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Álvaro Pombo: La Fortuna de Matilda Turpin

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Álvaro Pombo La Fortuna de Matilda Turpin

La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta de Novela 2006 Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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Antonio contempla ahora a Emilia sentada frente a él entre Juan Campos y Fernando Campos, que quedan así, frente a frente, en esta mesa ovalada. Las mesas de todos los comedores de Matilda fueron siempre ovaladas. Detestaba las mesas alargadas, que le parecían provincianas, con su distribución jerárquica y sus dos cabezas. Esta contemplación de su mujer, cada vez más frecuente después de la muerte de Matilda, tiene esta tarde una peculiar agudeza: Emilia parece cansada. Es una mujer morena, muy delgada, elegante, alta, a quien Matilda conoció muy joven y convirtió en su secretaria particular. Emilia acompañaba a Matilda a todas partes. Al morir Matilda con cincuenta y seis, Emilia quedó desolada, y quedó, sobre todo -reflexiona por millonésima vez esta tarde Antonio-, mutilada, sin nada que hacer, sin ningún proyecto personal. Todos los proyectos personales de Emilia en vida de Matilda eran los proyectos de Matilda. Emilia quedó vacía, y sin embargo con una enorme cantidad de impulso todavía, que se ha ido desarrollando hasta la fecha. La verdadera hija de Matilda fue Emilia, no Andrea. La muerte de Matilda fue terrible, su particular muerte propia fue una agonía iracunda. El cáncer, la muerte, agarraron a Matilda muy joven todavía, con muchas ganas de seguir viviendo. Matilda no perdonó al mundo, a los demás, aquella su muerte prematura, que la hacía fracasar, que enturbió los últimos proyectos que tenía entre manos, porque Matilda Turpin se empeñó en seguir llevándolos personalmente cuando ya no podía preparar minuciosamente los negocios.

Emilia es ahora el movimiento residual, el resto de aceleración que dejó impreso en la vida de todos Matilda Turpin. Antonio no es un personaje reflexivo: es un hombre tranquilo que se encuentra a gusto desempeñando tareas secundarias en una familia, siempre que se sienta bien tratado: hizo las veces de chófer, de carpintero, de administrador, hizo sobre todo, durante toda la infancia y primera juventud de los chicos, el papel de tutor. Se educó con Juan Campos, quien fue a su vez como un tutor para Antonio. Aún hoy día caracteriza a Antonio Vega una amable aceptación del anonimato, está contento con su vida, y estaría feliz si no fuera porque el deterioro de Emilia es cada día más visible.

Apenas han hablado durante la comida. Juan Campos suspira y se dispone a levantarse. Permanece sentado sin embargo, aún por un momento contemplando con una mirada entornada esta escena final del almuerzo en el Asubio que se incrusta en otros miles de almuerzos parecidos en presencia de Matilda. Las cosas son más fáciles ahora sin Matilda que con ella presente. Éste es ahora un pensamiento desolador. Pero Juan Campos no se enfrenta nunca cara a cara a la desolación, como si la desolación fuese un contorno, un margen difuso de la vida. Juan está a salvo de la desolación porque no la niega y por lo tanto tampoco la afirma. ¿Es entonces preferible esta Matilda ausente, muerta, deshaciéndose en la caediza memoria de todos los presentes, a una Matilda vigorosa, encantadora pero también fría, agresiva, poco atenta a los Pormenores de la vida que no le concernían directamente? Ha habido tensión en este almuerzo, pero no es por culpa de Matilda. Es sólo Fernandito que, quizá, ha venido sólo a pasar el fin de semana -sospecha ahora Juan sonriente – para perturbarme un poco. Emilia retira ahora los platos con ayuda de Antonio. Fernandito, sentado, bebe a sorbos su vaso de agua. Siempre se ha acogido al privilegio de ser el benjamín. Ahora Antonio, como si tratara de recapitular en una línea todo un episodio o toda una vida, piensa: esta casa se acabó con Matilda. Lo que queda ahora es la sombra, la cáscara de lo que fue. Pero se da cuenta Antonio de que decir esto es a la vez una falsedad, un absurdo: para bien o para mal, nosotros estamos aún aquí y nosotros Somos seres sustanciales. ¿Qué va a ser de nosotros ahora?

IV

– ¡Qué coche más guapo! -dice Emeterio. Es mediodía del domingo, ha dejado de llover, hace frío, el Porsche negro sobresalta un poco en el paisaje verde oscuro frente a la casa que, construida en dos planos, de cara al mar la parte principal, presenta en esa fachada un solo piso y parece una casita baja, ni siquiera muy grande. Está cubierta de hiedra durante el verano, y en invierno (o como ahora a finales de otoño) tiene el aspecto desolado de las casas recubiertas con enredadera de hoja caediza.

– ¡Bah, no está mal! -comenta Fernando Campos, que se estremece de frío en mangas de camisa. Emeterio lleva un buen plumas sin mangas y unas botas Panama Jack sin curtir. Es más o menos de la edad de Fernando, sólo que mucho más fuerte, hombros más anchos, y de pocas palabras. Fernando y él se conocen de toda la vida, jugaban juntos los veranos y las vacaciones de Navidad y de Semana Santa.

– ¡No está mal, dices! ¡Te habrá costado ocho kilos o más! ¿Cuánto te ha costado?

– Por ahí.

– Entre una cosa y otra, nueve millones en la calle, cincuenta y cuatro mil euros. Es un coche guapo.

– ¿Quieres que demos una vuelta? -pregunta Fernando seguro de que querrá. Se tomarán unas cervezas en Lobreña, harán cien kilómetros antes de comer, ida y vuelta. Fernando entra en busca de un jersey y regresa en seguida-. ¡Hala, vamos!, ¿quieres conducir?

– No, tío, no hace falta, mucho coche para mí.

Abandonan la finca a buena marcha. Fernando observa de reojo a su fornido acompañante. Es la única relación de la comarca que ha mantenido en estos años después de la muerte de su madre. Emeterio se hospeda en casa de Fernando cuando va a Madrid.

– El ochenta por ciento de las piezas de este Porsche son nuevas -comenta Fernando por decir algo. Y añade-: ¡A ver qué fábrica se puede permitir cambiar tanto de un modelo a otro!

– ¡Cómo se pega a la carretera, joder! ¡No se mueve! -murmura Emeterio.

Un error salir. Ahora no tiene arreglo -piensa Fernando mientras acumula detalles acerca del Porsche:

– Tiene 240 caballos y 3.200 centímetros cúbicos.

– Tendrá que tener buen reprís. Al fin y al cabo es un tres litros y pico.

– Ahora lo verás en la subida del Turbón. Ahí lo vas a ver. Pasa de cero a cien en cinco segundos y medio y se pone a 262 kilómetros por hora. ¿Qué te parece?

– Una pasada.

Un error salir -repite mentalmente Fernando Campos mientras acelera cuesta arriba hasta coronar la Peñalbarda y se dispone a descender después para demostrar el reprís de su coche en el ascenso del Turbón-. Un error salir, una vez fuera del Asubio nada es relevante. Por eso hablamos del Porsche. Ni siquiera -piensa Fernandito- nuestro pasado, de Emeterio y mío, tan legible aún para nosotros, es relevante fuera del Asubio. Aquí fuera, en el Porsche, somos insustancialmente iguales, la edad nos iguala, más ancho de hombros él que yo, más guapo, más frágil yo que él, más listo que él, como de críos, a los diez y doce y trece, cuando era verano y en estos mismos parajes montábamos los dos en bicicleta, cuando después me compraron la moto de motocross, tan ruidosa, vehemente como el amor imberbe. Nostalgia revirada.

Paran en un recodo de la carretera desde donde se asoman a los acantilados neblinosos. Resplandece apagado el mar plomizo como un espinazo mutante. ¡Cuánto tiempo ha pasado, qué poco tiempo ha pasado! Han salido los dos del coche y se han sentado juntos en el capó contemplando el gran fondo marítimo. Fernando se vuelve y contempla con descaro a su amigo.

– ¿Qué miras? -pregunta Emeterio.

– Te miro a ti. Que no me quieres ya.

– Bah. ¿Ya estás con eso?

– Te echaste novia y echarás tripa dentro de nada. Ya sólo te intereso yo por mi coche.

– Ya sabes que no.

Esta última respuesta, tan sosa, agrada a Fernando, le hace sentirse otra vez joven y lleno de energía. Siempre se sentía así con Emeterio cuando salían a pescar en su fueraborda, a bañarse a la Playa del Inglés. Recuerda esas largas tardes festivas, aislados en el verano marítimo, en el extremo de los arenales y las dunas, demasiado alejadas y ásperas para ser visitadas por los turistas al uso. Allí se bañaban desnudos y después, al volver, la cena en casa de Boni y Balbanuz, los padres de Emeterio: un buen filete de vaca con huevo frito y patatas fritas. No ver la televisión después, sino subirse al cuarto de Emeterio a contemplar su colección de coches en miniatura. Tienen la misma edad, a los dos les ha simplificado la vida: a Emeterio hacia una cierta inarticulación, a Fernando hacia una excesiva articulación analítica de su existencia y sobre todo hacia una voluntad voluble de venganza, esta voluntad que le ha traído este fin de semana al Asubio y que ahora, sentado frente al acantilado con Emeterio, le resulta de pronto inverosímil. ¡Qué inverosímil querer vengarse de un hombre como Juan Campos!

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