Salí de la peluquería sin los patrones, con el pelo perfecto y el ánimo aún turbio. La tarde seguía desapacible, pero decidí dar un paseo en vez de regresar a casa directamente: prefería mantenerme distraída y alejada de las cartas de Beigbeder mientras llegaban las noticias de Hillgarth sobre qué hacer con ellas. Ascendí sin rumbo fijo por la calle de Alcalá hasta la Gran Vía; el paseo fue tranquilo y seguro en un principio pero, a medida que avanzaba, noté cómo aumentaba la densidad humana de las aceras, mezclando a paseantes bien arreglados con limpiabotas, recogecolillas y mendigos tullidos que enseñaban sus lacras sin pudor en busca de caridad. Fui entonces consciente de que estaba extralimitando el perímetro acotado por Hillgarth: me estaba adentrando en un terreno un tanto peligroso en el que tal vez pudiera cruzarme con alguien que un día me conoció. Probablemente nunca sospecharan que la mujer que caminaba envuelta en un elegante abrigo de lana gris había suplantado a la modistilla que años atrás fui pero, por si acaso, decidí entrar en un cine para matar el resto de la tarde y evitar, de paso, exponerme más de lo conveniente.
El Palacio de la Música era la sala y Rebeca , la película. La sesión ya estaba comenzada, pero no me importó: el argumento no me interesaba, sólo quería un poco de privacidad mientras transcurrían las horas necesarias para que alguien hiciera llegar a mi casa instrucciones sobre cómo actuar. El acomodador me acompañó a una de las últimas filas laterales mientras Laurence Olivier y Joan Fontaine recorrían a toda velocidad una carretera llena de curvas a bordo de un auto sin capota. Tan pronto como acostumbré la vista a la oscuridad, percibí que el gran patio de butacas estaba prácticamente lleno; mi fila y su zona, sin embargo, por su lejanía, tan sólo la ocupaban algunos cuerpos moteados aquí y allá. A la izquierda tenía varias parejas; a la derecha, nadie. Por poco tiempo, no obstante: apenas un par de minutos después de llegar, noté que alguien se sentaba en el extremo de la fila, a no más de diez o doce butacas de distancia. Un hombre. Solo. Un hombre solo cuyo rostro no pude percibir entre las sombras. Un hombre cualquiera que jamás me habría llamado la atención de no ser porque llevaba puesta una gabardina clara con el cuello levantado, idéntica a la del individuo que me seguía desde hacía más de una semana. Un hombre con gabardina de cuello alzado a quien, a juzgar por la dirección de su mirada, más que la trama cinematográfica, le interesaba yo.
Un sudor frío me recorrió la espalda. De golpe supe que mis presuposiciones no habían sido vanas, sino reales: aquel individuo estaba allí por mí, me había seguido probablemente desde la peluquería, tal vez incluso desde mi domicilio; había caminado tras mis pasos durante centenares de metros, me había observado cuando pagaba la entrada a la taquillera, mientras recorría el vestíbulo, entraba en la sala y encontraba mi sitio. Observarme sin que yo lo viera no había sido suficiente para él, sin embargo: una vez me tuvo localizada, se había instalado apenas a unos metros, cortándome el paso hacia la salida. Y yo, incauta y abrumada por las noticias del cese de Beigbeder, había decidido en el último momento no hacer partícipe a Hillgarth de mis sospechas, por más que éstas hubieran incrementado a lo largo de los días. Mi primera idea fue escapar, pero inmediatamente noté que estaba encajonada. No podía acceder al pasillo derecho sin que él me dejara pasar; si decidía hacerlo por el flanco izquierdo, tendría que importunar a un puñado de espectadores que protestarían molestos por la interrupción y deberían levantarse o encoger las piernas para que pudiera abrirme paso, lo cual daría tiempo de sobra al desconocido para abandonar su butaca y seguirme. Recordé entonces los consejos de Hillgarth durante la comida en la Legación Americana: ante cualquier sospecha de seguimiento, tranquilidad, seguridad, apariencia de normalidad.
El descaro del extraño de la gabardina no presagiaba, sin embargo, nada bueno: lo que hasta entonces había sido un seguimiento disimulado y sutil parecía haber dado paso bruscamente a una ostentosa declaración de intenciones. Estoy aquí para que me vea, parecía decir sin palabras. Para que sepa que la vigilo y que sé adónde va; para que sea consciente de que puedo meterme en su vida con toda facilidad: vea, hoy he decidido seguirla hasta el cine y bloquearle la salida; mañana puedo hacer con usted lo que me venga en gana.
Fingí no prestarle atención y me esforcé por concentrarme en la película, pero no lo logré. Las escenas pasaban ante mis ojos sin sentido ni coherencia: una mansión tétrica y majestuosa, un ama de llaves con aspecto maléfico, una protagonista que siempre se comportaba de manera equivocada y el fantasma de una mujer fascinante flotando en el aire. La sala entera parecía subyugada; mi preocupación, no obstante, estaba volcada en otro asunto más cercano. Mientras transcurrían los minutos y en la pantalla se sucedían imágenes cambiantes en blanco, negro y gris, dejé caer varias veces la melena sobre el lado derecho de la cara y, a través de ella, intenté escudriñar al desconocido disimuladamente. No conseguí distinguir sus rasgos: la distancia y la oscuridad me lo impidieron. Pero entre nosotros se estableció una especie de relación muda y tensa, como si el común desinterés por la película nos uniera. Ninguno de los dos contuvo el aliento cuando la protagonista sin nombre rompió aquella figura de porcelana, tampoco sentimos pánico cuando el ama de llaves intentó persuadirla para que se arrojara al vacío; ni siquiera se nos heló el corazón al saber que el propio Max de Winter tal vez había sido el asesino de su perversa esposa.
La palabra fin apareció tras el incendio de Manderley y la sala comenzó a inundarse de luz. Mi reacción inmediata fue ocultar el rostro: por alguna razón absurda, sentí que la ausencia de oscuridad me haría más vulnerable ante los ojos del perseguidor. Incliné la cabeza, dejé que el pelo me tapara la cara una vez más, y fingí ensimismarme en buscar algo en el bolso. Cuando por fin alcé la vista unos centímetros y miré hacia la derecha, el hombre había desaparecido. Me mantuve en el patio de butacas hasta que la pantalla quedó en blanco, con el miedo agarrado a la boca del estómago. Se encendieron todas las luces, los espectadores más rezagados abandonaron la sala, los acomodadores entraron buscando desperdicios y objetos olvidados entre las butacas. Sólo entonces, acobardada aún, me armé de valor y me levanté.
El gran vestíbulo se mantenía abarrotado y ruidoso: sobre la calle caía un aguacero y los espectadores a la espera de salir se mezclaban apretados con los de la sesión a punto de empezar. Me cobijé semioculta tras una columna en una esquina apartada y, entre el gentío, las voces y el humo denso de mil cigarrillos, me sentí anónima y momentáneamente a salvo. Pero la frágil sensación de seguridad duró apenas unos minutos: los que tardó la masa en comenzar a disolverse. Los recién llegados accedieron por fin a la sala para ensimismarse con las desventuras de los De Winter y sus fantasmas; el resto -al amparo de paraguas y sombreros los más prevenidos, de chaquetas alzadas y periódicos abiertos sobre la cabeza los más incautos, o simplemente cargados de arrojo los más valientes- fueron abandonando poco a poco el mundo fastuoso del cine y saliendo a la calle para enfrentarse a la realidad de todos los días, una realidad que aquella noche de otoño se presentaba con una densa cortina de agua cayendo inclemente del cielo.
Encontrar un taxi era una batalla perdida de antemano, así que, al igual que los centenares de seres que me precedieron, me armé de valor y, con tan sólo un pañuelo de seda cubriéndome el pelo y el cuello alzado del abrigo, me dispuse a regresar a casa bajo la lluvia. Mantuve el paso presuroso, deseando llegar cuanto antes para refugiarme tanto del aguacero como de las decenas de sospechas que me acosaron al andar. Volví la cabeza constantemente: de pronto creía que me seguían, de pronto parecía que me habían dejado de seguir. Cualquier individuo con gabardina me hacía apretar el ritmo, aunque su silueta no se correspondiera con la del hombre que yo temía. Alguien pasó con prisa a mi lado y, al sentir su roce involuntario en el brazo, corrí a refugiarme junto al escaparate de una farmacia cerrada; un mendigo me tiró de la manga rogando caridad y por limosna recibió un grito asustado. Intenté andar al paso de varias parejas respetables hasta que, sospechosas de mi obsesiva cercanía, ellas mismas se apartaron de mí. Los charcos me llenaron las medias de salpicaduras de barro, se me enganchó el tacón izquierdo en una alcantarilla. Crucé las calles con apremio y angustia, sin apenas fijarme en el tráfico. Los focos de un automóvil me deslumbraron en un cruce; un poco más allá recibí el bocinazo de un motocarro y estuve a punto de ser arrollada por un tranvía; apenas unos metros más adelante logré de un salto librarme del atropello de un coche oscuro que probablemente no percibió mi figura bajo la lluvia. O tal vez sí.
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