El Chink recogió su radio transitor de plástico a fajas caramelo y lo besó… no tan apasionadamente como había estado besando poco antes a Sissy, pero casi.
– Una cosa es buena porque es buena -continuó-, no porque sea natural. Una cosa es mala porque es mala, no porque sea artificial. No es mejor que le muerda a uno una cascabel que le alcance una bala. A menos que sea una bala de plata. Ja ja jo jo y ji ji.
– Pero -dijo Sissy- ¿cómo críticas los errores de tus peregrinos si no haces nada por corregirlos? La gente busca ansiosamente la verdad, y tú no les das ni una oportunidad siquiera.
El Chink meneó la cabeza. Aunque exasperado, seguía sonriendo. Sus dientes captaban como espuelas la luz del sol. Moriría con las botas puestas.
– ¿Qué clase de oportunidad me dan ellos a mi? -preguntó-. ¿La oportunidad de ser otro Meher Baba, otro Gurú Maharaj Ji, otro condenado Jesús? Gracias, pero no, gracias. No lo necesito, ellos no lo necesitan, el mundo no lo necesita.
– ¿No necesita el mundo otro Jesús? -Sissy nunca había sentido mucho afán por Jesús, personalmente, pero suponía que para los demás era helado y pastel.
– ¡De ninguna manera! Ni tampoco terapeutas orientales.
Levantándose y estirándose, desenredando algunas de las mañanas de su barba, indicó el Chink con la cabeza:
– ¿Ves aquellos girasoles bajos que crecen allí junto al lago? Son aguaturmas. Convenientemente preparadas, sus raíces saben parecido a los ñames. -Chasqueó los labios. Evidentemente, estaba harto de aquella conversación.
A Sissy, sin embargo, le picaba la curiosidad. Insistió:
– ¿Qué quieres decir con eso de terapeutas orientaes?
– Terapeutas orientales -repitió el Chink indiferente. Buscó en su ropa, sacó varias bayas de junípero y empezó a hacer malabarismos con ellas, diestramente. Lástima que el Espectáculo de Ed Sullivan no estuviese en antena.
– ¿Qué tiene que ver la terapia oriental con Jesús, -preguntó Sissy-. ¿O contigo? -y sonrió, mirando la cascada de bayas de junípero para que él no la creyera indiferente a sus habilidades.
En formación de grupo, siguieron las bayas a la piedra por el borde del precipicio. ¡Ratones, no olvidéis poneros los cascos!
– Bueno, si no te lo figuras tú misma… -dijo el Chink-. Meher Baba, Gurú Maharaj Ji, Jesucristo y todos los demás santones que acumularon seguidores en años recientes, han tenido un truco en común. Todos ellos exigían devoción ciega. «Ámame con todo tu corazón y toda tu alma y toda tu fuerza y haz lo que te mando.» Éste ha sido el mandamiento común. Bien, magnífico. Si puedes amar a alguien de modo tan absoluto y tan puro, si puedes consagrarte por completo y sin egoísmo a alguien (y ese alguien es un alguien benevolente) tu vida mejorará inevitablemente con ello. Tú misma existencia puede transformarse por ese poder, y la paz mental que engendre persistirá mientras vivas.
»Pero es terapia. Una terapia maravillosa, admirable, ingeniosa, pero sólo terapia. Alivia los síntomas pero ignora la enfermedad. No resuelve un solo interrogante universal ni acerca a nadie un paso más a la verdad última; sienta bien, desde luego, y yo soy partidario de todo lo que siente bien. No lo desecharé. Pero que nadie se engañe: la devoción espiritual a un maestro popular con un dogma ambiguo es sólo un método para hacer la experiencia más tolerable, no un método para comprender la experiencia ni siquiera para describirla con precisión.
»Para soportar la experiencia, el discípulo se entrega al maestro. Es comprensible este tipo de reacción, pero ni es valeroso ni liberador. Lo valeroso y liberador es abrazar la experiencia y tolerar al maestro. Así podríamos, al menos, aprender qué es lo que experimentamos, en vez de camuflarlo con amor.
»Y si tu maestro te amara sinceramente, te diría esto. Para escapar a las ligaduras de la experiencia terrena, te ligas a ti mismo a un maestro. Una atadura es una atadura. Si tu maestro te amase realmente, no te exigiría devoción. Te dejaría libre… de él mismo, en primer lugar.
»Piensas que me porto como un ogro frío de corazón porque echo a la gente. Todo lo contrario. Sólo libero a mis peregrinos antes de que se conviertan en mis discípulos. Es lo mejor que puedo hacer.
Sissy cabeceó pensativa.
– Eso está bien; está bien, de veras. El único problema es que tus peregrinos no lo saben.
– Bueno, que lo deduzcan. De otra forma, no haría más que servirles la misma papilla precocida y empaquetada. Todos tenemos que aclarar la experiencia por nosotros mismos. Lo siento. Comprendo que la mayoría de la gente necesita aferrarse a símbolos objetivos y externos. Es lamentable. Porque lo que están buscando, sépanlo o no, es interno y subjetivo. ¡No hay soluciones de grupo! Cada individuo debe descubrirlo por sí solo. Hay guías, desde luego, pero hasta los guías más sabios son ciegos en tu sector de la madriguera. No, lo único que puede hacer un individuo en esta vida es agrupar a su alrededor su integridad, su imaginación y su individualidad… y con ellas siempre consigo, en primera línea, y con visión clara, lanzarse al baile de la experiencia.
»¡Sé tu propio maestro!
»¡Sé tu propio Jesús!
»¡Sé tu propio platillo volante!
»i Rescátate!
»¡Sé tu propio amante! ¡Libera el corazón!
Sobre la soleada roca en la que se sentaba con las bragas empapadas de semen, Sissy se estaba muy quieta. Suponía que le habían dado mucho en qué pensar. Había, sin embargo, una pregunta más en su mente, y al fin la formuló:
– Tú usas con bastante frecuencia la palabra «libertad» -empezó-. ¿Qué significa exactamente libertad para ti?
La respuesta del Chink fue rápida:
– Bueno, la libertad de jugar libremente en el universo, desde luego.
Con esto, estiró la mano y agarró la cinta elástica que anclaba las bragas de Sissy y a sus caderas. Ella alzó las piernas y en un suave movimiento, se las quitó… y las tiró por el despeñadero. En el mundo ratonil de Dakota, fue todo un día en cuanto a fenómenos aéreos.
QUIZA SIMPLEMENTE LAS nubes se enfermasen de tanta publicidad. Posar para la gran cámara de Ansel Adams había sido aceptable; los paisajistas que las habían pintado habían sido comprensivos y discretos; hasta su aparición en algunas películas, flotando sin trabas al fondo mientras vaqueros y soldados ejecutaban sus varoniles hazañas, más que ofender a las nubes, las había divertido. Pero aquellos satélites meteorológicos de ahora, aquellos paparazzi del espacio exterior siguiéndolas a todas partes, fotografiándolas constantemente, sin permitirles paz ni intimidad, sus imágenes en los periódicos todos los días… qué bien sabían lo que sentía Jackie. Y Liz. Quizá las nubes estuviesen hartas y cansadas de esto. Quizá se hubiesen zambullido bajo el Polo Sur, con gafas oscuras y pelucas, para unas bien merecidas vacaciones.
En fin, llevaba dos semanas lo menos sin aparecer una nube sobre las llanuras norteamericanas. Esa estacioncilla llamada veranillo de San Martín subsistía. El cielo, tan abierto y seco como retorcido y pegajoso es el cerebro, se extendía sobre las colinas de Dakota permitiendo al sol calentar, sin interrupción salvo de noche, las largas plumas de las quietas grullas chilladoras, los jubilosos rostros de las vaqueras postrevolucionarias y los tejidos rectales de Sissy Hitche.
Aunque su mente no tenía conciencia de que Marie Barth, además de millones de árabes, lo disfrutaba regularmente, el cuerpo de Sissy no había decidido aún si el extraño placer de la relación anal compensaba el extraño dolor. El Chink, con aceite de ñame como lubricante, acababa de actuar durante media hora en el orificio fundamental de Sissy, y ella descansaba bocabajo al sol sobre una manta.
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