– Yo no sé nada de eso -protestas tú. Percibes que tu pálida piel palidece aún más.
Julián sigue mirando, pero ahora sus ojos se han achicado recelosos. La Condesa se inclina tanto sobre tu rostro que casi llevas tú su monóculo.
– Sissy, o eres una mentirosa o eres una imbécil -escupe La Condesa-. Y puedes ser un bicho raro, pero nunca pensé que fueses tonta. Intentas proteger a esas sucias zorras. Bien, que tu conciencia sea tu guía, como solía decir mi mami, pero no resultará. Tengo concertada una entrevista con el Secretario del Interior; un simplón, pero un simplón que nunca olvida un favor político. Hablaré con él después de comer. Y voy a decirle dónde puede encontrar sus grullas chilladoras. Se lo diría directamente al Presidente si no estuviese tan atareado intentando no pisar su propia mierda. Pero el Secretario del Interior servirá. Es un hombre de ley y orden, y se cuidará muy bien de este asunto. Se llevará además todos los honores, pero creo que encontrará un medio de recompensarme. Por supuesto, casi será suficiente recompensa ver lo que les espera a esas vaqueras. Esas arpías hediondas van a sufrir…
Se oye entonces un sonido que ni La Condesa ni Julián Hitche han oído jamás. No saben, nunca sabrán, si el sonido brotó de tu garganta o si lo produjo tu dedo primero o más preaxial al cortar el aire. En cualquier caso, ese sonido queda rápidamente obscurecido por otro, el sonido de tu pulgar derecho golpeando (con fuerza asombrosa) la cara de La Condesa.
Inmediatamente, el pulgar golpea de nuevo, esta vez haciendo añicos el monóculo de La Condesa contra su ojo.
– Mierda, oh querida -jadea La Condesa. Sus dientes caen sobre la peluda alfombra como para pacer allí.
Luego… ¡oh Dios y Dioses míos!… ¿podéis creerlo?… Golpea el pulgar izquierdo.
Pulgares que ni una sola vez en toda una vida se habían alzado coléricos; pulgares que conocieran a menudo el riesgo pero jamás la violencia; pulgares que habían invocado y controlado Fuerzas Universales secretas sin adquirir el más leve tinte de maldad; pulgares que habían sido generosos y diestros; pulgares considerados tan delicados y preciosos que su propietario no se atrevía siquiera a estrechar manos por miedo a que los dañasen; aquellos mismos pulgares, cubiertos de la gloria de un millón de originales y preciosistas señales de autoestop, están aplastando ahora el rostro de un ser humano.
¿Qué haces, Sissy? Te diré lo que haces. Estás utilizándolos como bates, como los bates legendarios de Baby Ruth, desplegando llameantes golazos sobre la valla del campo izquierdo del infierno. Cuentas de sangre aterrizan sin ruido sobre las teclas del blanco piano.
Julián está paralizado. No puede detenerte. Es incapaz de hablar. Tú sigues golpeando. La Condesa pierde el equilibrio. Tiene los ojos cerrados. Se le doblan las piernas. Interpreta una patética danza, como un viejo imbécil borracho que intentase bailar el bugui con una corista. Coagulados lunares convierten su camisa de lino en un atuendo de payaso. Se precipita hacia adelante, al encuentro de tu atacante pulgar (el pulgar que hizo una vez la carretera de Pennsylvania en un campo de juego); el impacto le hace enderezarse y le lanza hacia atrás. Inmóvil, yace en el suelo, una raya bermeja en la cabeza calveante, un luminoso flujo en cada fosa nasal.
El perro de aguas, Butty, reducción de Butter Finger, a quien despertó la conmoción, había entrado en el salón a ver qué pasaba. Adviertes que te gruñe, descubriendo sus dientes frente a tus tobillos desvalidos. Le alcanzas de costado con un gancho bajo, y le lanzas volando a la pared opuesta, donde se aplasta con un gemido ahogado contra una litografía de Dufy. Perro y grabado caen juntos a la alfombra, un montón de cristal roto, mechones perrunos e imágenes de barcos de vela tan fantásticos que parecen servir sólo para lagos de limonada.
Julián encuentra su voz.
– Sissy -dice, cada sílaba una nota de horror al órgano, bombeada de los tubos de una matine de Drácula-. Oh, Sissy. ¿Qué has hecho?
Él sabe, por supuesto, lo que has hecho; es demasiado obvio. Lo que Julián quiere decir es por qué hiciste lo que hiciste. Cómo pudiste hacerlo. Y tú eres incapaz de explicárselo. Sales de tu trance de furia, observas el resultado con claros aunque incrédulos ojos, pero no hay en tu interior ninguna explicación muriéndose por coger el próximo autobús hacia el centro. La palabra vaqueras empieza a formarse en tu boca, pero se disuelve.
No importa. Éste no es momento de explicaciones. Será mejor que alguien llame a una ambulancia.
CUALQUIERA QUE SEA la teoría que uno tenga sobre el tiempo, había que admitir que aquel gran reloj del pasillo del hospital avanzaba con inusitada lentitud. Parecía como si sus muelles hubiesen recibido el beso francés del aprendiz de catador de mermelada de la Knott's Berry Farm.
Sentados en un inmaculado banco de madera que no había conocido palomas ni borrachos, Sissy y Julián miraban fijamente el reloj, esperando que los minutos cazasen a las horas… pero era un día cálido y los minutos iban despacio.
¿Cuántas horas pasaron hasta que el cirujano salió de la sala de operaciones? Ni Sissy ni Julián lo sabían. No era posible creer a aquel reloj. Cuando el cirujano salió por fin, los Hitche se levantaron y fueron a su encuentro. Se dirigió a ellos con eficiente gravedad.
– Bueno, no está fuera de peligro, pero creo que podemos decir con cierta seguridad que se pondrá bien. Me sorprendería mucho que no fuese así. Sin embargo, hay pruebas de lesión en el lóbulo frontal, y tengo razones para temer que esa lesión pueda ser permanente. Puede que el paciente no vuelva a funcionar nunca como un ser humano normal.
– Lesión cerebral -murmuró Julián, moviendo la cabeza; luego, más claramente, aunque con cierta histeria, preguntó-: ¿Quiere decir que va a convertirse en un vegetal?
Sissy, para la que función anormal era historia conocida, no pudo impedir que sus ojos mentales se centraran en ciertas apariciones: un espárrago con monóculo, por ejemplo; dientes de nabo cerrados sobre una boquilla de marfil; un tomate superenrojecido con Ripple; Veggie, el pepino marica. Para apartar estas imágenes, reexaminó sus pulgares. Estaban despellejados y morados, pero por lo demás perfectos. Había subestimado su potencia física todos aquellos años.
– ¿Vegetal? -repitió el médico.
Cerró los ojos un instante como si también a él le visitasen extrañas alucinaciones de productos agrícolas.
– ¿Vegetal? Yo no diría eso, no. No estaremos seguros del alcance de la lesión hasta dentro de unos días, pero hay una indudable posibilidad de alteraciones del comportamiento graves y permanentes. Sin embargo, yo no clasificaría el asunto en la categoría vegetal. -El cirujano no mencionó animal ni mineral.
Julián hizo unas cuantas preguntas más. Poco añadieron las respuestas a lo ya dicho. Y cuando se disponía ya a salir, el cirujano dijo a Sissy:
– Señora Hitche, este hospital no tiene más remedio que dar cuenta del asunto a las autoridades. Quizá le interese saber que se ha firmado una orden de detención contra usted. Yo en su caso iría inmediatamente a la comisaría y, ejem, negociaría. Considerando las circunstancias, la, bueno, la naturaleza insólita y especial del, ejem, instrumento que causó la herida, en fin, supongo que no desea que la prensa airee esto, no creo…
– Oh, claro, doctor -balbuceó Julián-. Iremos inmediatamente.
Julián mentía. Quería que Sissy se entregase, pero no de inmediato.
– Vamos primero a casa -dijo.
– ¿Pero por qué? -protestó Sissy-. ¿No sería mejor ir ahora mismo a liquidar el asunto de una vez?
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