacia arriba un mechón de pelo castaño seco, dijo en voz baja:

– ¿Es su madre, doctor Faraday?

– Es posible -dije-. Pero también… -Justo detrás de la chica de aspecto torpe, ahora vi que había otra sirvienta, también de pelo rubio y con un vestido y una cofia idénticos. Me reí, azorado-. Podría ser esta otra. No estoy seguro.

– ¿Su madre vive todavía? Quizá pudiera enseñarle la foto.

Moví la cabeza.

– Mis padres han muerto. Mi madre murió cuando yo aún estaba en el colegio. Mi padre sufrió un ataque cardiaco pocos años después.

– Oh, lo siento.

– Bueno, hace ya tanto…

– Espero que su madre estuviera contenta aquí -dijo la señora Ayres, cuando Caroline volvió al sofá-. ¿Usted qué cree? ¿Alguna vez habló de la casa?

No respondí durante un segundo, recordando algunas de las historias de mi madre sobre su época en el Hall: que, por ejemplo, tenía que permanecer cada mañana con las manos extendidas mientras el ama de llaves le examinaba las uñas; que Beatrice Ayres entraba de vez en cuando sin anunciarse en los dormitorios de las criadas, sacaba sus cajas y repasaba sus pertenencias una por una… Finalmente dije:

– Creo que mi madre hizo buenas amigas aquí con las otras chicas.

La señora Ayres pareció complacida; quizá aliviada.

– Me alegra saberlo. Aquello era un mundo distinto para los sirvientes, por supuesto. Tenían sus propios pasatiempos, sus propios escándalos y diversiones. Su propia cena de Navidad.

Esto suscitó más recuerdos. No aparté los ojos de la foto, ligeramente desconcertado, lo confieso, por la fuerza de mis propios sentimientos, pues aunque había hablado a la ligera, la inesperada aparición de la cara de mi madre -si era su cara- me había conmovido más de lo que habría pensado. Al final dejé la foto en la mesa que había al lado de mi butaca. Hablamos de la casa y sus jardines, de los tiempos más espléndidos que habían visto.

Pero seguí mirando la fotografía mientras hablábamos, y mi distracción debió de ser evidente. Habíamos acabado el té. Dejé transcurrir unos minutos, después miré al reloj y dije que tenía que irme. Cuando ya me levantaba, la señora Ayres dijo amablemente:

– Llévese la foto, doctor Faraday. Me gustaría que la conservara.

– ¿Llevármela? -dije, sobresaltado-. Oh, no, no podría.

– Sí, llévesela. Llévesela como está, con marco y todo.

– Sí, quédesela -dijo Caroline, mientras yo seguía protestando-. No olvide que yo haré las tareas de casa mientras Betty se repone. Agradeceré muchísimo que haya una cosa menos que limpiar.

Así que les di las gracias, sonrojado y casi tartamudeando.

– Es muy amable por su parte. Es…, la verdad, excesivo.

Me dieron un pedazo de papel de estraza con el que envolver la foto y la guardé a buen recaudo en mi maletín. Me despedí de la señora Ayres y palmeé la cabeza caliente y oscura del perro. Caroline, que ya se había puesto de pie, se dispuso a acompañarme hasta el coche. Pero Roderick se adelantó, diciendo:

– No te preocupes, Caro. Yo le acompaño.

Se levantó con esfuerzo del sofá, haciendo muecas de dolor. Su hermana le observaba, inquieta, pero él estaba resuelto a acompañarme. Al fin cedió y me tendió su mano bien formada y mal cuidada para que se la estrechara.

– Adiós, doctor Faraday. Estoy muy contenta de que hayamos encontrado esa foto. Piense en nosotros cuando la mire, ¿lo hará?

– Sí -dije.

Salí de la habitación detrás de Roderick y parpadeé ligeramente al zambullirme de nuevo en la sombra. Me condujo hacia la derecha y pasamos por delante de más puertas cerradas, pero enseguida el pasillo se iluminó y ensanchó, y salimos a lo que supuse que era el vestíbulo de la casa.

Y allí tuve que detenerme y mirar alrededor, porque el vestíbulo era muy bello. El suelo era de mármol rosa y morado, dispuesto como un tablero de ajedrez. Las paredes eran lienzos de madera clara, rojizas porque reflejaban el color del pavimento. Lo dominaba todo, sin embargo, la escalera de caoba, que ascendía con una elegante espiral suave y cuadrada a través de otras dos plantas, y su barandilla barnizada, rematada por una cabeza de serpiente, formaba una sola línea ininterrumpida. El hueco de la escalera medía cuatro metros y medio de ancho y fácilmente dieciocho de alto; y una cúpula de cristal lechoso lo bañaba en una luz fresca y afable desde el techo.

– Un bonito efecto, ¿no? -dijo Roderick, al ver que yo miraba hacia arriba-. La cúpula era una maldición, desde luego, durante los apagones.

Tiró de la amplia puerta principal. Se había humedecido en algún momento del pasado y estaba levemente alabeada, y al desplazarse sobre el mármol produjo un chirrido horrible. Me reuní con él en lo alto de los escalones y el calor del día se dilataba a nuestro alrededor.

Roderick hizo una mueca.

– Todavía es abrasador, me temo. No le envidio el trayecto de vuelta a Lidcote… ¿Qué coche tiene? ¿Un Ruby? ¿Dónde lo ha comprado?

El coche era un modelo muy básico y no tenía gran cosa que admirar. Pero era claramente uno de esos chicos que se interesaban por los automóviles, y le llevé hasta el Ruby para indicarle algunas características, y al final abrí el capó para enseñarle el diseño del motor.

– Estas carreteras rurales lo maltratan bastante -dije, al cerrar el capó.

– Me figuro. ¿Cuánto recorrido hace más o menos cada día?

– ¿Un día tranquilo? Quince, veinte visitas. Un día ajetreado puedo usarlo más de treinta veces. Son visitas locales, la mayoría, aunque tengo un par de pacientes privados que viven en Banbury.

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