Antonio Skármeta - El Baile De La Victoria

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Premio Planeta 2003
Al salir de la cárcel, un imaginativo joven y un famoso ladrón tienen dificultades para rehacer su vida. El dispar dúo decide que la única salida que les queda es dar el Gran Golpe. Pero en la vida de ambos se cruza la joven Victoria, un talento natural para la danza, hermosa y sensible, asediada sin embargo por el desamparo familiar.

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Seguro de que su puntería era infalible, guardó el arma en un bolsillo, y apartando de un puntapié al perro grisáceo que fue a husmearle las piernas, vio cómo el encarguito se derrumbaba, y sin dilaciones se dio vuelta hacia la boca del metro y descendió la escalera.

No supo que el hombre de paso cansino con el que había tropezado a la altura del séptimo peldaño era el preparador de caballos Charly de la Mirándola, quien avanzaba hacia el bar de Monasterio con la esperanza de unirse a los amigos en el minuto que se sirvieran los postres. El hípico advirtió que un grupo de curiosos rodeaba en un círculo aún cauto el cuerpo de un joven caído. Al asomarse entre ellos, identificó sin dudas al sujeto regado en sangre como Ángel Santiago. Se desprendió del círculo de observadores, levantó la cabeza del chico moribundo y fraternalmente la apoyó en su rodilla.

– ¿Cómo estás, muchacho?

– Me mataron, don Charly.

– Tranquilo que ya vendrá la ambulancia.

El joven pudo ver que el borbotón de sangre que había estallado en su pecho se le derramaba también por la boca. No obstante, alcanzó a decir:

– ¿Córno funcionó Milton?

– Apenas cuarto.

– ¿Hizo una buena carrera?

– Punteó hasta los doscientos finales. Iba bien hasta que atropellaron los caballos buenos para el barro.

– ¿Pero quedó listo para la próxima?

– Seguro, chiquillo.

En el muslo del preparador, la cabeza del joven perdió toda su voluntad y sucumbió laxa. Ángel Santiago creyó haber alcanzado a formular la pregunta que lo inquietaba: si el Golpe había sido en todas sus etapas impecable, ¿por qué diablos él había muerto?

CUARENTA Y NUEVE

A las cuatro de la tarde ocultaron el coche bajo una parva de paja dentro de uno de los galpones del rancho suizo. Vergara Grey lo condujo algunos segundos a ciegas en ese granero donde el trigo y la avena soltaban un polvo que cosquilleaba en las narices.

Dispusieron las maletas y las tres bolsas amarillas junto a la mesa de la cocina. Un horno de leña temperaba el frío y una cazuela de ave desprendía generosa su grasa a las verduras que la acompañaban.

El baquiano amigo de Ángel era un hombre enérgico, y tras saludarlos sin contacto físico, los condujo al palenque donde estaban atados los tres caballos ya con sus aperos listos para la travesía hacia las alturas.

– Se conocen la huella al dedillo. Si partimos luego, mañana estaremos en Argentina.

Vergara Grey fue portavoz de una inquietud que a ambos les había crecido durante el trayecto en auto.

– Hemos oído, señor.

El baquiano desvió despreciativo la vista hacia un pequeño arroyuelo, y dijo:

– Yo no les he preguntado el nombre a ustedes, y ustedes no tienen por qué saber el mío.

– Conforme, amigo. Hemos oído que en esta época es imposible cruzar la cordillera en esta zona. Todos dicen que hay que irse más al sur.

– El camino al sur lo encuentra a la izquierda.

– No, si nosotros preguntábamos no más.

– Entonces, no ofenda, señor. Si le digo que los voy a pasar al otro lado es porque está mi palabra comprometida.

– Por supuesto.

– Ensillé sólo tres bestias, porque el Ángel me dijo que él traería uno suyo.

– Un caballo de carreras -explicó Victoria.

Otra vez el hombre desvió la vista al arroyo y aplastó un guijarro en la tierra hasta hundirlo.

– Voy a dejarle ensillado uno de los míos. Ese pobre animal que trae se le va a desbancar en el primer abismo. ¿A qué hora dijo que llegaba?

– Lueguito.

– Va a tener que recalentarse la sopa, porque lo que es yo tengo hambre.

– Entonces cenemos no más, don. Angelito dijo que él después nos pillaría más tarde.

– Ahí sí que tiene razón. Se conoce los pasos y las gargantas tanto como yo. Cuando se fue su madre en un barco, vino a vivir aquí conmigo. Se subía todos los días a esa higuera y me ayudaba con la siembra. El único problema es que le gustaban tanto los caballos que se robó el favorito del hijo del patrón. ¿Ustedes saben la historia?

– Sabemos que estuvo en la cárcel, don.

– Me carga que me digan don. Si es por ponerme algún nombre, llámenme Tito.

– ¿Tito, por Ernesto?

– ¡Ta’que é aturdío, señor! Por Tito no más.

En la cena los tres mantuvieron por largo tiempo silencio. Soplaban el caldo de la cazuela sobre las pesadas cucharas de metal, o tomaban de las puntas los choclos, les ponían mantequilla, sal, y los desgranaban muy lento con los dientes. Si el anfitrión mostraba prisa, dirigiendo compulsivamente la vista cada tres minutos hacia el reloj en forma de casita de pájaro suizo, Victoria y don Nico ralentaban la cena mordiendo con fanática lentitud los pancitos amasados con la esperanza de que Ángel Santiago apareciese antes de iniciar la marcha.

– ¿Qué llevan en las mochilas?

– Ropa.

– ¿Abrigadora?

– Chalecos gruesos, medias de lana, gorros con orejeras.

– Está bien. ¿Y qué traen en las bolsas amarillas?

Victoria y Vergara Grey se miraron durante el cuchareo, y al volver la vista a la cazuela para moler su trozo de zapallo, el maestro abrevió:

– Plata.

– ¿Mucha?

– Digamos que alcanza.

El baquiano comenzó a asentir con la quijada y ese movimiento no se le despegó durante largo rato. Victoria le hizo un guiño a Vergara Grey sugiriéndole que no fuese tan parco, pues el balanceo de esa barbilla era una pausa campesina para entrar en materia.

– No sé cuánto convino el Ángel con usted. Pero puede desamarrar una de las bolsas y sacar lo que usted estime conveniente.

El anfitrión había trozado el pan rústico, y empezó a jugar con las pelotitas de migas, golpeándolas con las puntas de las uñas y sujetándolas al borde del mantel para evitar que cayeran al piso. De pronto dejó el juego, deshizo el nudo de la soga, hundió un brazo en la bolsa y extrajo uno de los paquetes azules. Lo puso sobre la mesa, tras apartar un pocillo de greda con ensalada de cebollas y tomates, rasgó la parte superior e introdujo un dedo, y ágil cual cajero de banco, recorrió el grosor del fajo formándose sin dudas una visión cabal de cuánto sumaba un papelito junto al otro.

– Si no tiene inconveniente, caballero, creo que con este cambucho estaríamos estando -concluyó.

– Si usted está de acuerdo consigo mismo, yo estoy de acuerdo con usted.

– Entonces no se hable más y partamos.

Victoria Ponce sintió el tiempo que había transcurrido menos en el reloj que en la debilidad del sol, que ahora parecía haberse precipitado en el poniente.

– Le ruego que esperemos un poquito más.

– Ya no, señorita. Si cae la noche, no hay viaje. Con la cordillera no se juega.

Los primeros trechos hasta llegar a los faldeos de la montaña eran sólo planicie, y aunque plagados de zarzamoras, pedregullos y roqueríos que arañaban o pinchaban sus cuerpos y el de sus cabalgaduras, resultaron amables en comparación con las prominencias que conducían a las huellas de los baquianos.

La puesta de sol coincidió con un quiebre en las espesas nubes, y a Victoria le acometió el espanto de ver que la cumbre nevada de la montaña estaba encintada en angosturas que les permitían a los caballos un espacio no superior al metro. Tito percibió las vacilaciones de la muchacha, y con su mano enguantada tomó la rienda del potro azabache que la conducía y la instruyó:

– Si se asusta, no tire con violencia la rienda, pues al querer frenarla su bestia puede resbalar. Usted deje no más que El Salvaje la conduzca a su amano y no intente influir sobre su marcha, pues no es una profesional. Y el caballo ya lo sabe. Comprende que de usted no puede esperar otro aporte que los temblores del miedo, y en el fondo la desprecia. Para el animalito, usted no es otra cosa más que una pesada mochila. Así que no se mueva. Haga cuenta de que está en un avión y que su destino ya está decidido. No puede pedirle al piloto que aterrice sobre un pico de la cordillera de los Andes.

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