Arthur Golden - Memorias De Una Geisha

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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– ¡Demonios, Sayuri, si pareces de verdad una campesina! -exclamó, y se volvió frunciendo el ceño.

Capítulo treinta

Esa misma noche mientras la familia Arashino dormía, escribí a Mamita a la luz del tadon que ardía bajo las cubetas de los tintes en el sótano. Una semana después, no sé si por efecto de mi carta o porque Mamita ya estaba dispuesta a volver a abrir la okiya, una anciana llamó a la puerta de la familia Arashino, y cuando la abrí me encontré con la Tía. Las mejillas se le hundían donde había perdido varios muelas, y el enfermizo color grisáceo de su piel me recordó a una sobra de sashimi de la noche anterior. Pero se veía que todavía estaba fuerte; en una mano llevaba una saca de carbón y alimentos en la otra para agradecerle a la familia Arashino su amabilidad conmigo.

Al día siguiente me despedí llorando y volví a Gion, donde Mamita, la Tía y yo nos dispusimos a volver a ordenarlo todo. Cuando recorrí la okiya, inspeccionando cada rincón, se me pasó por la cabeza la idea de que la casa nos estaba castigando por todos los años de abandono. Tuvimos que pasar cuatro o cinco días con lo peores problemas: limpiar la capa de polvo que se había posado espesa como una gasa sobre las maderas; sacar del pozo los restos de los ratones muertos; limpiar el cuarto de Mamita, en donde los pájaros habían roto los tatamis y utilizado la paja para construir nidos en la alcoba. Para mi sorpresa, Mamita trabajó tanto como nosotras, en parte porque no nos podíamos permitir más que dos criadas mayores, y una era la cocinera, aunque también teníamos una criadita joven, una niña llamada Etsuko. Era la hija del hombre en cuya granja habían vivido Mamita y la Tía. Como para recordarme cuántos años habían pasado desde mi llegada a Kioto con nueve años, ésa era también la edad de Etsuko. Parecía mirarme con el mismo temor con el que yo miraba a Hatsumono, aunque yo le sonreía siempre que podía. Era alta y flaca como una escoba, y su pelo largo parecía quedarse atrás cuando ella se escabullía por la casa. Tenía la cara delgadita como un grano de arroz, de modo que yo no podía dejar de pensar que un día la echarían a la olla, como me habían echado a mí, y se esponjaría tomando un delicioso color blanco, y estaría entonces preparada para el consumo.

Cuando la okiya volvió a estar habitable, me dispuse a hacer las visitas de rigor en Gion. Empecé por Mameha, que ahora vivía en un apartamento de una sola habitación encima de una farmacia en la zona del Santuario de Gion; desde su regreso, hacía un año, había estado sin danna que le pagara algo más espacioso. Se asustó al verme, porque tenía los pómulos muy marcados, según dijo. La verdad es que yo también me asusté al verla. El hermoso óvalo de su cara no había cambiado, pero tenía el cuello demasiado envejecido para su edad. Y lo más extraño es que a veces arrugaba la boca como una anciana, porque aunque yo los veía iguales, por poco se le caen los dientes durante la guerra y todavía le dolían a veces.

Hablamos un largo rato y luego le pregunté si creía ella que volverían a representarse las Danzas de la Antigua Capital a la siguiente primavera. Hacía varios años que no se habían representado.

– ¡Oh! ¿Por qué no? -dijo-. El tema podría ser «Danza en el Arroyo».

Si alguna vez has estado en una estación termal o en cualquier otro lugar turístico y te has entretenido con mujeres que se hacen pasar por geishas, pero que en realidad son prostitutas, comprenderás la bromita de Mameha. Las mujeres que representan la «Danza en el Arroyo» lo que hacen realmente es striptease. Hacen que se meten poco a poco en e agua, que les cubre cada vez más, y tienen que irse subiendo el kimono para que no se les moje, hasta que los hombres terminan viendo lo que estaban esperando y empiezan a vitorear y a brindar con sake unos con otros.

– Con todos los soldados americanos que hay ahora por Gion -continuó-, con el inglés llegarás más lejos que con la danza. Además el Teatro Kaburenjo ha sido convertido en un kyabarei.

Nunca había oído esa palabra, que se derivaba del francés «cabaret», pero enseguida supe qué significaba. Cuando todavía estaba viviendo con la familia Arashino, ya me habían llegado historias de las estruendosas fiestas de los soldados americanos en Gion. Pero cuando entré en el vestíbulo de la primera casa de té aquella tarde, observé que, en lugar de los zapatos masculinos ordenadamente colocados en el escalón, había una confusión de botas del ejército, cada una de las cuales me pareció tan grande como Taku, el perrito que había tenido Mamita en tiempos. Una vez dentro, lo primero que vi fue a un hombre americano en ropa interior metiéndose bajo el anaquel de una alcoba, mientras dos geishas tiraban de él, riéndose sin parar. Cuando vi el espeso y oscuro vello que cubría sus brazos y su pecho, e incluso su espalda, pensé que nunca había visto nada tan bestial. Al parecer, había perdido sus ropas en una apuesta y estaba intentando esconderse, pero no tardó en dejar que las dos mujeres lo condujeran del brazo por el vestíbulo y lo introdujeran en uno de los salones. Oí silbidos y vítores cuando entraron.

Como una semana después de mi regreso, estuve por fin preparada para hacer mi reaparición como geisha. Me pasé el día yendo del peluquero al vidente, remojándome las manos para quitarme las últimas manchas, y buscando por todo Gion el maquillaje que necesitaba. Como ya me aproximaba a los treinta, no tenía que ponerme maquillaje blanco salvo en las ocasiones especiales. Pero ese día sí que me pasé media hora en el tocador, intentando utilizar diferentes tonos de maquillaje occidental que disimularan lo delgada que estaba. Cuando el Señor Bekku vino a vestirme, la joven Etsuko nos estuvo observando, como yo había observado a Hatsumono; y fue el asombro que vi en sus ojos, más que el resto de lo que reflejaba el espejo, lo que me convenció de que volvía a Parecer una geisha.

Cuando por fin salí al caer la tarde, todo Gion estaba cubierto por un bello manto de nieve, tan fina que la más ligera brisa limpiaba los tejados. Llevaba un chal y un paraguas de laca, de modo que debía de estar tan irreconocible como cuando había venido de visita todavía con pinta de campesina. Sólo reconocí como a la mitad de las geishas que me crucé en el camino. Era fácil distinguir a las que habían vivido en Gion antes de la guerra, porque hacían una pequeña reverencia de cortesía al pasar, aunque no me reconocieran. Las otras se contentaban con una pequeña inclinación de cabeza.

Al ver tantos soldados aquí y allá, empecé a temer lo que me encontraría al llegar a la Casa de Té Ichiriki. Pero, de hecho, en el vestíbulo se alineaban los brillantes zapatos negros que llevaban los oficiales; y por extraño que parezca el lugar parecía más tranquilo que en mis tiempos de aprendiza. Nobu todavía no había llegado, o al menos, no vi signo de que estuviera por allí, pero me condujeron directamente a uno de los salones grandes del bajo y me dijeron que enseguida se reuniría conmigo. Por lo general habría tenido que esperar en un cuarto destinado al efecto, donde podía calentarme las manos y tomarme un té; a ninguna geisha le gusta que los hombres la vean sin hacer nada. Pero a mí no me importaba esperar a Nobu, y además me parecía un privilegio poder estar unos minutos sola en uno de aquellos salones. Durante los últimos cinco años había echado tanto de menos las cosas hermosas, y aquel salón habría sorprendido a cualquiera por lo bonito que era. Las paredes estaban enteladas con seda amarillo pálido, cuya textura daba una sensación de presencia y me hacía sentirme sujeta, igual que un huevo está contenido dentro de la cáscara.

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