Mi estado de salud mejoraba al mismo ritmo que el de mi ánimo, con paso de caracol. Seguía en los huesos y el tono mortecino de mi tez contrastaba con los rostros tostados por el sol del verano de mi alrededor. Mantenía agarrotados los sentidos y fatigada el alma; aún sentía casi como el primer día el desgarro causado por el abandono de Ramiro. Continuaba añorando al hijo de cuya existencia prenatal sólo tuve constancia durante unas horas y me recomía la preocupación por el devenir de mi madre en el Madrid sitiado. Seguía asustada por las denuncias que sobre mí existían y por las advertencias de don Claudio, atemorizada ante la idea de no poder hacer frente a la deuda pendiente y la posibilidad de acabar en la cárcel. Aún tenía el pánico por compañero y me seguían escociendo con rabia las heridas.
Uno de los efectos del enamoramiento loco y obcecado es que anula los sentidos para percibir lo que acontece a tu alrededor. Corta al ras la sensibilidad, la capacidad para la percepción. Te obliga a concentrar tanto la atención en un ser único que te aísla del resto del universo, te aprisiona dentro de una coraza y te mantiene al margen de otras realidades aunque éstas transcurran a dos palmos de tu cara. Cuando todo saltó por los aires, me di cuenta de que aquellos ocho meses que había pasado junto a Ramiro habían sido de tal intensidad que apenas había tenido contacto cercano con nadie más. Sólo entonces fui consciente de la magnitud de mi soledad. En Tánger no me molesté en establecer relaciones con nadie: no me interesaba ningún ser más allá de Ramiro y lo que con él tuviera que ver. En Tetuán, sin embargo, él ya no estaba, y consigo se habían marchado mi asidero y mis referencias; hube por ello de aprender a vivir sola, a pensar en mí y a pelear para que el peso de su ausencia fuera poco a poco haciéndose menos desolador. Como decía el folleto de las Academias Pitman, larga y escarpada es la senda de la vida.
Terminó agosto y llegó septiembre con sus tardes menos largas y las mañanas más frescas. Los días transcurrían lentos sobre el ajetreo de La Luneta. La gente entraba y salía de las tiendas, los cafés y los bazares, cruzaba la calle, se detenía en los escaparates y charlaba con conocidos en las esquinas. Mientras contemplaba desde mi atalaya el cambio de luz y aquel dinamismo imparable, era plenamente consciente de que yo también necesitaba cada vez con más urgencia ponerme en movimiento, iniciar una actividad productiva para dejar de vivir de la caridad de Candelaria y comenzar a juntar los duros destinados a solventar mi deuda. No daba, sin embargo, con la manera de hacerlo y, para compensar mi inactividad y mi nula contribución a la economía de la casa, me esforzaba al menos en colaborar en lo posible para aligerar las tareas domésticas y no ser sólo un bulto tan improductivo como un mueble arrumbado. Pelaba patatas, ponía la mesa y tendía la ropa en la azotea. Ayudaba a Jamila a pasar el polvo y a limpiar cristales, aprendía de ella algunas palabras en árabe y me dejaba obsequiar por sus eternas sonrisas. Regaba las macetas, sacudía las alfombras y anticipaba pequeñas necesidades de las que antes o después alguien tendría que encargarse. En sintonía con los cambios de temperatura, la pensión se fue también preparando para la llegada del otoño y yo cooperé en ello. Cambiamos las camas de todos los cuartos; mudamos sábanas, retiramos las colchas de verano y bajamos los cobertores de invierno de los altillos. Me di cuenta entonces de que gran parte de aquella lencería necesitaba un repaso urgente, así que dispuse un gran cesto de ropa blanca junto al balcón y me senté a enmendar desgarrones, reafirmar dobladillos y rematar flecos sueltos.
Y entonces sucedió lo inesperado. Nunca habría podido imaginar que la sensación de volver a tener una aguja entre los dedos llegara a resultar tan gratificante. Aquellas colchas ásperas y aquellas sábanas de basto lienzo nada tenían que ver con las sedas y muselinas del taller de doña Manuela, y los remiendos de sus desperfectos distaban un mundo de los pespuntes delicados que en otro tiempo me dediqué a hacer para componer las prendas de las grandes señoras de Madrid. Tampoco el humilde comedor de Candelaria se asemejaba al taller de doña Manuela, ni la presencia de la muchachita mora y el trasiego incesante del resto de los belicosos huéspedes se correspondían con las figuras de mis antiguas compañeras de faena y la exquisitez de nuestras clientas. Pero el movimiento de la muñeca era el mismo, y la aguja volvía a correr veloz ante los ojos, y mis dedos se afanaban por dar con la puntada certera igual que durante años lo había hecho, día a día, en otro sitio y con otros destinos. La satisfacción de coser de nuevo fue tan grata que durante un par de horas me devolvió a tiempos más felices y logró disolver temporalmente el peso de plomo de mis propias miserias. Era como estar de vuelta en casa.
La tarde caía y apenas quedaba luz cuando regresó Candelaria de una de sus constantes salidas. Me encontró rodeada de pilas de ropa recién remendada y con la penúltima toalla entre las manos.
– No me digas, niña, que sabes coser.
Mi réplica a tal saludo fue, por primera vez en mucho tiempo, una sonrisa afirmativa, casi triunfal. Y entonces la patrona, aliviada por haber encontrado al fin alguna utilidad en aquel lastre en que mi presencia se estaba convirtiendo, me llevó hasta su dormitorio y se dispuso a volcar sobre la cama el contenido entero de su armario.
– A este vestido le bajas la bastilla, a este abrigo le vuelves el cuello. A esta blusa le arreglas las costuras y a esta falda le sacas un par de dedos de cadera, que últimamente me he echado unos kilillos encima y no hay manera de que me entre en el cuerpo.
Y así hasta un montón enorme de viejas prendas que apenas me cabían entre los brazos. Sólo me llevó una mañana resolver los desperfectos de su ajado vestuario. Satisfecha con mi eficacia y decidida a calibrar en pleno el potencial de mi productividad, Candelaria volvió aquella tarde con un corte de cheviot para un chaquetón.
– Lana inglesa, de la mejor. La traíamos de Gibraltar antes de que empezara el jaleo, ahora se está poniendo muy dificilísimo dar con ella. ¿Te atreves?
– Consígame un buen par de tijeras, dos metros de forro, media docena de botones de carey y un carrete de hilo marrón. Ahora mismo le tomo medidas y mañana por la mañana se lo tengo listo.
Con aquellos parcos medios y la mesa de comedor como base de operaciones, a la hora de la cena tenía el encargo preparado para prueba. Antes del desayuno estaba terminado. Apenas abrió el ojo, con las legañas aún pegadas y el pelo cogido bajo una redecilla, Candelaria se ajustó la prenda sobre el camisón y examinó con incredulidad su efecto ante el espejo. Las hombreras se asentaban impecables sobre su osamenta y las solapas se abrían a los lados en perfecta simetría, disimulando lo excesivo de su perímetro pectoral. El talle se marcaba grácil con un amplio cinturón, el corte acertado de la caída disimulaba la opulencia de sus caderas de yegua. Las vueltas anchas y elegantes de las mangas remataban mi obra y sus brazos. El resultado no podía ser más satisfactorio. Se contempló de frente y perfil, de espalda y medio lado. Una vez, otra; ahora abrochado, ahora abierto, el cuello subido, el cuello bajado. Con su locuacidad contenida, concentrada en valorar con precisión el producto. Otra vez de frente, otra vez de lado. Y, al final, el juicio.
– La madre que te parió. Pero ¿cómo no me has avisado antes de la mano que tienes, mi alma?
Dos nuevas faldas, tres blusas, un vestido camisero, un par de trajes de chaqueta, un abrigo y una bata de invierno fueron acomodándose en las perchas de su armario a medida que ella se las iba arreglando para traer de la calle nuevos trozos de tela invirtiendo en ellos lo mínimo posible.
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