Tras retroceder unos treinta metros, las vaqueras se detuvieron. Con asombrosa rapidez, desengancharon, desabrocharon y bajaron cremalleras… se quitaron pantalones y bragas. Luego, desnudas de cintura abajo, pubis hacia el frente, adelantados e indicando el camino, iniciaron su avance. La sonrisa de La Condesa cayó por su garganta como el agua por el desagüe de una bañera.
– ¡Será mejor que cojáis vuestros tarros de spray! -gritó Gloria.
– ¡Todos estos coños llevan sin lavarse más de una semana! -aulló Jellybean.
Bastante pálido ahora, temblándole la nariz, La Condesa dejó caer al suelo el canapé de caviar que sostenía. Una hormiga de la pradera se aprovechó de los despojos, la primera hormiga de la historia de los Dakota que probó el caviar iraní. Él o ella pasarán a la Galería de la Fama de las hormigas.
Y las vaqueras seguían avanzando, mientras detrás en hileras, quince montoncitos separados de pantalones y bragas se acuclillaban en el suelo, como un peregrinaje de astrosos musulmanes postrados ante la Meca de los elegantes. Allá iban, sí, las vaqueras, las pelvis palpitando, desprendiendo lo que a La Condesa le parecía un devastador alud de almizcle.
Perdida en su histeria, la señorita Adrián se lanzó a la carga. Lanzó un tenedor de barbacoa que hizo brotar sangre del entrecejo de Heather. Rápido como la lengua de una rana, restalló el látigo de Delores. El látigo rodeó los tobillos de la directora del rancho barriéndole los pies. Se derrumbó en el suelo con un estruendo de joyería y un confuso grito. Luego empezó el jaleo.
Un cóctel molotov dijo adiós a Big Red y hola al edificio de recondicionamiento sexual. En unos minutos, ardía la estructura. Otras vaqueras, los traseros desnudos resplandeciendo, se lanzaron contra el ala de la casa principal donde estaban localizados el salón de belleza y las salas de ejercicios. El estruendo de cristales rotos y madera astilladas retumbó por toda la casa. El aire se llenó de gritos, de «Uuuajooos», «Yiuppis», «A la carga» y «La vagina es un órgano que se limpia solo».
Sissy no sabía qué hacer. Evidentemente su querida Jellybean la había olvidado. La Condesa estaría furioso con ella por no avisarle de la inminente revuelta. Julián tampoco estaría contento. Y, en realidad, ella misma podía encontrarse en peligro físico. Delores y sus camaradas la identificaban con el negocio de La Condesa. Ardía ya la sauna, y el rancho estaba envuelto en humo.
Siguiendo órdenes de esa gran porción del cerebro que se desinteresa por completo de todo lo que no sea la supervivencia, huyó Sissy de la casa por el mismo camino por el que había entrado. Cruzó el campo de criquet, pasó la piscina, corrió hasta el pie del Cerro Siwash y luego hacia el sur, bordeando su base. Al final, llegó a un sitio donde los matorrales de juníperos rotos revelaban un tosco sendero que iniciaba un empinado ascenso. Como el cerro prometía protección y una vista de lo que pasaba, Sissy decidió escalarlo.
Se abrió paso entre matorrales bajos y plateados. El sendero se comportaba de un modo extraño. Retrocedía donde no había ninguna razón para hacerlo o avanzaba en línea recta hasta el borde del despeñadero, para girar a un lado en el último centímetro posible y subir y bajar como si estuviese riéndose. Parecía tener mente propia. Una mente perturbada, además.
Sissy caminó con ligereza pero firmemente, como si intentase tranquilizar al camino, como si le aplicase una terapia. No reaccionaba.
Sudando, jadeando, espantando conejos y urracas, aceptó la primera oportunidad (aproximadamente a la mitad de la ladera del cerro y a los veinte minutos de escalada) para descansar sentada en una roca lisa, desde la que podía divisar el Rosa de Goma. El rancho estaba más lejos incluso de lo que los engaños del camino la habían llevado a imaginar.
Aún seguía el jaleo. Ruido y humo. La antorcha había respetado la casa principal, pero varios de los edificios externos eran ya cenizas. Creyó distinguir a las vaqueras Intentando tranquilizar a los caballos, presa del pánico en los corrales. Vio el Cadillac de la señorita Adrián salir rugiendo, pero no tenía medio de saber qué pasajeros llevaba. Algo más tarde, se alejaron también el descapotable alquilado de los fumadores y el camión de su equipo. ¿Habían sido expulsados o habían ocupado otros sus vehículos? Todo esto pensaba Sissy allí sentada. Y pensaba también si volver al rancho y cuándo. El sol se arrodillaba ya en el umbral del Oeste, y a medida que se acercaba la noche, Sissy sentía en la carne fríos arañazos.
Al cabo de un rato sintió algo más. Ojos. Sintió ojos. Ojos observándola. No rosados ojitos de ratón ni saltones y brillantes de ave. Grandes ojos de carnívoro. Un puma o un lobo, no había duda. Y de nuevo, esa inmensa batería de eficiente energía cerebral, insensible a la belleza, a lo romántico, a la diversión o a la libertad, suspicaz, recelosa, tan convencional como huevos de desayuno, tan triste como los calcetines de un banquero, en fin, ese carca de cuello duro de ADN que resulta ser el principal accionista de la conciencia humana, lanzó órdenes. Obedeciendo, pues no hay órdenes más difíciles de desobedecer que las suyas, cogió Sissy una piedra y se volvió lentamente.
– Ja ja jo jo y ji ji -rió entre dientes la cosa que la observaba. Se hallaba a unos diez metros de distancia. Era, claro, el Chink.
Lo malo del Chink era que parecía el Hombrecito que conoce la clave de los Grandes Enigmas. Flotante pelo blanco y albornoz sucio, rostro curtido y sandalias hechas a mano. Dientes que despertarían la envidia de un acordeón, ojos que parpadeaban como luces de moto en la niebla. Bajo pero musculoso, viejo pero apuesto y ¡ooooh el aroma humoso de su barba inmortal! Parecía como bajado a hurtadillas del techo de la Capilla Sixtina, pero pasando por un fumadero de opio de Yokohama. Parecía capaz de hablar con los animales, de discutir con ellos temas que el doctor Dolittle jamás comprendería. Parecía como desenrollado de un pergamino zen, como si hubiese dicho muchas veces «presto», y conociese el significado de la iluminación y el origen de los sueños, y como si bebiese rocío y follase serpientes. Parecía esa capa que cruje en la escalera posterior del Paraíso.
Se escrutaron con fascinación mutua. Sissy contuvo el aliento. El Chink dijo:
– Ja ja jo jo y ji ji.
Al fin, a Sissy se le ocurrió algo, pero, como si él hubiese percibido que ella estaba a punto de hablar y no quisiese las palabras de ella en aquellas orejas suyas, tan extrañamente puntiagudas, se giró y se alejó por la ladera en que había aparecido.
– ¡Espera! -gritó ella.
Él se detuvo y se volvió, pero como preparado para seguir de nuevo.
Sissy sonrió.
Alzó su maduro pulgar derecho.
Y agitándolo y moviéndolo como si fuese su actuación de despedida y hubiese de complacer a los dioses, hizo la señal de autoestop al eremita y su montaña.
Consiguió un viaje hasta la fábrica del tiempo.
No soy de tu raza. Pertenezco al clan mongol que trajo al mundo una verdad monstruosa: la autenticidad de la vida y el conocimiento del ritmo… Haces bien en rodearme de cien mil bayonetas de ilustraci ón occidental, pues ay de ti si dejo la oscuridad de mi cueva y me lanzo a apagar tus clamores.
blaise cendrars
AQUEL AÑO POR Navidad, Julián regaló a Sissy un pueblo tirolés en miniatura. Era un notable trabajo de artesanía.
Había una pequeña catedral cuyas vidrieras hacían ensalada de frutas de la luz del sol. Había una plaza y ein Biergarcen. La Biergarcen se ponía muy ruidosa las noches de los sábados. Había una panadería que olía siempre a pan tierno y pastel de queso. Había un ayuntamiento y una comisaría, y tribunales con notable cantidad de burocracia y corrupción. Había pequeños tiroleses de pantalones cortos de cuero, intrincadamente hilvanados, y, bajo los pantalones, genitales de artesanía igualmente perfecta. Había tiendas de esquíes y otras muchas cosas interesantes, incluyendo un orfanato. El orfanato estaba diseñado de modo que se incendiase y ardiese entero todas las Nochebuenas. Los huérfanos salían a la nieve con los pijamas ardiendo. Horrible. Hacia la segunda semana de enero, aparecía un inspector de incendios y contemplaba las ruinas, murmurando: «Si me hubiesen escuchado, esos niños estarían aún vivos.»
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