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Sarah Waters: El ocupante

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Sarah Waters El ocupante

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La primera vez que visitó Hundreds Hall, la mansión de la adinerada familia inglesa de los Ayres, el doctor Faraday era apenas un niño. Corría el verano de 1919, apenas terminada la guerra, y su madre trabajaba allí como sirvienta. Aquel día el pequeño Faraday se sintió abrumado por la grandeza y la opulencia de la casa, hasta tal punto que no pudo evitar llevarse a hurtadillas un pequeño recuerdo. Treinta años después, tras el fin de una nueva guerra mundial, el destino lleva a Faraday, convertido ahora en médico rural, de nuevo a Hundreds Hall. Allí sigue viviendo la señora Ayres con sus dos hijos, Caroline y Roderick, pero las cosas han cambiado mucho para la familia, y donde antes había riqueza ahora hay sólo decadencia. La mansión muestra un aspecto deplorable y del mismo modo, gris y meditabundo, parece también el ánimo de sus habitantes. Betty, la joven sirvienta, asegura al doctor Faraday que algo maligno se esconde en la casa, y que quiere marcharse de allí. Con las repetidas visitas del doctor a la casa para curar las heridas de guerra del joven Rod, el propio Faraday será testigo de los extraños sucesos que tienen lugar en la mansión: marcas de quemaduras en paredes y techo, ruidos misteriosos en mitad de la noche o ataques de rabia de Gyp, el perro de la familia. Faraday tratará de imponer su visión científica y racional de los hechos, pero poco a poco la amenaza invisible que habita en la casa se irá cerniendo también sobre él mismo.

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Ella no respondió. Así que la apremié. ¿Echaba en falta a sus padres…? La idea le arrancó una mueca. ¿Echaba en falta a algún novio? Puso una mueca aún peor.

Cogí mi maletín.

– Bueno, no puedo ayudarte si no me lo dices.

Y al ver que me levantaba para irme, dijo por fin:

– ¡Es sólo… esta casa!

– ¿Esta casa? Bueno, ¿qué le pasa?

– ¡Oh, doctor, no es una casa nada normal! ¡Es grandísima! Tienes que caminar más de un kilómetro para llegar a cualquier sitio, y hay tanto silencio que te pone los pelos de punta. Está bien de día, cuando estoy trabajando y está aquí la señora Bazeley. Pero de noche estoy sola. ¡No se oye nada! Tengo sueños horribles… Y no sería tan malo si no me hicieran subir esa escalera vieja de detrás. Con todas esas esquinas, no sabes lo que hay a la vuelta. ¡A veces creo que voy a morirme de miedo!

– ¿Morirte de miedo? -dije-. ¿En esta casa preciosa? Tienes suerte de vivir aquí. Míralo así.

– ¡Suerte! -dijo ella, incrédula-. Todas mis amigas dicen que estoy loca por venir aquí a servir. ¡En casa se ríen de mí! Nunca veo a nadie. Nunca salgo. Todos mis primos trabajan en fábricas. Y yo también habría podido… ¡pero mi padre no me deja! No le gusta. Dice que en las fábricas las chicas se vuelven salvajes. Dice que tengo que quedarme un año aquí y aprender tareas de casa y buenos modales. ¡Un año! Me moriré de pánico, seguro. O eso, o me muero de vergüenza. ¡Tendría que ver usted el vestido y la cofia viejos y espantosos que me ponen! ¡Oh, doctor, no es justo!

Había hecho una bola con el pañuelo y, mientras hablaba, lo tiró al suelo.

Me agaché para recogerlo.

– Madre mía, qué rabieta… Un año pasa enseguida, ¿sabes? Cuando seas más mayor, te parecerá que no era nada.

– ¡Pero ahora no soy mayor!

– ¿Cuántos años tienes?

– Catorce. ¡Pero aquí metida podría tener noventa!

Me reí.

– Vamos, no seas tonta. A ver, ¿qué hacemos ahora? Supongo que debería cobrar de algún modo. ¿Quieres que les diga algo a los Ayres? Seguro que no quieren que estés descontenta.

– Oh, ellos sólo quieren hacerme trabajar.

– Bueno, ¿qué tal si les dijera unas palabras a tus padres?

– ¡No me haga reír! Mi madre se pasa la mitad del tiempo con sus comadres; le da igual dónde estoy. Mi padre es un inútil. Lo único que hace es gritar como un loco. Se pasa todo el día gritando y peleando. Luego se da media vuelta y se lleva a mi madre, ¡siempre! Me ha puesto a servir sólo para que no me vuelva como ella.

– Bueno, ¿por qué demonios quieres volver a casa? Parece que estás mucho mejor aquí.

– No quiero volver a casa -dijo- Yo sólo…, ¡oh, sólo estoy harta !

La cara se le había ensombrecido de pura frustración. Ahora parecía menos una niña y más un animal joven, ligeramente peligroso. Pero me vio observarla y el asomo de mal genio empezó a borrarse. Volvió a compadecerse, suspirando como una desdichada y cerrando los ojos hinchados. Guardamos un momento de silencio y yo paseé la mirada por aquel cuarto triste, casi subterráneo. El silencio era tan puro que parecía presurizado: al menos en esto, ella tenía razón. El aire era fresco, pero curiosamente lastrado; de algún modo eras consciente de la mansión de arriba; consciente incluso del reptante caos de ortigas y maleza que se extendía fuera.

Pensé en mi madre. Era probablemente más joven que Betty la primera vez que vino a Hundreds Hall. Me levanté.

– Bueno, querida, me temo que tenemos que apechugar de vez en cuando con cosas que no nos gustan. Eso se llama la vida, y no tiene cura. Pero ¿qué me dices a esto? Te quedas en la cama todo el día y lo consideramos un día festivo. No le diré a la señorita Ayres que has estado fingiendo, y te mandaré un preparado para el estómago; puedes mirar el frasco y recordar lo cerca que has estado de perder el apéndice. Pero le preguntaré a la señorita Ayres si hay alguna manera de que las cosas te resulten aquí un poco más alegres. Y entretanto dale otra oportunidad a la casa. ¿Qué me dices?

Me miró un segundo con sus superficiales ojos grises. Dijo, con un susurro lastimero:

– Gracias, doctor.

Cuando la dejé, se dio media vuelta en la cama, mostrando la nuca blanca y las pequeñas paletas afiladas de sus hombros estrechos.

El corredor estaba vacío cuando salí pero, igual que antes, al sonido de la puerta cerrándose el perro empezó a ladrar; hubo un revuelo de patas y pezuñas y salió disparado de la cocina. Pero esta vez no salió tan alocado y su agitación se calmó enseguida, hasta que se dejó, feliz, dar unas palmadas y tirar de las orejas. Caroline apareció en la puerta de la cocina, secándose las manos con un trapo que manipulaba con energía entre los dedos, como lo haría un ama de casa. Advertí que en la pared detrás de ella todavía estaba aquella caja de timbres y cables: la imperiosa maquinita concebida para llamar a la servidumbre al reino más grandioso de arriba.

– ¿Cómo está? -preguntó, cuando el perro y yo nos dirigimos hacia ella.

– Un ligero trastorno gástrico, eso es todo -dije, sin vacilación-. Nada serio, pero ha hecho muy bien en llamarme. Ningún cuidado es poco en estos casos de estómago, sobre todo en este clima. Le mandaré una receta, y déjela descansar uno o dos días… Pero hay otra cosa. -Ya había llegado a su lado y bajé la voz-. Tengo la impresión de que echa en falta su casa. ¿No lo ha notado?

Ella frunció el ceño.

– Hasta ahora parecía estar muy bien. Necesitará tiempo para habituarse, me figuro.

– Y duerme aquí abajo sola, ¿no? Debe de parecerle un lugar solitario. Ha dicho algo de una escalera que le da escalofríos…

Se le iluminó la cara, puso una expresión casi divertida.

– Ah, ése es el problema, claro. Pensé que no le afectaban estas tonterías. Cuando vino parecía una chica sensata. Pero nunca se sabe con las chicas de pueblo: o son duras como clavos y les retuercen el pescuezo a las gallinas y demás, o les dan ataques, como a Guster. Me imagino que ha visto demasiadas películas desagradables. Hundreds es silencioso, pero no hay nada de raro.

– Usted ha vivido aquí toda la vida, por supuesto -dije, al cabo de un segundo-. ¿No encontraría un modo de calmarla?

Ella se cruzó de brazos.

– ¿Quizá empezar a leerle cuentos a la hora de acostarse?

– Es casi una niña, señorita Ayres.

– ¡Pues no la tratamos mal, si es lo que está pensando! Le pagamos más de lo que podemos. Come lo mismo que nosotros. La verdad es que en muchos aspectos está mejor que nosotros.

– Sí -respondí-, su hermano ha dicho algo parecido.

Lo dije con frialdad y ella se sonrojó, sin que el rubor le favoreciera mucho, al subirle hasta la garganta y esparcirse a retazos por sus mejillas de apariencia seca. Miró a otra parte, como si se esforzara en no perder la paciencia. Sin embargo, cuando volvió a hablar se le había suavizado el tono.

– Si quiere que le diga la verdad, haríamos lo que fuera para que Betty estuviera contenta -dijo-. Lo cierto es que no podemos perderla. Nuestra asistenta diaria hace lo que puede, pero esta casa necesita más de una criada y en los últimos años ha sido casi imposible encontrar chicas, estando tan lejos de las líneas de autobuses y esas cosas. La última sirvienta se quedó tres días. Eso fue en enero. Hasta que llegó Betty, casi todo el trabajo lo hacía yo misma… Pero me alegro de que esté bien. De verdad.

El rubor se estaba retirando de sus mejillas, pero las facciones se le habían hundido un poco y parecía cansada. Miré por encima de su hombro la mesa de la cocina y vi la pila de verduras ya lavadas y peladas. Después le miré las manos y me fijé por primera vez en lo estropeadas que estaban, con las uñas cortas partidas y los nudillos enrojecidos. Me pareció una lástima, porque pensé que eran manos bastante bonitas.

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