Antonio Skármeta - El Baile De La Victoria

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Premio Planeta 2003
Al salir de la cárcel, un imaginativo joven y un famoso ladrón tienen dificultades para rehacer su vida. El dispar dúo decide que la única salida que les queda es dar el Gran Golpe. Pero en la vida de ambos se cruza la joven Victoria, un talento natural para la danza, hermosa y sensible, asediada sin embargo por el desamparo familiar.

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– Buena cosecha, maestro.

Su socio había entrado en el umbral del trance y no quiso responder. Sin siquiera darse vuelta a mirarlo, llegó hasta la inmensa caja fuerte de color gris y la palpó reverente.

Santiago bajó algunos peldaños por la escalera, pero luego se colgó juguetón del cable y fue hasta la plataforma valiéndose de vigorosas pulsadas. En el maletín del maestro había un paquete de cigarrillos y el libro Tres rosas amarillas forrado en el ya familiar papel de matemáticas. Un sorbo de agua mineral, un puchito encendido y el volumen abierto en la página once, comenzó a leer, acaso por quinta vez, el cuento Cajas: «Mi madre ha hecho las maletas y está lista para mudarse.»

Como el artesano frente a la arcilla, la creyente ante la imagen de su santo milagrero, el bailarín junto a su danza, el actor detrás de su texto, el ave a la vera del vuelo, así poco menos estaba el ladrón frente al timón de la mole metálica. En la cárcel, frecuentes pesadillas de modernidad, nutridas por la televisión y la prensa, le habían hecho temer el gran afuera. Al salir, lo esperaba un infierno electrónico donde sus antiguas herramientas se fundirían. El celaje del tiempo lo haría trizas y sería un simple ratero jubilado vencido por dos rivales imbatibles: la traición de un socio, como Monasterio, que rompía todos los códigos de caballeros que rigen las relaciones delictuales, y la sofisticación electrónica con dígitos indescifrables y secretas claves comandadas por un control remoto.

Para su alivio, descubrió al primer contacto con la caja fuerte que, al fin y al cabo, algo tenía en común con el cerdo de Canteros: la edad.

Ambos habían sido arrollados por el progreso, los computadores, los teléfonos celulares, los bancos virtuales, los DVD, los semiconductores, y de allí que el máximo gangster de la república hubiera optado por una caja de seguridad que él comprendiera a plenitud sin tener que buscar la asesoría de prestidigitadores biónicos y cibernautas que, enterados de las vías de aforo de sus riquezas, podrían con sus artes de magia negra en cualquier momento birlárselas.

En buenas cuentas -se sobó las manos-, un gesto de compadrazgo generacional al cual había que retribuir generosamente descerrajando el baúl del pirata en el más clásico de los estilos.

No tuvo aprensiones ni prisa al desplegar todas las herramientas de su maletín sobre la alfombra, pues el hecho de haber logrado ingresar al centro de la pieza sin que. trinara ningún timbre de alarma probaba que las huestes de Canteros habían preferido colocar todas sus chillonas campanillas en el umbral de la entrada por el lado de la oficina.

Nadie pudo haber tenido la inspiración divina de que el bandolero caería desde el cielo vía ascensor, y no podrían por tanto cazarlo en ninguna de las trampas y ardides que seguramente estaban esparcidas por la otra vía. Para esa proeza se necesitaba la gracia de alguien tan mínimo como el gran Enano Lira, que combinaba precisamente las artes del albañil con un concepto utilitario de su tamaño.

¿Qué dicha debió de haber sentido cuando el azar le puso ese regalo a sus pies y cuánto pesar debió de haberle causado entrar a presidio provisto de tamaña fortuna eventual y sin ninguna probabilidad de echarle mano?

¡Y qué homenaje a él, a Nicolás Vergara Grey, que el artífice de ese bombón le hubiese procurado el secreto, sonrió, para pintar esa capilla Sixtina!

Un refrán en Chile saluda a los huéspedes diciéndoles: «La casa es chica, pero el corazón es grande.» Mientras Vergara Grey maniobraba destornilladores, llave inglesa, ganzúa, alicates, alambritos de diferente grosor y tamaño, estetoscopio, cincel, cortafríos, lima, berbiquí y barrena, jubiloso ante la convencional fórmula de la cerradura, ideó el texto de una taijeta postal que alguna vez le haría llegar a Canteros: «La caja es grande, aunque tu corazón es chico.»

Tras cuarenta minutos de trabajo, la última traba cedió y a pesar de que el premio a su proeza estaba al alcance, no abrió la puerta de acero. Previo a llevarse la desilusión o la dicha del siglo, se dijo que procedería a fumarse un cigarnito. Pero justo cuando estaba a punto de raspar el fósforo en la banda combustible de su ca ita marca Andes, eso le recordó que la maravillosa cordillera de Chile acaso lo acogiera en pocas horas más, puso el fósforo apagado entre los dientes y devolvió el cigarro al bolsillo de la camisa.

Tuvo que concentrarse un minuto más a ver si la intuición que lo había frenado de fumar le decantaba ahora racionalmente el significado de ese stop que lo privaba de unas pocas reconfortantes inhalaciones. Buscó ayuda recorriendo con la vista el cuarto, hasta que una plaqueta metálica, con el signo de una llama, le reveló la verdad: ¡allí dentro había alarma, pero contra humos!

¡Ay, si su intuición de oro le sirviera para algo fuera del mundo del delito! ¡Si su percepción extrasensorial le dictase las palabras y los gestos con los cuales reconquistar el amor de Teresa Capriatti.! ¡Daría todo el oro ajeno del mundo -sonrío- por vivir con ella!

Entonces, con gesto natural, sin teatralizar para sí mismo el clímax de su faena, abrió la caja fuerte, y tras echar una mirada a los diversos compartimentos, rasgó uno de los paquetes, y después otro, y luego la punta de aquel al fondo, hasta que pudo formarse el convencimiento de que los paquetes envueltos en papel verde contenían consecuentemente dólares, y aquellos en azul, varios kilos de moneda nacional. Una cajita con incrustaciones de nácar era el refugio de algunas joyas, que acaso databan de las jornadas patrióticas de antaño, cuando las damas pinochetistas habían regalado sus pulseras, sus anillos, sus aros y sus collares a los uniformados, para contribuir a la refundación de la patria tras el golpe contra Salvador Allende.

Sin más dilaciones, y con certeros manotazos, fue metiendo el abigarrado botín en la bolsa amarilla impermeable, y no cesó su acción hasta que advirtió que un fajo más podría ser tanta carga que no podrían llevar el saco al hombro. Lo cerró valiéndose de la soga que pasaba entre anillos metálicos por la parte superior, y en tres o cuatro minutos completó la segunda bolsa y avanzó con ellas hasta el forado junto al ascensor. Abajo, como si se hubiera mantenido en esa pose expectante durante toda la última hora, el joven Ángel Santiago preguntó con una seña qué debía hacer.

Vergara Grey hizo pasar una de las bolsas a través del forado y el muchacho emprendió la ascensión de la escalera con la velocidad -recordó el examen de Victoria- de un tigre con sus garras retráctiles.

Al tomar el botín entre sus manos, la instrucción gestual del maestro fue breve y unívoca: bajas y vienes por la segunda.

La acción se repitió con éxito, y temiendo que el cuerpo de don Nico tuviera problemas con el tránsito desde la escalera a la oficina, Ángel subió una tercera vez, lo asistió en sus trabajosos despliegues, y una vez que lo dejó instalado en el peldaño superior, bajó rápido hasta la plataforma, inspirado en la idea de no sobrecargar la escalera, que podría quebrarse bajo el peso de dos personas.

Sólo cuando ambos estuvieron en la plataforma, el viejo extendió los brazos como un triunfal pelícano que trae el buche lleno de apetitosas sardinas, y le pidió al cómplice un abrazo inconmensurable.

Así, durante largo tiempo mantuvieron unidas sus ardientes mejillas.

CUARENTA Y OCHO

Dentro del mismo coche de Monasterio procedieron a llenar una decena de bolsas plásticas con moneda nacional.

Se dieron prisa, pues la cita con el baquiano tendría que ser un par de horas antes de la puesta del sol: la osadía de cruzar de noche la cordillera les estaba vedada hasta a los muleros que contrabandeaban drogas.

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