Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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La banda sonora cambió a otro clásico familiar y se escucharon los frenéticos compases iniciales de Wipeout.

Una de las primeras cosas que los bonobos habían hecho en la casa había sido quitar las puertas de las alacenas de la cocina. Sam, Mbongo y Jelani ahora las usaban cada mañana justo después del riego automático de las mangueras y la consecuente inundación. Empezaban al fondo de la casa y galopaban por el pasillo con una de las puertas de las alacenas bajo el brazo. Cuando llegaban al agua, lanzaban las puertas al suelo, saltaban encima y navegaban por la habitación como gráciles surfistas. Cuando la puerta se detenía -sobre todo si chocaba contra la pared de enfrente-, sonreían de oreja a oreja, chillaban y se pavoneaban ostentosamente antes de recoger la puerta, volver a correr y empezar de nuevo. Hacían esto hasta que la última gota de agua se colaba por los sumideros atascados y entonces, decepcionados, dejaban la puerta exactamente donde la habían tirado. Jelani abandonó antes que el resto y salió para unirse a las hembras; Mbongo y Sam lo intentaron un par de veces más antes de asumir que la diversión se había acabado de verdad. Cuando quedó claro que así era, Sam se alejó como si le diera igual y Mbongo se enfurruñó en una esquina.

– No sé ni por dónde empezar -dijo Marty.

– Está claro que es antihigiénico. Simplemente regar las instalaciones con agua una vez al día es un claro quebrantamiento de las directrices de la Sociedad Americana de Zoos y Acuarios.

– De la que ese lugar no es miembro -señaló Marty.

– Cierto. Pero está claro que podemos demostrar que los primates están en riesgo de contraer una infección. Lo único que consiguen añadiendo agua a la basura es acelerar el crecimiento de las bacterias.

– Y, por desgracia, Mbongo ha estado pidiendo demasiadas hamburguesas con queso y no se las acaba -dijo Isabel. Aunque Mbongo comía tantas hamburguesas con queso que iba engordando minuto a minuto, había empezado a abrirlas para tirar el pan de abajo junto con los pepinillos, que solía lanzar contra las paredes.

– ¿Y saben usar el retrete? -preguntó Marty.

– Saben usar el retrete -dijo Isabel-, pero no limpiarlo, obviamente.

– Los retretes son lo de menos. Ya solo el nivel de bacterias de los residuos de la comida debe de ser altamente tóxico. Está claro que podemos alegar que la que está embarazada se encuentra en peligro inminente. Cualquier biólogo o veterinario estaría de acuerdo -afirmó Eleanor, tomando el relevo.

– ¿Cuál es la que está embarazada? -preguntó Marty.

– La del recuadro inferior izquierdo -señaló Isabel.

– ¿Y para cuándo espera al bebé?

– Para ya.

Makena estaba en el jardín tendida al sol boca arriba, hojeando una revista que sujetaba con los pies. Hablaba consigo misma en la lengua de signos para comentar los contenidos y pronto empezaron a subtitular lo que decía:

ZAPATO, CAMISA, BARRA DE LABIOS, GATITO, ZAPATO.

Pasó página y siguió mirando.

CAMISA, FLOR, ZAPATO, ZAPATO.

Finalmente, se levantó y emitió un agudo chillido.

Bonzi estaba al otro lado del jardín jugando al avión con Lola. Se detuvo con esta sobre la cabeza y emitió un pitido como respuesta.

Makena se acercó y juntó los puños, golpeándolos delante del pecho. Lo repitió acompañándolo de una retahíla de chillidos. Bonzi le tendió a Lola, fue al ordenador y pidió un par de zapatos de mujer.

Un murmullo de admiración recorrió el bar. Marty abrió los ojos como platos y miró alternativamente a Francesca, a Eleanor y a Isabel.

– A Makena le gusta disfrazarse -dijo Isabel, encogiéndose de hombros.

Marty se puso la mano sobre los ojos y sacudió rápidamente la cabeza. Al cabo de un rato, dejó caer la mano.

– Muy bien. Creo que, evidentemente, hemos de centrarnos en que se trata de un maltrato animal por cuestiones de higiene. Eso no significa que Faulks vaya a liberar a los primates y, aunque lo hiciera, no tendría por qué entregárselos necesariamente a Isabel -continuó-. Si alegamos que poseen personalidad, algo que creo que podríamos demostrar si logramos convencer a un juez de que les deje testificar (una apuesta muy arriesgada, por cierto), podríamos reclamar que se nombrase un tutor legal y podríamos proponerte a ti. Pero necesito meditarlo.

– Claro -dijo Francesca.

– ¿Añado que la dieta también es un problema? Isabel asintió. Aunque Mbongo era el culpable de dejar restos de comida que luego se pudrían, el único bonobo que seguía eligiendo comida sana era Sam, que pedía sobre todo cebolletas, peras, arándanos y cítricos. Bonzi se había pasado de los huevos duros y las peras a una dieta compuesta casi exclusivamente de M &Ms. Jelani solía tomar pizza de pepperoni y patatas fritas. Makena y Lola picoteaban de todo lo que llegaba y simplemente le robaban al resto lo que les apetecía.

Marty cogió el maletín y le estrechó la mano a Isabel. Mientras él y Eleanor se dirigían hacia la puerta, Francesca de Rossi recogió sus cosas. Se detuvo y le puso fugazmente la mano a Isabel sobre el brazo.

– Todo va a salir bien -le aseguró.

Isabel esbozó algo similar a una sonrisa y asintió. Se avergonzó por tener que secarse las lágrimas.

– Te llamaré pronto -aseguró Francesca.

* * *

Acababan de irse cuando una mano de mujer apareció en el respaldo de la silla que estaba al lado de Isabel.

– ¿Está ocupada?

– No, puede sentarse -dijo Isabel, abatida.

– Gracias -respondió la mujer, deslizándose sobre la silla-. Un Campari con soda -le dijo al camarero, que estaba de espaldas -. Y unos aros de cebolla. ¿Tienen aros de cebolla?

El camarero le entregó una carta por respuesta.

– Póngame una de patatas fritas -le pidió la mujer después de echarle un vistazo al menú y antes de tirarlo sobre la barra.

Al cabo de unos segundos, Isabel se sintió observada. Aquella sensación era inconfundible. Miró a su alrededor y se encontró a Cat Douglas mirándola de cerca.

– Dios mío, es usted -dijo Cat.

Isabel estuvo a punto de asfixiarse. Empezó a hacerle señas desesperadamente al camarero para pedirle la cuenta.

Cat siguió mirándola.

– Sí que lo es. ¡Es usted!

Las mejillas de Isabel se calentaron y se giró.

– No sé quién cree que soy, pero se equivoca. Ante ella apareció una mano extendida.

– Cat Douglas… ¿Se acuerda? Del Philadelphia Inquirer.

Isabel siguió mirando hacia la pared.

La mano desapareció y volvió un momento después con una BlackBerry en la que se veía la foto de Isabel, herida y maltrecha en la cama del hospital.

– No puede negarme que es usted. La nariz le ha quedado bien, por cierto. Muy buen trabajo.

– Por el amor de Dios -dijo Isabel-, ¿quiere dejarme en paz?

Cat Douglas dejó el teléfono sobre la barra, suspiró y estiró los labios en una sonrisa que hizo que se le marcaran las patas de gallo. Su postura se suavizó e inclinó ligeramente la cabeza para intentar parecer más accesible.

– Vale. Lo siento. Empecemos de nuevo. Lo que les sucedió a usted y a los primates fue horrible y, obviamente, usted tendrá un punto de vista totalmente personal sobre ello. Me encantaría escuchar su opinión sobre lo que está pasando. Solo unas cuantas pregun…

– No concedo entrevistas. -Isabel giró el taburete para mirar cara a cara a Cat y añadió a voz en grito-: ¡Sobre todo a la gente que es capaz de hacer cosas como esta!

Le dio un golpe con la parte de atrás de los dedos a la BlackBerry de Cat, cogió la cartera y se marchó, dándose cuenta con rabia de que, después de aquel arrebato, había dejado de ser invisible para el resto de los clientes del bar.

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