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Álvaro Pombo: La Fortuna de Matilda Turpin

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Álvaro Pombo La Fortuna de Matilda Turpin

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Premio Planeta de Novela 2006 Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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Fernando ha decidido aparecer sin avisar en el Asubio y ya está en ello. Ya está casi ahí: No se retirará en paz mi padre. No le dejaré en paz. No se me escapará… Varias veces, en las cuatro horas que lleva de viaje, ha trasgredido todos los límites de velocidad. Unos días instalados ya en el Asubio Juan Campos. Fernando se propone desestabilizarle en el Asubio, por lo menos un fin de semana. ¿Qué menos que un desagradable fin de semana en pago a veintitantos años de desamor paternal? Fernando Campos vibra con su automóvil en la alta velocidad de sus pensamientos envenenados. La adolescencia se le vino encima unos trece años atrás, coincidió con el despegar Matilda y el encerrarse Juan Campos en su despacho a leer y oír música de cámara de Brahms, conciertos para clarinete. Se sentaba a cenar con los hijos y parecía dormido. Matilda telefoneaba desde Zurich, desde Nueva York, desde Londres. ¿Se amaron mis padres?, ¿amaba yo a mi madre?, ¿la odiaba? Este Fernandito acelerado de ahora es incapaz de decidir ahora qué es qué. Ahora ni siquiera lo pretende, pero entonces, en la adolescencia, requería un detenimiento: necesitaba que me dieran tiempo. ¿Quién se ocupó de mí? Antonio Vega se ocupó de Fernandito y de Andrea y de Jacobo. Lo más sencillo es dejarse arrebatar ahora por el deseo de incordiar a su padre un fin de semana al menos. A diferencia del hijo pródigo rilkeano -que no quiso ser amado-, Fernando Campos quiso ser amado, y no fue amado. Pero tampoco fue desdeñado o maltratado. Sencillamente no fue amado. Y ni siquiera se dio cuenta de que no lo fue cuando no lo estaba siendo. Se ha dado cuenta después, como quien siente un malestar indefinido en la boca del estómago y recuerda que tomó boquerones en vinagre, pasados de vinagre, la noche anterior. Las conexiones causales de los movimientos del alma se fijan siempre a posteriori, por eso se falsean casi siempre. Recuerda ahora en plena autopista el texto de un heterónimo de Pessoa, Alberto Caerio: El campo, a fin de cuentas, no es tan verde / para los que son amados como para los que no lo son: sentir es distraerse. Acelera indebidamente de nuevo volteando el texto desasosegante. ¿Qué quiso decir Pessoa? Fernando Pessoa quiso decir que el hijo de Juan Campos, este Fernando Campos del Porsche negro, está en condiciones de disfrutar más el verde de los campos y los paisajes y la belleza en general, justo por no haber sido amado, por haber sido desamado. A cambio, como en premio, una intensificación de la sensibilidad poética y erótica. ¡Valiente bonificación de mierda! Llevar a cabo un proyecto como el de Fernandito Campos -el proyecto de minimartirizar a su padre en su retiro, impedirle retirarse confortablemente, siquiera durante este fin de semana- requiere una intensidad pueril. Sorprende casi más este aspecto pueril que la grave voluntad de vengarse que el proyecto también contiene. ¿Qué piensa hacer Fernandito? ¿Cómo piensa perturbar a su padre? ¿Es Juan Campos perturbable? Su hijo menor le recuerda ensimismado. Tan ensimismado cuando estaba solo (o en compañía de sus otros hijos o acompañado sólo de Fernandito, que le contemplaba con sus ojos dulces aún, de perro) que la viva atención que dedicaba a su mujer cuando estaban todos en familia, le pareció a Fernando Campos siempre sospechosa. Toda buena acción le parece a Fernando Campos ahora aquejada de una corriente subterránea de doblez. En el caso particular de su padre, la doblez le parece tanto más evidente cuanto menos capaz es de especificarla con precisión: por eso viaja al Asubio esta tarde lluviosa de octubre arriesgando la vida propia y ajena en su Porsche negro a ciento sesenta kilómetros por hora: para desdoblar la doblez, desplegar la plegada doblez, desenmascarar al padre enmascarado, al matrimonio enmascarado. Y no hay mejor manera de desenmascarar a alguien que poner a prueba sus nervios. Los desquiciados saltan solos, explotan revelándolo todo. Él mismo, el propio Fernando, perdida la ingenuidad muchos años atrás, en la adolescencia, ha perdido los nervios muchas veces. Fue considerado por su padre, y en parte también por su madre, un niño nervioso, el más inquieto de los tres hermanos. Su madre le tomaba el pelo cuando le veía nervioso, hasta adorarla exasperándole. Y fue (esto es lo imperdonable, lo que no prescribe) no obstante considerársele único, tratado como los otros dos, los dóciles Andrea y Jacobo, los plegados a la buena vida y a la conformidad. ¿Pero a qué clase de evidencia apela Fernando Campos cuando se refiere a la doblez de su padre, sobre todo de su padre, más que de su madre? ¿Puede hablarse de evidencia sin un objeto correspondiente, evidente ante los ojos? Fernandito se cree en posesión de la verdad en lo relativo a la doblez de sus padres. Pero no ha podido aportar, en veintitantos años, corroboración alguna de lo que tiene por evidente: a esto va al Asubio ahora: a obtener la evidencia de que sus padres no sólo no le amaron a él en particular sino que tampoco se amaron mutuamente, y que el pretendido amor conyugal fue una mera maniobra de imagen, una escenificación de un profundo vacío interior que, en el caso de su padre, a la fuerza ha de revelar algo más grave aún, sea lo que sea: una traición vergonzosa que de común acuerdo ambos disimularon, negaron, ocultaron para seguir disfrutando su aparente felicidad de gente rica. El vacío -decide Fernandito, sumido en el éxtasis de la velocidad del Porsche-: eso es lo que quisieron ocultar, el sinsentido de sus vidas, la existencia sin sentido. ¡Ésta es la forma más extrema de nihilismo: la nada, lo sinsentido eternamente! Pero esta nada del sinsentido es imprecisa, demasiado inabarcable e imprecisa. Fernando Campos sospecha ahora, paladeándolos, otros vacíos menores, más punzantes, más cutres, en la vida de sus padres. He aquí el elegante tema de este fin de semana. Y ahora sonríe. Reconoce este paisaje que atraviesa velozmente, estas Hoces con su profundo tajo y el río de montaña desplomándose rocoso, agujereado por la lluvia y las afiladas rocas, asediado por los regatos someros del monte invernizo. Ha tenido que reducir la velocidad para no despeñarse en esta carretera aún de doble sentido. Tomar estas curvas con reducida celeridad y con precisión le encanta. Le hace sentirse en posesión de su vehículo y de sí mismo. Fernandito Campos sabe que una parte del mérito de esta precisión procede del coche mismo más que de él: los controles de estabilidad del vehículo le impiden derrapar en estas curvas que toma a cien por hora. Sonríe porque sabe que está siendo injusto con sus padres. Sonríe porque se propone ser injusto con su padre este fin de semana: breve e injusto: velozmente injusto. Hubo un tiempo de comunicación y exaltación con su padre. No fue muy largo: fue el tiempo que precedió a sus dieciséis años, ese espacio del primero de BUP, entre los catorce y los quince: ahí se sintió amado por su padre, admirado físicamente, acariciado con la mirada: vigorosos abrazos, chocar los cinco en los partidos de voleiplaya aquel verano. Ahí sobre todo sintió, en aquel año del primero de BUP, que su padre admiraba su inteligencia rápida. La pasión de Fernandito por la velocidad, tan pronto como tuvo su primer automóvil a los dieciocho, fue una mera imagen mnemónica, congelada no obstante su vivacidad intencional, en comparación con la sensación de hallarse en estado de alerta ante su padre cada vez que su padre mencionaba, ante los demás o ante el propio Fernando, la rápida inteligencia de Fernandito, intuitivo y rápido como un tiburón joven. ¡Qué tontería! Este enternecimiento dura más tiempo del que Fernandito quisiera. Coincide con la atención que tiene que prestar en este momento a la complejidad de las Hoces primero, a los caminos vecinales después. Casi sin darse cuenta se alzan ante el Porsche las verjas del Asubio. Toca el claxon, son casi las once de la noche. Llueve copiosamente. Bonifacio emerge de la casa de los guardeses con un enorme paraguas. ¡Bienvenido a casa! -grita Bonifacio-. Ya ha llegado. De nuevo el claxon. Se encienden las luces de la entrada. El propio Juan Campos abre la puerta principal. Detrás de él, la esbelta figura de Antonio. Esto es el regreso, murmura Fernandito y sonríe a su padre.
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