Lo cierto es que a menudo me veía obligado a realizar este tipo de pequeña operación, bien en mi consulta o en casa de mis pacientes. Un día, siendo todavía un veinteañero, me llamaron desde una granja para que visitara a un joven con una pierna terriblemente destrozada por una trilladora: tuve que amputar la pierna a la altura de la rodilla en la mesa de la cocina, una mesa igual que aquélla. La familia me invitó a cenar con ellos unos días más tarde, y nos sentamos a la misma mesa, entonces lavada de manchas: el joven estaba sentado con nosotros, pálido, pero comiendo alegremente su empanada y bromeando sobre el dinero que se había ahorrado en cuero para las botas. Pero eran gente de campo, habituada a las penalidades; a los Baker-Hyde tuvo que resultarles espantoso verme empapar la aguja y el hilo en ácido fénico y restregarme los nudillos y las uñas con un cepillo vegetal. Creo que la propia cocina les alarmó, con sus romos accesorios Victorianos, sus baldosas, su monstruosa cocina económica. Y, después del salón resplandeciente, la habitación parecía horriblemente oscura. Tuve que pedir a Baker-Hyde que trajera de la despensa una lámpara de aceite y la pusiera cerca de la cara de su hija para alumbrarme mientras la cosía.
Si la niña hubiera sido mayor me habría bastado un aerosol de cloruro etílico para helar la herida. Pero tenía miedo de sus contorsiones y, tras haberla lavado con agua y yodo, le administré un anestésico general que la sumió en un sueño ligero. Aun así, sabía que la operación le dolería. Dije a su madre que se reuniera arriba en el salón con los demás invitados y, como yo había previsto, la pobre niña emitió un débil lloriqueo durante todo el tiempo que estuve trabajando, y lágrimas incesantes se le saltaban de los ojos. Era una bendición que no hubiese arterias cortadas, pero la carne desgarrada hacía la tarea más peliaguda de lo que habría querido; mi principal preocupación era minimizar las cicatrices que quedarían, porque sabía que serían grandes aun después de la operación más minuciosa. El padre de la niña, sentado a la mesa, la agarraba fuertemente del brazo y hacía una mueca de dolor cada vez que yo insertaba la aguja, pero me observaba trabajar como si temiera apartar los ojos, como si aguardase un desliz mío para remediarlo. Minutos después de haber yo comenzado, apareció su cuñado, con la cara colorada por su discusión con Caroline. «Esta puñetera gente -dijo-. ¡Esa chica es una demente!» Entonces vio lo que yo estaba haciendo y el color se le esfumó de las mejillas. Encendió un cigarrillo y se sentó a fumarlo a cierta distancia de la mesa. Poco después -fue lo único sensato que hizo en toda la noche- pidió a Betty que preparara una tetera y distribuyese tazas.
Los demás seguían arriba, tratando de consolar a la madre de la niña. La señora Ayres bajó una vez a la cocina para preguntar cómo iban las cosas: se quedó un minuto y me observó trabajar, inquieta por la pequeña y claramente turbada por la visión de la sutura. Me fijé en que Peter Baker-Hyde evitó volver la cabeza hacia ella.
La tarea me llevó casi una hora, y cuando hube acabado y mientras la niña aún seguía atontada, le dije a su padre que se la llevara a casa. Tenía pensado seguirles en mi coche, pasar a recoger un par de cosas en mi consulta y reunirme con ellos en Standish en el momento en que la acostaran. No había mencionado a los padres la posibilidad, porque era muy pequeña, pero existía el riesgo de tener que prevenir una infección de la sangre o septicemia.
Mandaron a Betty a avisar a la madre y Baker-Hyde y Morley subieron la escalera con Gillian en brazos y la sacaron al coche. Ella estaba más sensible ahora, y cuando la depositaron en el asiento trasero empezó a llorar muy lastimeramente. Yo le había puesto tiras de gasa en la cara, pero más para proteger a los padres que a ella, porque los puntos y el yodo daban a la herida un aspecto monstruoso.
Cuando volví al salón reluciente para despedirme, encontré allí a todo el mundo, sentados o de pie en silencio, como aturdidos; como después de un ataque aéreo. Todavía había sangre en la alfombra y el sofá, pero alguien había pasado un trapo con agua y había dejado extensas manchas rosas.
– Qué desgracia -dijo el señor Rossiter.
Helen Desmond había estado llorando.
– Esa pobre, pobre niña -dijo. Bajó la voz-: Quedará desfigurada, ¿no? ¿Qué puede haber pasado? Gyp no muerde, ¿verdad?
– ¡Por supuesto que no! -dijo Caroline, con su nueva voz, artificial y tensa.
Estaba sentada aparte de los demás, con Gyp a su lado; el perro temblaba visiblemente y ella le acariciaba la cabeza. Pero también a ella le temblaban las manos. El colorete de las mejillas y la boca se le había vuelto lívido, y la peineta de estrás colgaba torcida de su cabeza. Bill Desmond dijo:
– Supongo que le habrá asustado algo. Debe de haber creído que ha visto o ha oído algo. ¿Alguno de nosotros ha gritado o hecho algún movimiento? He estado devanándome los sesos.
– No hemos sido nosotros -dijo Caroline-. La niña ha debido de estar molestándole. No me extrañaría…
Guardó silencio cuando Peter Baker-Hyde apareció a mi espalda en el pasillo. Tenía puestos el abrigo y el sombrero, y una veta púrpura le marcaba la frente. Dijo, en voz baja:
– Estamos listos, doctor.
No miró a los otros. No sé si vio a Gyp. La señora Ayres avanzó unos pasos.
– Nos dirá mañana cómo está la niña, espero…
Él se estaba poniendo bruscamente los guantes de conducir, todavía sin mirarla.
– Sí, si usted quiere.
Ella dio otro paso y dijo, con una suavidad sincera:
– Estoy desolada por lo que ha ocurrido, señor Baker-Hyde…, y en mi casa.
Pero él se limitó a lanzarle una mirada rápida. Y lo que dijo fue:
– Sí, señora Ayres. Yo también.
Le seguí a la oscuridad de afuera y arranqué el coche. El encendido giró varias veces antes de arrancar, porque había llovido durante horas enteras y el motor estaba húmedo: entonces no lo sabíamos, pero aquella noche cambiaba la estación y comenzaba el sombrío invierno. Arrancado el coche, me quedé esperando a que Peter Baker-Hyde me adelantara. Recorrió con una lentitud angustiosa el camino cubierto de malezas y de baches hasta el muro del parque, pero en cuanto su cuñado se apeó de un salto para abrir la verja y cerrarla tras nosotros, pisó el pedal a fondo y me vi obligado a acelerar también, escudriñando el camino a través del arco que trazaban los limpiaparabrisas y fijando la mirada en las intensas luces rojas traseras de su coche de lujo hasta que pareció que flotaban sobre la oscuridad de las carreteras serpenteantes de Warwickshire.
Me despedí de los Baker-Hyde alrededor de la una, después de haberles prometido que volvería al día siguiente. Por la mañana abro mi consulta desde las nueve hasta después de las diez, así que eran casi las once cuando entré de nuevo en el patio de Standish, y lo primero que vi allí fue un embarrado Packard granate que reconocí enseguida como el del doctor Seeley, mi rival en el condado. Consideré perfectamente lícito que los Baker-Hyde le hubieran llamado: al fin y al cabo, era su médico. Pero para los facultativos afectados es siempre violento que un paciente tome una decisión así sin haberles informado. Una especie de mayordomo o secretario me introdujo en la casa y me encontré con Seeley justo cuando salía del dormitorio de la niña. Era un hombre alto y fornido, y tenía un aspecto más corpulento que nunca en la estrecha escalera del siglo XVI. Era evidente que para él resultaba igual de embarazoso encontrarme allí, con mi maletín de médico en la mano, del mismo modo que yo le veía con el suyo.
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