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Sarah Waters: El ocupante

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Sarah Waters El ocupante

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La primera vez que visitó Hundreds Hall, la mansión de la adinerada familia inglesa de los Ayres, el doctor Faraday era apenas un niño. Corría el verano de 1919, apenas terminada la guerra, y su madre trabajaba allí como sirvienta. Aquel día el pequeño Faraday se sintió abrumado por la grandeza y la opulencia de la casa, hasta tal punto que no pudo evitar llevarse a hurtadillas un pequeño recuerdo. Treinta años después, tras el fin de una nueva guerra mundial, el destino lleva a Faraday, convertido ahora en médico rural, de nuevo a Hundreds Hall. Allí sigue viviendo la señora Ayres con sus dos hijos, Caroline y Roderick, pero las cosas han cambiado mucho para la familia, y donde antes había riqueza ahora hay sólo decadencia. La mansión muestra un aspecto deplorable y del mismo modo, gris y meditabundo, parece también el ánimo de sus habitantes. Betty, la joven sirvienta, asegura al doctor Faraday que algo maligno se esconde en la casa, y que quiere marcharse de allí. Con las repetidas visitas del doctor a la casa para curar las heridas de guerra del joven Rod, el propio Faraday será testigo de los extraños sucesos que tienen lugar en la mansión: marcas de quemaduras en paredes y techo, ruidos misteriosos en mitad de la noche o ataques de rabia de Gyp, el perro de la familia. Faraday tratará de imponer su visión científica y racional de los hechos, pero poco a poco la amenaza invisible que habita en la casa se irá cerniendo también sobre él mismo.

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Debió de ver la dirección de mi mirada. Se movió como cohibida, apartándose de mí, hizo una bola con el trapo y lo lanzó diestramente a la cocina de forma que aterrizara en la mesa junto a la bandeja embarrada.

– Le acompañaré arriba -dijo, con aire de poner fin a mi visita. Y subimos en silencio los escalones de piedra, seguidos por el perro, que se nos metía entre las piernas y suspiraba y gruñía mientras subía.

Pero en la vuelta de la escalera, donde la puerta de servicio daba a la terraza, encontramos a Roderick, que entraba en ese momento.

– Madre te está buscando, Caroline -dijo-. Quiere saber qué pasa con el té. -Me saludó con un gesto-. Hola, Faraday. ¿Ha hecho un diagnóstico?

Aquel «Faraday» me crispó un poco, ya que él tenía veinticuatro años y yo casi cuarenta, pero antes de que pudiera contestar, Caroline se había acercado a él y le había cogido del brazo.

– ¡El doctor Faraday cree que somos un poco brutos! -dijo, con un pequeño parpadeo-. Cree que hemos obligado a Betty a subir por la chimenea y cosas así.

Él sonrió débilmente.

– Es una idea, ¿no?

– Betty está bien -dije-. Una ligera gastritis.

– ¿Nada contagioso?

– Desde luego que no.

– Pero tenemos que llevarle el desayuno a la cama -prosiguió Caroline- y mimarla en general, durante días y días. ¿No es una suerte que sepa arreglármelas en la cocina? Y a propósito… -Ahora me miró como es debido-. No huya de nosotros, doctor. A menos que tenga que irse. Quédese a tomar el té, ¿quiere?

– Sí, quédese -dijo Roderick.

Su tono era tan lánguido como siempre, pero el de ella parecía bastante sincero. Creo que quería resarcirme de nuestra discrepancia sobre Betty. Y en parte porque yo también quería congraciarme con ella -pero sobre todo, debo confesar, porque me di cuenta de que si me quedaba para el té vería más de la casa-, dije que aceptaba. Se hicieron a un lado para dejarme pasar. Subí los últimos peldaños y salí a un vestíbulo desangelado, y vi el mismo arco con una cortina de paño a la que me había llevado la amable sirvienta en 1919. Roderick subió despacio la escalera, mientras su hermana le tenía aún agarrado del brazo, pero al llegar arriba se separó de él y corrió la cortina como sin darle importancia.

Los pasillos desde allí estaban en penumbra y parecían anormalmente desnudos, pero aparte de esto eran como yo los recordaba, y la casa se extendía en forma de abanico: el techo se elevaba, el suelo de baldosa se convertía en mármol, seda y estuco reemplazaban a las desnudas paredes del servicio. Busqué inmediatamente con los ojos el borde decorativo del que había arrancado aquella bellota; después me acostumbré a la oscuridad y vi consternado que una horda de vándalos escolares debían de haber manipulado el yeso desde el ataque que yo le infligí, porque se habían desprendido pedazos enteros, y lo que quedaba estaba agrietado y descolorido. El resto de la pared no estaba en mejor estado. Había varios cuadros y espejos hermosos, pero también cuadrados más oscuros y rectángulos donde evidentemente en otro tiempo había habido pinturas. Un lienzo de muaré estaba desgarrado, y alguien lo había remendado y zurcido como un calcetín.

Me volví hacia Caroline y Roderick, esperando verles avergonzados o que me expresaran incluso alguna disculpa, pero pasaron de largo por el destrozo como si no les molestara en absoluto. Habíamos tomado el pasillo de la derecha, un trecho totalmente interior, iluminado sólo por la luz de las habitaciones situadas en uno de los lados; y como la mayoría de las puertas estaban cerradas, incluso en aquel día soleado había charcos de sombra muy profundos. Cuando el labrador negro los iba cruzando, daba la impresión de que aparecía y desaparecía. El pasillo giraba noventa grados -a la izquierda, esta vez- y allí por fin se veía una puerta completamente abierta por donde se colaba una cuña borrosa de luz. Daba acceso a la habitación, me dijo Caroline, donde la familia pasaba la mayor parte del tiempo, y que durante muchos años se había llamado «la salita».

El diminutivo, por supuesto, como yo ya me había percatado, era algo relativo en Hundreds Hall. La habitación medía unos nueve metros de largo por unos seis de ancho, y la decoración era un tanto febril, con más molduras de adorno en el techo y las paredes, y una imponente chimenea de mármol. Al igual que en el pasillo, sin embargo, gran parte de los adornos estaban desconchados o agrietados, o habían desaparecido por completo. Las tablas del suelo, abombadas y crujientes, estaban cubiertas por alfombras raídas que se encabalgaban. Mantas de tartán ocultaban a medias un sofá combado. Cerca del hogar había dos desvencijados sillones de orejas de terciopelo, y en el suelo, junto a ellos, había un historiado orinal Victoriano, lleno de agua para el perro.

Y, no obstante, de algún modo sobresalía el encanto intrínseco de la habitación, como los huesos hermosos por detrás de una cara devastada. Todo era aroma de flores de verano: guisantes de olor, alhelíes y resedas. La luz tenue y de tonalidad suave parecía encerrada, literalmente abrazada y contenida por las paredes y el techo claros.

Una puertaventana abierta daba a otro tramo de escalera de piedra que bajaba a la terraza y el césped de aquel lado de la casa, la fachada sur. De pie en la cima de estos escalones, sacudiéndose unas sandalias de calle y enfundándose unos zapatos en los pies con calcetines, estaba la señora Ayres. Un sombrero de ala ancha le cubría la cabeza, con un ligero pañuelo de seda encima, bien atado debajo de la barbilla, y cuando sus hijos la vieron, se rieron.

– Madre, pareces salida de los primeros tiempos del automovilismo -dijo Roderick.

– Sí -dijo Caroline-, ¡o una apicultura! Ojalá lo fueras; ¿no estaría riquísima la miel? Este es el señor Faraday… El socio del doctor Graham, de Lidcote. Ya ha terminado con Betty y le he dicho que se quede a tomar el té.

La señora Ayres se adelantó, quitándose el sombrero, dejó que el pañuelo le cayera suelto encima de los hombros, y extendió la mano.

– Encantada, doctor Faraday. Muchísimo gusto en que por fin nos presenten como es debido. He estado trabajando en el jardín… o, al menos, haciendo como que trabajaba en esta selva… Así que espero que disculpe mi aspecto dominguero. ¿Y no es extraño? -Alzó el revés de la mano para apartarse un mechón de la frente-. Cuando era niña, los domingos significaban que una se ponía de punta en blanco. Tenías que estar sentada en un sofá con guantes de encaje blancos y apenas te atrevías a respirar. Ahora los domingos significan trabajar como un basurero, y vestirse igual, también.

Sonrió, y los altos pómulos se le alzaron aún más en su cara con forma de corazón, dando un sesgo malicioso a sus bonitos ojos oscuros. Habría sido difícil imaginar una figura menos parecida a un basurero, pensé, porque parecía perfectamente arreglada, con un vestido de lino gastado y el pelo largo recogido con horquillas que mostraba la elegante línea de su cuello. Había sobrepasado holgadamente los cincuenta, pero conservaba una buena silueta y tenía el pelo casi tan moreno como debía de tenerlo el día en que me entregó la medalla del Día del Imperio, cuando era más joven que su hija ahora. Algo en ella -quizá el pañuelo, o lo bien que le sentaba el vestido, o el movimiento de las caderas dentro de él-, algo, en cualquier caso, parecía prestarle un aire afrancesado, ligeramente disonante con el trigueño aire inglés de sus hijos. Me señaló con un gesto uno de los sillones junto a la chimenea y se sentó en el de enfrente; al sentarse me fijé en los zapatos que acababa de ponerse. Eran de charol oscuro, con una tira color crema, de tan buena factura que sólo podían ser de antes de la guerra y, como otros calzados de mujer bien hechos, de una confección absurdamente exagerada para la visión de un hombre -como pequeños chismes ingeniosos sin sentido- y que distraían levemente.

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