Arthur Golden - Memorias De Una Geisha

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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En verano de 1956 el Presidente, a quien su esposa había dado dos hijas pero ningún hijo, dispuso el matrimonio de la hija mayor con un hombre llamado Nishioka Minoru. La intención del Presidente era que el Señor Nishioka adoptase el nombre familiar de Iwamura y se convirtiera en su heredero. Pero a última hora el Señor Nishioka cambió de parecer e informó al Presidente de que no quería casarse. Era un joven muy temperamental, pero brillante, en la opinión del Presidente. Durante más de una semana el Presidente estuvo de mal humor y nos trató a los criados y a mí con brusquedad sin la más mínima provocación. Nunca le había visto tan malhumorado.

Nadie me dijo nunca por qué Nishioka Minoru cambió de parecer; pero nadie tenía por qué hacerlo. El verano anterior el fundador de una de las compañías de seguros más potentes de Japón había despedido al director de la misma, hijo suyo, sustituyéndolo por un hombre mucho más joven, hijo ilegítimo suyo y de una geisha de Tokio. Fue un escándalo muy sonado. Este tipo de cosas habían sucedido antes en Japón, pero a menor escala, en negocios familiares de confección de kimonos, o de pastelería, por ejemplo. El dueño de la compañía de seguros describía a su primogénito en los periódicos como «un joven serio cuyo talento no puede, por desgracia, compararse con el de…», y aquí nombraba a su hijo ilegítimo sin la más mínima sugerencia de la relación que le unía a él. Pero no importaba: todo el mundo enseguida supo la verdad.

Imagínate que, después de haber aceptado ser el heredero del Presidente, Nishioka Minoru hubiera descubierto un nuevo dato -un dato tan importante como que su futuro suegro acababa de ser padre de un hijo ilegítimo-, pues bien, en ese caso comprenderíamos su negativa a casarse. Todo el mundo sabía que el Presidente lamentaba no tener un hijo varón y que quería mucho a sus hijas. ¿Había alguna razón para pensar que no querría igualmente a un hijo ilegítimo, lo suficiente como para modificar sus planes antes de morir y entregarle a él la empresa que había creado? Por lo que se refiere a si yo había dado o no a luz a un hijo del Presidente… en caso afirmativo sin duda me resistiría a hablar demasiado explícitamente de él, pues temería que su identidad fuera conocida públicamente. Y a nadie podía interesarle que sucediera tal cosa. De manera que lo mejor es que yo no diga nada; estoy segura de que me comprendes.

Una semana después de que Nishioka Minoru cambiase de opinión sobre su matrimonio, decidí tocar un tema muy delicado con el Presidente. Estábamos sentados en el porche de Eishin-an después de cenar. El Presidente estaba malhumorado y no había dicho palabra desde el comienzo de la cena.

– No sé si le he comentado a Danna-sama -empecé-, que he tenido recientemente una extraña sensación.

Miré hacia él pero no pude discernir signo alguno de que estuviera escuchándome siquiera.

– Sigo pensando en la Casa de Té Ichiriki -seguí-, y verdaderamente empiezo a darme cuenta de cómo echo de menos mi trabajo de geisha.

El Presidente tomó un bocado de helado y dejó la cuchara de nuevo en el plato.

– Por supuesto, no puedo volver a trabajar en Gion; lo sé perfectamente. Y sin embargo me pregunto, Danna-sama… ¿no sería posible tener una pequeña casa de té en Nueva York?

-No sé de qué estás hablando -dijo-. No tienes ningún motivo para querer marcharte de Japón.

– Hoy en día se ven más hombres de negocios y políticos japoneses en Nueva York que tortugas en un estanque -dije-. A muchos de ellos los conozco desde hace años. Es cierto que marcharme de Japón sería un cambio muy abrupto. Pero si se tiene en cuenta que Danna-sama tendrá que pasar cada vez más tiempo en los Estados Unidos… -sabía que esto era verdad porque él me había confiado sus proyectos de abrir allá una sucursal de su empresa.

– No estoy de humor para hablar de esto, Sayuri -empezó. Creo que quería decir alguna otra cosa, pero yo continué como si no le hubiera oído.

– Dicen que cuando un niño crece entre dos culturas a menudo lo pasa mal -dije-. De manera que si una madre se traslada con su hijo a vivir a un lugar como los Estados Unidos lo sensato es que se instale allí de manera permanente.

– Sayuri…

– Lo que equivale a decir -continué-, que una mujer que tomara tal decisión probablemente no volvería nunca a traer a su hijo a Japón.

Al llegar a este punto el Presidente debía de haber comprendido lo que yo estaba sugiriendo: que yo podía apartar de Japón el único obstáculo que existía para que Nishioka Minoru fuese adoptado como heredero. Por un momento su rostro reflejó sorpresa. Luego, tal vez a medida que iba tomando cuerpo en su conciencia la imagen de mi despedida, su irritación pareció romperse como un huevo y se le formó en el rabillo del ojo una única lágrima que apartó como quien espanta una mosca.

En agosto de aquel mismo año me trasladé a Nueva York para abrir mi propia casa de té para empresarios y políticos japoneses que se encontraran en viaje de negocios. Naturalmente, Mamita intentó que cualquier negocio que yo emprendiera en Nueva York fuera una extensión de la okiya Nitta, pero el Presidente se negó a considerar tal posibilidad. Mamita tenía poder sobre mí en tanto en cuanto yo permaneciera en Gion; pero al marcharme, yo rompía mis lazos con ella. El Presidente envió a dos de sus contables para cerciorarse de que yo recibía de Mamita hasta el último yen de lo que me correspondía.

No puedo decir que no estuviera asustada hace tantos años cuando por primera vez cerré la puerta de mi apartamento en las Waldorf Towers. Pero Nueva York es una ciudad fascinante. Enseguida empecé a sentirme tan en casa como en Gion. De hecho, cuando pienso en ello, el recuerdo de las muchas y largas semanas que he pasado aquí con el Presidente ha hecho que mi vida en los Estados Unidos sea más rica en algunos sentidos de lo que lo fue en Japón. Mi pequeña casa de té, situada encima de un viejo club en una esquina de la Quinta Avenida, fue un pequeño éxito desde el principio. Bastantes geishas han venido de Gion a trabajar aquí conmigo e incluso Mameha me visita a veces. Ahora sólo voy allí cuando vienen a la ciudad amigos muy cercanos o viejos conocidos. Paso el tiempo de muchas otras maneras. Por las mañanas suelo reunirme con un grupo de artistas y escritores japoneses que viven en la zona para estudiar temas que nos interesan: la poesía, la música, y, en una ocasión, durante todo un mes, la historia de Nueva York. Almuerzo casi siempre con algún amigo. Y por las tardes me arrodillo delante del tocador y me arreglo para alguna reunión, a veces en mi propio apartamento. Cuando levanto la cortinilla de encaje que cubre mi espejo no puedo evitar el recuerdo del olor lechoso del maquillaje blanco que tan a menudo llevé en Gion. Me gustaría tanto volver allá de visita. Por otra parte, creo que me perturbaría ver todos los cambios. Cuando vienen las amistades con fotos de sus viajes a Kioto, a menudo pienso que a Gion le ha pasado lo que a los jardines mal cuidados, cada vez más llenos de malas hierbas. Por ejemplo, cuando murió Mamita hace algunos años, derribaron la okiya Nitta y la sustituyeron por un diminuto edificio de cemento que alberga una librería en la planta baja y dos apartamentos encima.

Cuando yo llegué a Gion por primera vez trabajaban allí ochocientas geishas. Hoy son menos de sesenta, además de un puñado de aprendizas, y disminuye cada día, ya que el ritmo de los cambios no decrece nunca aunque queramos convencernos de lo contrario. La última vez que el Presidente visitó Nueva York dimos un paseo por Central Park. Íbamos hablando del pasado; y al llegar a una vereda que discurre entre pinos, el Presidente se detuvo súbitamente. Me había hablado a menudo de los pinos que jalonaban la calle de las afueras de Osaka donde él se había criado; y mirándole supe que se acordaba de ellos. De pie, con las manos frágiles apoyadas en su bastón y con los ojos cerrados, inspiró profundamente el aroma del pasado.

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