– ¿Cuándo nos la podemos llevar? -preguntó entonces Ignacio.
Consultó Ramiro Arribas el reloj.
– El chico del almacén está haciendo unos recados y ya no regresará esta tarde. Me temo que no va a ser posible traer otra hasta mañana.
– ¿Y esta misma? ¿No podemos quedarnos esta misma máquina? -insistió Ignacio dispuesto a cerrar la gestión cuanto antes. Una vez tomada la decisión del modelo, todo lo demás le parecían trámites engorrosos que deseaba liquidar con rapidez.
– Ni hablar, por favor. No puedo consentir que la señorita Sira utilice una máquina que ya ha sido trasteada por otros clientes. Mañana por la mañana, a primera hora, tendré lista una nueva, con su funda y su embalaje. Si me da su dirección -dijo dirigiéndose a mí-, me encargaré personalmente de que la tengan en casa antes del mediodía.
– Vendremos nosotros a recogerla -atajé. Intuía que aquel hombre era capaz de cualquier cosa y una oleada de terror me sacudió al pensar que pudiera personarse ante mi madre preguntando por mí.
– Yo no puedo acercarme hasta la tarde, tengo que trabajar -señaló Ignacio. A medida que hablaba, una soga invisible pareció anudarse lentamente a su cuello, a punto de ahorcarle. Ramiro apenas tuvo que molestarse en tirar de ella un poquito.
– ¿Y usted, señorita?
– Yo no trabajo -dije evitando mirarle a los ojos.
– Hágase usted cargo del pago entonces -sugirió en tono casual.
No encontré palabras para negarme e Ignacio ni siquiera intuyó a lo que aquella propuesta de apariencia tan simple nos estaba abocando. Ramiro Arribas nos acompañó hasta la puerta y nos despidió con afecto, como si fuéramos los mejores clientes que aquel establecimiento había tenido en su historia. Con la mano izquierda palmeó vigoroso la espalda de mi novio, con la derecha estrechó otra vez la mía. Y tuvo palabras para los dos.
– Ha hecho usted una elección magnífica viniendo a la casa Hispano-Olivetti, créame, Ignacio. Le aseguro que no va a olvidar este día en mucho tiempo.
– Y usted, Sira, venga, por favor, sobre las once. La estaré esperando.
Pasé la noche dando vueltas en la cama, incapaz de dormir. Aquello era una locura y aún estaba a tiempo de escapar de ella. Sólo tenía que decidir no volver a la tienda. Podría quedarme en casa con mi madre, ayudarla a sacudir los colchones y a fregar el suelo con aceite de linaza; charlar con las vecinas en la plaza, acercarme después al mercado de la Cebada a por un cuarterón de garbanzos o un pedazo de bacalao. Podría esperar a que Ignacio regresara del ministerio y justificar el incumplimiento de mi cometido con cualquier simple mentira: que me dolía la cabeza, que creí que iba a llover. Podría echarme un rato tras la comida, seguir fingiendo a lo largo de las horas un difuso malestar. Ignacio iría entonces solo, cerraría el pago con el gerente, recogería la máquina y allí acabaría todo. No volveríamos a saber más de Ramiro Arribas, jamás se cruzaría de nuevo en nuestro camino. Su nombre iría cayendo poco a poco en el olvido y nosotros seguiríamos adelante con nuestra pequeña vida de todos los días. Como si él nunca me hubiese acariciado los dedos con el deseo a flor de piel; como si nunca me hubiese comido con los ojos desde detrás de una persiana. Era así de fácil, así de simple. Y yo lo sabía.
Lo sabía, sí, pero fingí no saberlo. Al día siguiente esperé a que mi madre saliera a sus recados, no quería que viera cómo me arreglaba: habría sospechado que algo raro me traía entre manos al verme compuesta tan de mañana. En cuando oí la puerta cerrarse tras ella, comencé a prepararme apresurada. Llené una palangana para lavarme, me rocié con agua de lavanda, calenté en el fogón las tenacillas, planché mi única blusa de seda y descolgué las medias del alambre donde habían pasado la noche secándose al relente. Eran las mismas del día anterior: no tenía otras. Me obligué a sosegarme y me las puse con cuidado, no fuera con las prisas a hacerles una carrera. Y cada uno de aquellos movimientos mecánicos mil veces repetidos en el pasado tuvo aquel día, por primera vez, un destinatario definido, un objetivo y un fin: Ramiro Arribas. Para él me vestí y me perfumé, para que me viera, para que me oliera, para que volviera a rozarme y se volcara en mis ojos otra vez. Para él decidí dejarme el pelo suelto, la melena lustrosa a media espalda. Para él estreché mi cintura apretando con fuerza el cinturón sobre la falda hasta casi no poder respirar. Para él: todo sólo para él.
Recorrí las calles con determinación, escabullendo miradas ansiosas y halagos procaces. Me obligué a no pensar: evité calcular la envergadura de mis actos y no quise pararme a adivinar si aquel trayecto me estaba llevando al umbral del paraíso o directamente al matadero. Recorrí la Costanilla de San Andrés, atravesé la plaza de los Carros y, por la Cava Baja, me dirigí a la Plaza Mayor. En veinte minutos estaba en la Puerta del Sol; en menos de media hora alcancé mi destino.
Ramiro me esperaba. Tan pronto intuyó mi silueta en la puerta, zanjó la conversación que mantenía con otro empleado y se dirigió a la salida cogiendo al vuelo el sombrero y una gabardina. Cuando lo tuve a mi lado quise decirle que en el bolso llevaba el dinero, que Ignacio le mandaba sus saludos, que tal vez aquella misma tarde empezaría a aprender a teclear. No me dejó. No me saludó siquiera. Sólo sonrió mientras mantenía un cigarrillo en la boca, rozó el final de mi espalda y dijo vamos. Y con él fui.
El lugar elegido no pudo ser más inocente: me llevó al café Suizo. Al comprobar aliviada que el entorno era seguro, creí que quizá aún estaba a tiempo de lograr la salvación. Pensé incluso, mientras él buscaba una mesa y me invitaba a sentarme, que tal vez ese encuentro no tenía más doblez que la simple muestra de atención hacia una clienta. Hasta comencé a sospechar que todo aquel descarado galanteo podría no haber sido más que un exceso de fantasía por mi parte. Pero no fue así. A pesar de la inofensividad del ambiente, nuestro segundo encuentro volvió a colocarme en el borde del abismo.
– No he podido dejar de pensar en ti ni un solo minuto desde que te fuiste ayer -me susurró al oído apenas nos acomodamos.
Me sentí incapaz de replicar, las palabras no llegaron a mi boca: como azúcar en el agua, se diluyeron en algún lugar incierto del cerebro. Volvió a tomarme una mano y la acarició al igual que la tarde anterior, sin dejar de observarla.
– Tienes asperezas, dime, ¿qué han estado haciendo estos dedos antes de llegar a mí?
Su voz seguía sonando próxima y sensual, ajena a los ruidos de nuestro alrededor: al entrechocar del cristal y la loza contra el mármol de las mesas, al runrún de las conversaciones mañaneras y a las voces de los camareros pidiendo en la barra las comandas.
– Coser -susurré sin levantar los ojos del regazo.
– Así que eres modista.
– Lo era. Ya no. -Alcé por fin la mirada-. No hay mucho trabajo últimamente -añadí.
– Por eso ahora quieres aprender a usar una máquina de escribir.
Hablaba con complicidad, con cercanía, como si me conociera: como si su alma y la mía llevaran esperándose desde el principio de los tiempos.
– Mi novio ha pensado que prepare unas oposiciones para hacerme funcionaria como él -dije con un punto de vergüenza.
La llegada de las consumiciones frenó la conversación. Para mí, una taza de chocolate. Para Ramiro, café negro como la noche. Aproveché la pausa para contemplarle mientras él intercambiaba unas frases con el camarero. Llevaba un traje distinto al del día anterior, otra camisa impecable. Sus maneras eran elegantes y, a la vez, dentro de aquel refinamiento tan ajeno a los hombres de mi entorno, su persona rezumaba masculinidad por todos los poros del cuerpo: al fumar, al ajustarse el nudo de la corbata, al sacar la cartera del bolsillo o llevarse la taza a la boca.
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