María Dueñas - El tiempo entre costuras

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Una novela de amor y espionaje en el exotismo colonial de África.
La joven modista Sira Quiroga abandona Madrid en los meses convulsos previos al alzamiento arrastrada por el amor desbocado hacia un hombre a quien apenas conoce.
Juntos se instalan en Tánger, una ciudad mundana, exótica y vibrante en la que todo lo impensable puede hacerse realidad. Incluso la traición y el abandono de la persona en quien ha depositado toda su confianza. El tiempo entre costuras es una aventura apasionante en la que los talleres de alta costura, el glamur de los grandes hoteles, las conspiraciones políticas y las oscuras misiones de los servicios secretos se funden con la lealtad hacia aquellos a quienes queremos y con el poder irrefrenable del amor.
Una novela femenina que tiene todos los ingredientes del género: el crecimiento personal de una mujer, una historia de amor que recuerda a Casablanca… Nos acerca a la época colonial española. Varios críticos literarios han destacado el hecho de que mientras en Francia o en Gran Bretaña existía una gran tradición de literatura colonial (Malraux, Foster, Kippling…), en España apenas se ha sacadoprove cho de la aventura africana. Un homenaje a los hombres y mujeres que vivieron allí. Además la autora nos aproxima a un personaje real desconocido para el gran público: Juan Luis Beigbeder, el primer ministro de Exteriores del gobierno de Franco.

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– Buen trabajo, Sidi. Esa información va a resultarnos de gran utilidad.

No parecía sorprendido. Ni impresionado. Ni agradecido. Neutro e impasible. Como si aquello no le resultara nuevo.

– No parece extrañarle la noticia -dije-. ¿Sabía ya algo al respecto?

Encendió un Craven A y su respuesta llegó con la primera bocanada de humo.

– Esta misma mañana nos han informado del encuentro de Da Silva con Bernhardt. Tratándose de él, en este momento lo único que pueden estar gestionando es algo relacionado con el suministro de wolframio, lo cual nos confirma lo que sospechábamos: la deslealtad de Da Silva hacia nosotros. Ya hemos transmitido un memorándum a Londres informando al respecto.

Aunque noté un pequeño estremecimiento, intenté sonar natural. Mis presuposiciones iban por buen camino, pero aún tenía que seguir avanzando.

– Vaya, qué coincidencia que alguien les haya puesto hoy mismo al tanto. Creí que yo era la única a cargo de esta misión.

– A media mañana hemos recibido por sorpresa a un agente emplazado en Portugal. Ha sido algo totalmente inesperado; salió anoche de Lisboa en automóvil.

– ¿Y vio ese agente a Bernhardt reunido con Da Silva? -pregunté con fingida sorpresa.

– Él personalmente, no, pero alguien de su entera confianza sí lo hizo.

Estuve a punto de echarme a reír. Así que su agente había sido informado acerca de Bernhardt por alguien de su entera confianza. Bueno, después de todo, aquello era un halago.

– Bernhardt nos interesa muchísimo -prosiguió Hillgarth ajeno a mis pensamientos-. Como le dije en Tánger, él es el cerebro de Sofindus, la corporación bajo la que el Tercer Reich realiza sus transacciones empresariales en España. Saber que está en tratos con Da Silva en Portugal va a tener un impacto enorme para nosotros porque…

– Disculpe, capitán -interrumpí-. Permítame que le haga otra pregunta. El agente que le ha informado de que Bernhardt ha negociado con Da Silva, ¿es también alguien del SOE, uno de sus recientes fichajes como yo?

Apagó el cigarrillo concienzudamente antes de responder. Después alzó los ojos.

– ¿Por qué lo pregunta?

Sonreí con todo el candor que mi falsedad fue capaz de impostar.

– Por nada en concreto -dije encogiéndome de hombros-. Es una coincidencia tan casual que los dos hayamos aparecido con la misma información exactamente el mismo día que la situación me resulta hasta graciosa.

– Pues lamento desencantarla, pero no, me temo que no se trata de un agente del SOE recién captado para esta guerra. La información nos ha llegado a través uno de nuestros hombres del SIS, nuestro Servicio de Inteligencia digamos convencional. Y no nos cabe la menor duda acerca de su veracidad: se trata de un agente de absoluta solidez con bastantes años de experiencia. Un pata negra, como dirían ustedes los españoles.

Clic. Un escalofrío me recorrió la espalda. Todas las piezas se habían acoplado ya. Lo oído encajaba limpiamente en mis previsiones, pero palpar la certeza con toda su contundencia fue como sentir un soplo de aire frío en el alma. Sin embargo, no era momento de perderme en sensaciones, sino de seguir progresando. De demostrar a Hillgarth que las agentes advenedizas también éramos capaces de dejarnos la piel en las misiones que nos encomendaban.

– Y su hombre del SIS, ¿le ha informado de algo más? -pregunté clavándole la mirada.

– No, lamentablemente, no ha podido aportarnos ningún detalle preciso, pero…

No le dejé continuar.

– ¿No le ha hablado de cómo y dónde tuvo lugar la negociación, ni le ha dado los nombres y apellidos de todos los que allí estuvieron presentes? ¿No le ha informado sobre los términos acordados, las cantidades de wolframio que tienen previsto extraer, el precio de la tonelada, la forma de hacer los pagos y la manera de burlar los impuestos de exportación? ¿No le ha dicho que van a cortar el suministro de manera radical a los ingleses en menos de dos semanas? ¿No le ha contado que Da Silva, además de traicionarles a ustedes, ha conseguido arrastrar consigo a los mayores propietarios de minas de la Beira para poder negociar en bloque unas condiciones más ventajosas con los alemanes?

Bajo las cejas pobladas, la mirada del agregado naval se había vuelto de acero. Su voz sonó rota.

– ¿Cómo ha sabido todo eso, Sidi?

Le mantuve la mirada con orgullo. Me habían obligado a andar al borde de un precipicio durante más de diez días y yo había conseguido alcanzar el final sin despeñarme: era hora de hacerle saber qué había encontrado al llegar.

– Porque cuando una modista hace bien su trabajo, cumple hasta el final.

Durante toda la conversación mantuve mi cuaderno de patrones discretamente colocado en las rodillas. Tenía la cubierta medio arrancada, algunas páginas dobladas y un buen montón de manchas y restos de suciedad que testimoniaban los movidos avatares por los que había pasado desde que abandonara el armario de mi hotel en Estoril. Lo dejé entonces encima de la mesa y puse las manos abiertas sobre él.

– Aquí están todos los detalles: hasta la última sílaba de lo que esa noche quedó pactado. ¿Tampoco le ha hablado de un cuaderno su agente del SIS?

El hombre que acababa de reentrar en mi vida de una forma tan arrolladura era sin duda un cuajado espía al servicio de la Inteligencia Secreta de su majestad, pero, en aquel turbio asunto del wolframio, yo acababa de ganarle por la mano la partida.

67

Abandoné el edificio del encuentro clandestino con algo distinto pegado a la piel. Algo que carecía de nombre, algo nuevo. Caminé despacio por las calles mientras intentaba encontrar una etiqueta para aquella sensación, sin preocuparme de comprobar si alguien me seguía e indiferente a la posibilidad de toparme con alguna presencia indeseada al torcer cualquier esquina. Ningún signo externo me hacía aparentemente distinta de la mujer que había recorrido esas mismas aceras en sentido inverso unas horas atrás, con idéntico traje y los pies metidos en los mismos zapatos. Nadie que me hubiera visto al ir y al volver habría sido capaz de percibir en mí cambio alguno, excepto que ya no llevaba un cuaderno conmigo. Pero yo sí era consciente de lo que había pasado. Y Hillgarth también. Los dos sabíamos que, en aquella tarde de fines de mayo, el orden de las cosas se había alterado irremediablemente.

Aunque fue parco en palabras, su actitud evidenció que los datos que yo acababa de ofrecerle componían un copioso arsenal de información valiosísima que debería ser analizado de forma milimétrica por su gente en Londres sin perder un solo segundo. Aquellos detalles iban a hacer saltar alarmas, a quebrar alianzas y a reconducir el rumbo de cientos de operaciones. Y con ello, presentí, la actitud del agregado naval acababa también de cambiar radicalmente. En sus ojos había visto fraguarse una imagen distinta de mí: su fichaje más temerario, la costurera inexperta de potencial prometedor, pero incierto, se le había transformado de la noche a la mañana en alguien capaz de resolver cuestiones escabrosas con el arrojo y el rendimiento de un profesional. Tal vez careciera de método y me faltaran conocimientos técnicos; ni siquiera era una de los suyos por mi mundo, mi patria y mi lengua. Pero había respondido con mucha más solvencia de lo esperado y eso me ponía en una nueva posición en su escala.

Tampoco era exactamente alegría lo que notaba clavado en los huesos mientras los últimos rayos de sol acompañaban mis pasos de vuelta a casa. Ni entusiasmo, ni emoción. Quizá la palabra que mejor encajara en el sentimiento que me invadía fuera orgullo. Por primera vez en mucho tiempo, tal vez por primera vez en toda mi vida, me sentía orgullosa de mí misma. Orgullosa de mis capacidades y de mi resistencia, de haber superado airosamente las expectativas que sobre mí existían. Orgullosa al saberme capaz de aportar un grano de arena para hacer de aquel mundo de locos un sitio mejor. Orgullosa de la mujer que había llegado a ser.

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