Fue lo único que se me ocurrió hacer. Sentía que mi mente, sobria, iba a estallar. La simple pérdida de Caroline ya era bastante dura, pero su pérdida entrañaba muchas más. Todo lo que había planeado y en lo que había depositado mis esperanzas, lo veía…, ¡lo veía disiparse! Era como un hombre sediento que persigue un espejismo de agua…, que extiende las manos hacia la visión y ve cómo se transforma en polvo. Y además estaba la puñalada y la humillación de haber creído que aquello era mío. Pensé en las personas a las que habría de decírselo: Seeley, Graham, los Desmond, los Rossiter; a todo el mundo. Vi sus caras de comprensión o de lástima, e imaginé que a mis espaldas se convertían en satisfacción y escándalo… No soportaba la idea. Me levanté y empecé a deambular del mismo modo que había visto a pacientes muy enfermos caminar de un lado a otro para aliviar el dolor. Bebía mientras andaba, entregado al alcohol, tomando directamente de la botella el jerez que se me derramaba por la barbilla. Y cuando apuré la botella subí al piso de arriba y empecé a buscar otra revolviendo en los armarios de la sala. Encontré una petaca de brandy, y un licor de endrina polvoriento y un pequeño barril precintado de licor polaco de antes de la guerra que un día había ganado en una rifa de beneficencia y nunca había tenido el valor de probar. Lo mezclé todo en un mejunje nauseabundo y me lo tragué, tosiendo y barboteando. Habría sido mejor tomar un tranquilizante; supongo que buscaba la miseria de la borrachera. Recuerdo que me tumbé en la cama en mangas de camisa, sin dejar de beber, hasta que me dormí o perdí el conocimiento. Recuerdo que desperté en la oscuridad, horas después, y que vomité violentamente. Después volví a dormirme y cuando desperté estaba tiritando; de noche había refrescado. Me metí a gatas debajo de las mantas, enfermo y avergonzado. Y no volví a conciliar el sueño. Vi iluminarse la ventana, y mis pensamientos, como agua helada, se tornaron brutalmente ciatos. Me dije: «La has perdido, por supuesto. ¿Cómo pudiste pensar que la tenías? ¡Mírate! ¡Mira en qué estado te ves! No la mereces».
Pero gracias a uno de esos instintos de autoprotección, después de haberme levantado y lavado y preparado una cafetera, en medio de mi mareo empecé a despejarme un poco. Hacía buen tiempo, templado y primaveral, igual que la víspera, y de pronto me pareció imposible que entre el amanecer de un día y el amanecer de otro las cosas hubieran podido experimentar un cambio tan desastroso. Repasé mentalmente la escena con Caroline, y ahora que había remitido el primer escozor de sus palabras y de su actitud empecé a asombrarme de que la hubiera tomado tan en serio. Me recordé a mí mismo que ella estaba exhausta, deprimida, todavía conmocionada por la muerte de su madre y por todos los sucesos oscuros que habían conducido a ella. Llevaba semanas comportándose de un modo imprevisible, sucumbiendo a una idea estrafalaria tras otra, y cada vez yo había conseguido convencerla de que se comportara con sensatez. ¿Aquello no habría sido tan sólo un último arrebato de locura, la culminación de tanta inquietud y estrés? ¿No podría hacerla entrar en razón de nuevo? Empecé a persuadirme de que sí. Empecé a pensar que, de hecho, ella quizá lo anhelaba. Quizá ella había estado poniendo a prueba casi mis reacciones, pidiéndome algo que hasta entonces yo no le había dado.
Esta idea me animó y disipó gran parte de mi resaca. Al llegar mi ama de llaves, la tranquilizó verme tan repuesto; dijo que había estado preocupada por mí toda la noche. Al comenzar mis consultas matutinas, atendí con un empeño adicional las dolencias de mis pacientes, deseoso de compensar mi vergonzoso desliz de la víspera. Telefoneé a David Graham para comunicarle que mi acceso de malestar había pasado. Aliviado, me transmitió una lista de pacientes y dediqué el resto de la mañana a hacer llamadas diligentemente.
Y después volví a Hundreds. Entré otra vez por la puerta del jardín y fui derecho a la salita. La casa estaba exactamente igual que en mi última visita y en todas las que la habían precedido, y esto infundió confianza a cada paso que daba. Cuando encontré a Caroline sentada ante el escritorio, repasando un montón de documentos, esperaba a medias que se levantara para recibirme con una sonrisa algo tímida. Di unos pasos hacia ella y empecé a levantar los brazos. Entonces vi en su cara una inconfundible expresión desolada. Enroscó el capuchón de la estilográfica y se puso en pie lentamente.
Bajé los brazos y dije:
– Caroline, qué tontería es todo esto. He pasado una noche triste, tristísima. Estaba muy preocupado por ti.
Ella frunció el ceño, como inquieta y apenada.
– Ya no debes preocuparte por mí. Ya no tienes que venir aquí.
– ¿No venir aquí? ¿Estás loca? ¿Cómo puedo no venir sabiendo el estado en que te encuentras…?
– Yo no me encuentro en ningún «estado».
– ¡Hace sólo un mes que murió tu madre! Estás afligida. Estás conmocionada. Esas cosas que dices que estás haciendo, esas decisiones que estás tomando sobre Hundreds, sobre Rod…, vas a lamentarlas. He visto estas cosas antes. Cariño mío…
– Por favor, no me llames así ahora -dijo.
Lo dijo a medias con un tono suplicante y a medias con cierta desaprobación, como si yo hubiese dicho una palabra fea. Había dado unos pasos más hacia ella, pero volví a detenerme.
Y tras una pausa de silencio cambié de tono, lo volví más apremiante.
– Caroline, escucha. Comprendo que tengas dudas. Tú y yo no somos unos jóvenes atolondrados. El matrimonio significa un gran paso. Yo sucumbí al pánico la semana pasada, igual que tú ahora. ¡David Graham tuvo que sosegarme con un whisky! Creo que si tú también pudieras calmarte…
Ella movió la cabeza.
– Me siento más tranquila que desde hace meses. Desde el momento en que accedí a casarme contigo supe que no estaba bien y anoche, por primera vez, me sentí calmada. Lamento mucho no haber sido sincera contigo, y conmigo misma, desde un buen principio.
Su tono era ahora menos reprobador que frío, distante, contenido. Vestía ropa de la que usaba en casa, un cárdigan raído, una falda zurcida, el pelo recogido con una cinta negra, pero tenía un aspecto extrañamente atractivo y compuesto, con un aire de determinación que yo no le había visto desde hacía semanas. Todo mi aplomo de la mañana empezó a desmoronarse. Más allá de él, sentía el miedo y la humillación de la noche. Por primera vez miré con atención alrededor y la salita se me antojó sutilmente distinta, más arreglada y anónima, con un montículo de ceniza en la rejilla de la chimenea, como si Caroline hubiera estado quemando papeles. Vi el cristal rajado y recordé avergonzado algunas de las cosas que le había dicho el día antes. Entonces reparé en que había colocado sobre una de las mesas bajas una pila ordenada de las cajas que yo le había llevado: la del vestido, la de las flores y el estuche de tafilete.
Al ver que yo las miraba, atravesó la salita para cogerlas.
– Tienes que llevarte esto -dijo, suavemente.
– No seas absurda -dije-. ¿Qué quieres que haga con ellas?
– Devolverlas a la tienda.
– ¡Vaya ridículo haría devolviéndolas! No, quiero que te las quedes, Caroline. Tienes que ponértelas para nuestra boda.
En lugar de responderme, me tendió las cajas hasta que quedó claro que yo no me las llevaría. Entonces depositó las dos cajas de cartón, pero conservó el estuche en la mano. Dijo firmemente:
– De verdad, tienes que llevarte todo esto. Si no te lo llevas te lo enviaré por correo. Encontré el anillo en la terraza. Es precioso. Espero… espero que algún día puedas dárselo a otra.
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