Tule era aún menos lago que el Siwash. Lo habían drenado para que pudiese «reclamarse» la tierra como zona de cultivo. ¡Reclamar la tierra! ¿Qué fue primero, la tierra o el agua? Si te equivocas, tendrás que sentarte en un rincón con un volcán en la cabeza.
El campo de detención lo habían construido en la parte seca del fondo del lago que no servía para el cultivo. Sin embargo, los prisioneros (o «segregados», como prefería denominarlos la Autoridad de Readaptación Bélica) tenían que trabajar en las zonas agrícolas de alrededor, construyendo diques, excavando canales de irrigación y cultivando productos que demostraron una vez más que los pulgares más verdes suelen ser amarillos.
(Quizás el autor te esté diciendo más sobre el Lago Tule de lo que quieres saber. Pero el campamento aún existe en el norte de California, junto a la frontera de Oregón, y aunque el tiempo, esa pildora dietética definitiva, haya reducido sus mil treinta y dos edificaciones a sus cimientos de hormigón, quizás el gobierno aún tenga planes para ellos que puedan afectarte a ti algún día.)
Cocido en el verano, cegado por el polvo en el otoño, helado en el invierno y con barro hasta los codos en primavera, el campamento del Lago Tule estaba rodeado de una valla alta de alambre espinoso. Había soldados en torres de vigilancia que hacían guardia constante… vigilando a los niños que nadaban en los canales, a los adolescentes que cazaban serpientes cascabel, a los viejos que jugaban al Go y a las mujeres que compraban novedades en el economato donde siempre estaban en las estanterías los últimos ejemplares de Confesiones Auténticas. Se decía que aunque se prescindiese de los guardianes, los segregados no intentarían escapar. Tenían miedo a los campesinos del Lago Tule.
El Chink pidió que le permitiesen reunirse con su familia en un campo menos riguroso. Pero su expediente del FBI indicaba que había realizado, durante un período de años, prácticas tan paganas como jiu jitsu, ikebana, magia de hongos, sánscrito y arte del arco zen; en la universidad de California había escrito artículos académicos que indicaban tendencias anarquistas; y había tenido relaciones íntimas repetidas con mujeres caucásicas, incluyendo la nieta de un almirante de la marina de los Estados Unidos. Reténganlo, por favor, en Lago Tule.
A principios de noviembre de 1943, hubo un problema en el Lago Tule. El imprudente chófer de un camión del ejército atropello y mató a un agricultor japonés. Enfurecidos, los segregados se negaron a terminar la recolección. Siguió un enfrentarniento que los portavoces del ejército calificaron de «motín». Entre los ciento cincuenta y cinco cabecillas que pasaron a una prisión militar tras la correspondiente paliza, estaba el hombre al que ahora llamamos el Chink. No había participado el Chink en el «motín», en realidad estaba comprobando el ritmo de la cosecha, pero las autoridades del campo afirmaron que su actitud notoriamente insubordinada (por no mencionar su absurdo afán de venerar las plantas y las verduras y las mujeres de otros hombres) contribuyeron a soliviantar el campamento.
Si le gustaba poco el centro de segregación, menos aún le gustó la cárcel. Tras meditar varios días y noches sobre el ñame, ese tubérculo que aunque permanezca dulce al gusto y suave al tacto, es tan duro que puede crecer en las laderas de volcanes en plena actividad, lo convirtió en su mantra. Om maní padme ñame. Haré ñame-a. Jam, bam, gracias ñame. Fuego infernal y nación ñame. Luego, como el ñame, metióse bajo tierra, hizo un túnel y salió por él de la prisión.
En la Norteamérica de la guerra, en que hasta los niños de pecho y los pacientes lobolomizados recordaban Pearl Harbor, el furtivo y pequeño infiel de ojos rasgados y barriga amarilla se convirtió en un ñame. Como si dijéramos.
HAY UNA MÁXIMA isabelina que dice: «Atender un jardín es ser civilizado.»
El ilimitado amor de Sir Kenneth Clark por la civilización occidental parece ronronear mucho más a gusto cuando se despliega en un jardín manicurado vestido de tweed.
El jardín regular es una habitación al aire libre donde se purga la naturaleza de su salvajismo, o, al menos, se mantiene en el límite.
Fue en un jardín de suma calidad donde se inició la caída del hombre. La pregunta es: ¿Caída de dónde? ¿y en qué? ¿De inocencia a pecado? ¿De substancia a forma? ¿De primitivismo a civilización?
Si dijésemos que el hombre primitivo, no caído, tenía acceso a procesos psíquicos nutritivos que los recortados setos de la civilización han oscurecido, ¿sería injusto deducir que la mente extática degenera cuando empiezan a pensar en la jardinería?
La jardinería japonesa, con su énfasis en los intervalos irregulares, frente a la insistencia de la jardinería europea en la forma ordenada, genera puntos de partida más que series de condicionamientos,…
El doctor Robbins, ya subsidiariamente afectado por el Chink, contemplaba absorto el jardín de la clínica con nuevas perspectivas, mientras Sissy entraba a los servicios. De pronto los rojos zapatos de la señorita Waterworth aparecieron entre los tulipanes.
– Disculpe, doctor Robbins -dijo la señorita Waterworth-, pero el doctor Goldman le pide que reconsidere usted su propuesta de cancelar todas las citas de hoy.
Desde donde estaba tendido en la rasurada hierba, acunando la botella de Chablis de la que aún quedaban tres cuartos, no alzó siquiera los ojos el doctor Robbins, sino que continuó con ellos fijos en los zapatos rojos. Le recordaban las despellejadas rodillas de nuestro traicionado Salvador arrodillado en el rocío de Getsemaní, al veloz flik-flik de la lengua de Serpiente, la sangre que manaba en dolor y placer en el Parque de Ciervos del rey Luis, los micrófonos habilidosamente ocultos que florecen entre las rosas del jardín de la Casa Blanca… y otras lúgubres escenas de viejos ejemplares de Better Plomes & Gardens.
– Un momento, señorita Waterworth -dijo el doctor Robbins.
Regresaba Sissy.
– Sissy, tienes más que contarme sobre el Chink, ¿verdad?
– Oh claro -dijo ella-. No te he dicho siquiera cómo se fue a vivir con el Pueblo Reloj. Ni muchas otras cosas. Pero si se ha acabado el tiempo…
– Da igual. Señorita Waterworth, está usted interrumpiendo las únicas frases interesantes que he oído decir a un paciente (y, podría añadir, a un miembro del personal) en los tres meses que llevo en esta institución. Dígale al doctor Goldman que lo siento. Vamos, Sissy. ¿Otro trago de vino? Adelante.
– Veamos. ¿Dónde estaba?
– El Chink era tan desgraciado en el centro de Segregación del Lago Tule que decidió escapar.
– No dijo Sissy-. Te he dado una impresión falsa. El Chink no estaba encantado con el campo, pero no era desgraciado. El terreno que rodea al Lago Tule da los mejores rábanos picantes del mundo. Da también grandes cebollas blancas y toneladas de lechugas. Él plntaba, cultivaba, recogía y veneraba. No era desgraciado, en realidad.
– Claro -dijo el doctor Robbins-. Ya entiendo. No era desgraciado pero tampoco era libre. La libertad es más importante que la felicidad, ¿no es eso?
Sissy bebió un trago de vino y le pareció demasiado seco. La Condesa la había hechizado con el gusto del Ripple.
– No, no es eso exactamente tampoco -dijo-. Aunque el Chink estuviese en las primeras etapas de su desarrollo, había adelantado lo suficiente para saber que la libertad (para los seres humanos) es más que nada una condición interna. Era lo suficientemente libre en su propia cabeza, incluso entonces, para soportar el Lago Tule sin una indebida frustración.
– ¿Por qué escapó entonces? -el doctor Robbins se frotó con la boca de la botella el oruguesco bigote. Como si estuviese entrenado precisamente para tal función, se onduló éste hasta formar un andrajoso interrogante.
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