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Antonio Skármeta: El Baile De La Victoria

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Antonio Skármeta El Baile De La Victoria

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Premio Planeta 2003 Al salir de la cárcel, un imaginativo joven y un famoso ladrón tienen dificultades para rehacer su vida. El dispar dúo decide que la única salida que les queda es dar el Gran Golpe. Pero en la vida de ambos se cruza la joven Victoria, un talento natural para la danza, hermosa y sensible, asediada sin embargo por el desamparo familiar.

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El socio apreció el elegante traje, el buen peinado, y el toque dejuventud que le daba la ironía en sus pupilas. Transformando su aspecto en modestia, Vergara Grey dijo:

– La moda cambia en cinco años.

– ¡Qué va! Estás elegante como siempre.

– Y la valija ya no cierra. Tuve que repararla con cinta adhesiva.

Monasterio le adjudicó un suave puntapié compinche.

– La maleta de tantas hazañas, Nico. Cuando tengas tu museo, será una de las piezas más preciadas. No te rías. En Londres hay un museo del crimen. Hay una estatua de cera de Jack el Destripador. ¿Champagne?

El hombre quedó esperando lo que su socio inevitablemente habría de agregar, y sonrió cuando el complemento llegó.

– Francés, naturalmente. ¡Eres el mero Vergara Grey!

Le indicó al mozo que llevara la botella, el balde y las copas a un privado al fondo de la sala, y una vez que se sentaron, le palmoteó las mejillas con emoción paternal.

– Al fin libre, viejito

– Afuera el tiempo vuela, adentro se arrastra.

– Quiero pedirte perdón, Nico, por no haberte ido a visitar durante todo este tiempo.

– No me di cuenta.

– Alguna vez quise ir pero…

– Qué raro, tenía la impresión de que habías venido.

– No es que no quisiera verte, pero una visita mía hubiera sido una pista para la policía. No ir nunca fue, por decirlo así, un acto consecuente.

– ¿Consecuente con qué?

– Con tu silencio.

– Ese silencio, Monasterio, es ahora todo mi capital.

– Sobre ese tema tendremos que hablar, Nico. No ahora. Éste es el momento de brindar por tu retorno. Es la hora del champagne.

El socio alzó su brazo, pero Vergara Grey no tocó su copa. En cambio, puso la maleta sobre sus rodillas, apretó los metales del cierre y extrajo un sobre.

– Te traje un regalo.

– ¿Un regalo para mí?

– Para ti, socio.

Vergara Grey derramó el contenido del sobre encima de la mesa. Uno sobre otro se deslizaron los cinco calendarios con todos los días de los cinco años marcados uno a uno con plumón rojo.

– Nico, todos los meses le hice un giro a tu familia.

El ex reo eligió una entre las hojas desprendidas del calendario y la puso delante de los ojos de su anfitrión.

– 2001, el verano más caluroso que se recuerda en Santiago. Las cucarachas andaban tambaleantes sobre las rejas oxidadas.

– Te mostraré tu pieza.

– ¿Dónde?

– Tengo un hotelito justo al frente.

– ¿Familiar?

– Estamos en crisis, muchacho -intentó suavizar el socio.

– Es un hotel parejero.

– Misceláneo.

– Misceláneo.

– Es por un par de noches, mientras te consigo algo a tu altura.

– No va a ser necesario. Volveré a vivir con Teresa Capriatti.

– Deja que te lleve la maleta.

Sin esperar el asentimiento, cogió la valija y echó a andar hacia la salida. Afuera, la oscuridad y el frío se habían acentuado. La acera mojada reflejaba la inútil alegría de los neones de la calle de las Cantinas.

Al atravesar la calle, Vergara Grey, diez centímetros al menos más alto que su acompañante, se inclinó sobre su oreja de rnodo que lo oyera en el estruendo del tráfico:

– Cuida bien los calendarios, socio. También los puedes exhibir en el museo Vergara Grey.

La pieza tenía un clóset pequeño y moderno. Allí colgó su chaqueta y sacó de la maleta un pullover gris jaspeado. Se lo puso, se sentó en la cama y eligió un par de gruesos calcetines de lana para aliviar el hielo que le hería los pies. Después se tendió en el lecho, sin abrir la colcha, e intentó discernir qué figura semejaban las manchas en el cielorraso.

«Nada -se dijo-, la soledad.» Golpearon a la puerta y se acomodó en el lecho apoyándose en un codo.

– Pase.

Alguien abrió empujando la puerta con la rodilla y, antes de discernir a la persona, el hombre vio la bandeja de metal con el balde, la botella de champagne, y las dos copas aflautadas. La portadora era una mujer de unos veinte años ceñida en un conjunto que le dejaba libre el ombligo y una cabellera de alborotado pelo negro que enmarcaba los labios gruesos untados de fucsia.

– Dice Monasterio que se le quedó esto.

– No hacía falta que se molestara.

– Dijo que sería una pena que se entibiara. Es champagne francés.

– Déjelo sobre la mesa.

La mujer acató las instrucciones, y luego llenó dos copas, le alcanzó una al hombre y ella se sentó con la otra en el borde de la cama.

– ¿Por qué Monasterio te mima tanto?

– Es un viejo amigo.

– Tiene muchos viejos amigos. Pero sólo a ti te manda el regalo doble.

– ¿Qué es eso?

– El champagne y yo.

– Comprendo. Y ya que estamos en la misma cama, ¿podrías decirme tu nombre?

– Raquel.

– Mira, Raquel…

– Por supuesto que no me llamo realmente Raquel.

– Está claro. Mira, Raquel, encuentro que eres una chica preciosa y que cualquier hombre se sentiría feliz de tener un revolcón contigo. Pero yo sueño con una sola mujer, y como si fuera un adolescente virgen, me reservo para ella.

– Puchacay, ¡que eres delicado!

– No es nada personal, ¿comprendes?

– ¡Cómo que nada personal! Si es conmigo personalmente con quien te pasa eso. Yo soy una buena profesional. No te haré daño, chiquillo.

– No dudo de ti; dudo de mí mismo.

– ¿Miedo de no funcionar?

– Tengo ya sesenta cumplidos.

– Pero yo me tengo confianza.

Vergara Grey sorbió su champagne y le propuso a la dama con un gesto que lo imitase.

– Me carga el champagne. Me produce dolor de cabeza.

– ¿Qué trago te gusta?

– La menta frappé.

El hombre le puso un billete de diez mil en la mano.

– Aquí tienes, para que te compres una botella.

– Nunca le digo no a una buena propina. ¿Pero qué le cuento a Monasterio?

– Dile que agradezco la atención, pero que no acepto regalos. Dile que lo espero en esta pieza con el cincuenta por ciento que me corresponde.

– Me va a retar.

– No creo.

Vació su copa y se limpió con la muñeca los bigotes. Ella le dio unos golpecitos en el dorso de una mano y se puso de pie.

– ¿Cómo es que se llama la beneficiada, don?

– Teresa Capriatti.

La mujer sacó un cubo de hielo del balde plateado y se lo puso en la boca. Lo estuvo moviendo de un pómulo al otro con la actitud pensativa de quien está frente a un jeroglífico.

– Eres un pájaro raro -concluyó.

CINCO

Victoria condujo a Ángel Santiago por la escalera de la academia hasta el sótano, y desde allí lo fue llevando hacia la sala de ensayos. La calefacción funcionaba a pleno gusto, y el joven se apoyó contra la pared mientras la chica hablaba con la maestra. Una media docena de adolescentes hacían flexiones apoyadas en las barras, o construían piruetas girando en la punta de los pies. La maestra tenía su pelo gris muy ceñido sobre las sienes y un trazo de rimmel le daba especial peso a las pestañas, que parecían saltar sobre su rostro pálido. Victoria volvió hasta él trayéndole un banquito.

– Te da permiso para que te quedes.

– No sé qué puedo hacer aquí.

– Mirar.

Corrió hacia la otra punta de la sala, se desprendió de la falda y quedó vestida con una malla de bailarina. La profesora puso sobre la tapa superior del piano un manojo de llaves, reunió con una orden al sexteto de muchachas e inició una melodía marcando fuertemente con los pedales los tiempos.

Al principio, el joven se interesó por las figuras y hasta se entretuvo cuando cuatro de las chicas se tomaron con los brazos cruzados e hicieron una coreografía de precisión mecánica. Pero tras media hora, cuando todas se fueron a las barras y sufrieron las correcciones que la maestra les hacía golpeándolas suavemente con un puntero, se aburrió de esa disciplina, y sin tener otra cosa al alcance que el bolsón de la colegiala, se dedicó a hurgar en él.

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