Mercedes Salisachs - La gangrena

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Premio Planeta de Novela 1975
La gangrena narra la vida de Carlos Hondero, desde su niñez en los años de la Dictadura hasta los años setenta, cuando se convierte en un hombre rico y poderoso, pero también la historia misma de España. Las mutaciones del alma (originariamente publicada como Bacteria mutante) retoma el mundo novelesco de La gangrena, cuando Lolita Moraldo, a los setenta y un años, recibe la visita de su viejo amigo Carlos Hondero, que fue el gran amor de su vida. La historia retrocede hasta la época en que se conocieron antes de la guerra civil. Patética historia de un amor frustrado, retablo de los ambientes de la buena sociedad y retrato del país en el curso de más de medio siglo, es una obra crucial en la trayectoria de la autora.
Por primera vez en un único volumen, La gangrena, este clásico de las letras españolas con el que la autora obtuvo, en 1975, el Premio Planeta, y Las mutaciones del alma (originariamente publicada como Bacteria mutante), que prolonga y amplía el mundo novelesco de La gangrena. Se trata de una de las obras más intensas de Mercedes Salisachs.

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Estuve a punto de rogarle que no me lo dijera, que lo callara. Pero Paco no sabía callar. Me necesitaba: «Ese problema, Honde… ¿Cómo se resuelve ese problema?»

Y al final lo dijo, con su vergüenza mezclada a su cobardía. Como si confesara un suspenso, el mayor suspenso de su vida.

– Victoria me ha desbancado.

Todavía no caía en la cuenta. Todavía supuse que se refería a la dichosa herencia.

– Victoria ha conquistado a Serena -confesó.

Me dejé caer en la silla estupefacto. Era lo más estúpidamente grotesco que había oído en la vida:

– Repítelo, por favor; temo no haber comprendido.

Paco se apoyó en el respaldo. Cerró los párpados. Probablemente le aterraba mirarme.

– Está muy claro, Carlos. No es ningún secreto que a Victoria le gustan las mujeres. Toda su vida ha sido una perpetua cadena de vicios lesbianos. Serena la obsesionaba… Siempre intentó conseguirla… ¿Para qué imaginas que Serena nos acompañaba en todos los viajes? ¿Por qué supones que iba con nosotros aquel día en Can Pou cuando Alicia vivía aún? Victoria entonces no tenía más idea que llevarla a su terreno.

– De modo que era eso…

Paco continuó: «Pero Serena se resistía. Serena no es como ella. Serena sólo baila al son del dinero…» Y los recuerdos, a medida que Paco hablaba, surgían nítidos, cada vez más convincentes: «Quién tenía que decirle a la antigua bailarina que algún día iba a convertirse en excelentísima…» Y sus borracheras continuas: «La obsesión de su vida», decía Paco.

– El maldito dinero lo consigue todo -insistió Paco.

– Es lo más ridículo que he oído en toda mi puerca existencia -repuse.

Y me eché a reír con risa fuerte, incontrolable.

– No entiendo cómo puedes reírte, Carlos… ¿No lo comprendes? Victoria es un vampiro.

– Eso es precisamente lo gracioso, Paco. También lo es Serena. ¿Te imaginas? Dos vampiros chupándose la sangre mutuamente. Una historia digna de risa. Es lo más asquerosamente jocoso que uno puede imaginar. ¿Cómo lo has averiguado?

– Las he pillado in fraganti. No lo han negado. Me han desafiado.

Podía suponer la escena: el estupor de Paco, su vanidad herida, el cinismo de Serena, la agresividad de Victoria…

– ¿Cómo has reaccionado?

– Les he dado una buena paliza… Luego he venido a verte.

Como antes, como siempre. Cuando Paco no sabía a quién recurrir, acudía a mí.

– Por eso se niega a darme dinero: quiere tener la sartén por el mango.

– Ahí te duele: confiesa la verdad.

No contestó: se sentía herido, insultado, chasqueado, como un novato impotente y grotesco.

– A la mierda el dinero, a la mierda todo…

Saqué la pitillera. Le ofrecí un cigarrillo. Las manos le temblaban al encenderlo.

– ¿Qué piensas hacer? -le pregunté.

– Matarlas: eso haré.

– No es rentable -le dije en son de burla-. Perderías rápidamente tu suministro.

Me miró expulsando humo y furia:

– En el fondo, también tú estás involucrado. También tú vas a llevar cuernos lésbicos.

– Lésbicos o normales ¿qué más da? Estoy acostumbrado a llevarlos. Hace mucho tiempo que tú y Serena tuvisteis la gentileza de coronarme.

Retorció su cigarrillo aplastándolo contra el cenicero:

– Si quieres que te sea franco -continué diciendo-, me importa poco lo que Serena haga o deje de hacer.

– A mí no.

– Pues defiéndete. Yo no pienso mover un dedo por evitarlo.

– Victoria es perversa. No imaginas siquiera de lo que puede ser capaz. Cuando bebe se transforma en una fiera.

– Pues si tanto te duele, sepárate de ella. Hoy día las separaciones carecen de importancia. Todo el mundo se separa.

– Ya es tarde -dijo.

Paco no quería la separación. Se había acostumbrado a vivir como soltero bajo la cómoda bandera de un matrimonio respetable. Además, acababa de convertirse en conde. El sueño de su vida. ¿Cómo renunciar a tanta ventaja?

– No tengo un duro -confesó-. No sabría qué hacer con mis huesos. Mientras sea el marido de Victoria tengo la vida resuelta.

– Trabaja…

– ¿En qué? Nunca lo he hecho. No sabría por dónde empezar.

– ¿Has pensado en lo que puede ocurrir cuando ella muera?

– Ésa es otra -dijo furioso-. Se niega a testar en favor mío. Y aquí, tú lo sabes muy bien, no existen bienes gananciales.

– Amenázala.

– ¿Cómo? ¿No lo comprendes? Es ella la que me amenaza a mí. Sabe demasiadas cosas de mi vida.

– Pues entonces no te queda más solución que resignarte.

Se resignó. Fue una resignación próspera y ventajosa. Victoria no reparaba en «chiquitas» para que su marido la dejara en paz.

Lentamente iba desprendiéndose de él con la misma facilidad que él se había desprendido de ella en tiempos de los tres millones.

Finalizaba mayo cuando me enteré de que el Serena había sido vendido. Me lo comunicó el administrador con aires triunfales: «Por fin lo hemos conseguido.» Pregunté el nombre del comprador. Me dieron un apellido extranjero. Al llegar a casa se lo comuniqué a Serena: venía de la piscina y tenía el rostro congestionado por el sol.

– Ya lo sabía -me contestó fríamente.

– ¿Conoces al comprador?

– Naturalmente.

Tuve una sospecha fugaz. Serena prosiguió:

– La persona que lo ha comprado ha tenido la delicadeza de poner el barco a mi disposición. Dentro de una semana zarparemos para Grecia.

– Par de zorras…

– Desahógate lo que te plazca, Carlos. Tú te lo has buscado. Decidiste venderlo, ¿no es así?

– Pero no a esa tortillera.

– Por eso lo adquirió a través de un alemán. Tenía la seguridad de que tú no querrías vendérselo. Ahora ya es suyo… y mío, naturalmente.

Subió a su cuarto. Tras ella dejaba una estela de agua. No le importaba ensuciar la casa, ni provocar desorden, ni abusar de mi paciencia. Se sabía dueña de la situación y ya no se molestaba en hacerse «la perfecta».

Carlota, al fin, la había calado: ya no confiaba en ella. Serena se daba cuenta: «Un día u otro tenía que enterarse de que no he nacido para víctima…», solía decirme cuando comprobaba que Carlota ya no era la de antes con ella. «Una se cansa de andar fingiendo de la mañana a la noche.»

Por aquella época Sofía volvió a frecuentar mi casa. La propia Carlota la habla llamado por teléfono. Ignoro lo que se dijeron. Pero comprendí que sus rencillas habían terminado cuando vi bajar a Sofía del estudio de mi hija con el rostro radiante: «Carlota ya no tiene una venda en los ojos», me dijo. No supe qué replicarle. A pesar de todo, mi temor persistía. Todo cuanto se relacionaba con Serena se volvía temor. Probablemente, tanto Carlota como Sofía continuaban creyendo que Serena seguía siendo amiga de Paco. Todo el mundo lo creía. Nada importaba que Paco lanzara diatribas contra mi mujer y que de vez en cuando se desahogara con la primera que le saliera al paso: la sociedad no solía reparar en ese tipo de trivialidades; las consideraban veleidades normales, peleas de enamorados. Al fin y al cabo, para la mayoría de aquellas gentes vivir era eso: bandearse, brujulear, buscar caminos nuevos, renovar circuitos y acabar regresando al redil: «Hay que ser comprensivo…» Victoria era sólo la inevitable sombra de Paco, la entrañable y comprensiva compañera que lo toleraba todo, por bondad, por sentido del deber, porque «al fin y al cabo Paco y Victoria son un matrimonio modelo…»

Nadie sospechaba la sordidez que se había escondido tras «la paciencia de Victoria». La creían simplemente eso: un payaso que elige la borrachera para representar su número, más o menos cómico, pero honesto. Un relleno de millones, que acaso hubiera caído «de vez en cuando» en deslices medio turbios, sólo por aburrimiento, porque no era demasiado agraciada, y porque en la vida algo había que hacer para seguir…

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