– Por supuesto. Me acaba de comentar lo mucho que le apetecía un delicioso plato de vuestro restaurante. Además, te envía un abrazo.
Ni bajo amenaza de muerte o mutilación habría sido capaz Miranda de acertar el nombre del restaurante que le preparaba el almuerzo cada día, no digamos el nombre de su gerente. Con todo, Sebastian se ponía muy contento cuando le decía esas cosas. Ese día, se emocionó tanto que soltó una risita ahogada.
– Fantástico, fantástico. Lo tendremos listo para cuando llegues -aseguró con un entusiasmo renovado en la voz-. ¡Estoy impaciente! Y, naturalmente, yo también le envío un abrazo.
– Naturalmente. Hasta luego.
Me resultaba agotador hincharle el ego de ese modo, pero Sebastian me facilitaba tanto el trabajo que valía la pena. Los días que Miranda no comía fuera, yo le servía siempre el mismo menú, que ella engullía relajadamente en su despacho, con las puertas cerradas. Guardaba un surtido de platos en los compartimientos situados detrás de mi mesa para ese fin. La mayoría eran muestras enviadas por diseñadores que acababan de lanzar su nueva línea del «hogar», pero otros los había cogido directamente del comedor. Habría sido un engorro tener que guardar también artículos como salseras, cuchillos y servilletas de tela, de modo que Sebastian los proporcionaba con la comida.
Volví a meterme en mi abrigo negro, me guardé los cigarrillos y el móvil en el bolsillo y salí a un día de marzo cada vez más gris. Aunque el restaurante de la Cuarenta y nueve con la Tercera se hallaba a un paseo de quince minutos, me dispuse a pedir un coche, pero al notar el aire limpio en los pulmones cambié de parecer. Encendí un cigarrillo y aspiré el humo. Al expulsarlo no supe si era humo, vaho o irritación, pero estaba delicioso.
Cada vez se me daba mejor sortear a los boquiabiertos turistas. Antes miraba con desprecio a los peatones que hablaban por el móvil, pero con lo ajetreados que eran mis días me había convertido en una habladora andante. Lo saqué y llamé al colegio de Alex, quien a esas horas, según mi borrosa memoria, estaría comiendo en la sala de profesores.
A los dos tonos oí la voz aguda de una mujer.
– Hola, ha llamado a la escuela pública 277 y le atiende la señora Whitmore. ¿En qué puedo ayudarle?
– ¿Está Alex Fineman?
– ¿Y con quién tengo el gusto de hablar?
– Soy Andrea Sachs, su novia.
– ¡Oh, Andrea, hemos oído hablar tanto de ti! -Hablaba de forma tan entrecortada que parecía que fuera a atragantarse en cualquier momento.
– ¿De veras? Eso… eso es genial. Yo también he oído hablar de usted, claro. Alex cuenta maravillas de toda la gente del colegio.
– Qué encanto. Parece que tienes un empleo estupendo, Andrea. En serio. Qué interesante trabajar para una mujer de tanto talento. Eres una chica afortunada.
Oh, sí, señora Whitmore, soy una chica muy afortunada. No se hace una idea de lo afortunada que soy. No imagina lo afortunada que me sentí ayer por la tarde, cuando me enviaron a comprar tampones para mi jefa, para que luego me dijera que no había comprado los que debía y me preguntara por qué no hacía nada bien. Y afortunada sea probablemente la única palabra para describir el hecho de que cada mañana, antes de las ocho, me toque asegurarme de que la tintorería lave la ropa sudada y manchada de otra persona. ¡Eh, un momento! Creo que lo que en realidad me hace más afortunada es poder hablar con los criadores de perros de todo el estado durante tres semanas seguidas a fin de dar con el cocker perfecto para dos niñas increíblemente mimadas y antipáticas. ¡Sí, eso es!
– Oh, sí, es una oportunidad fantástica -dije mecánicamente-. Un trabajo por el que darían un ojo de la cara millones de chicas.
– ¡Y que lo digas, querida! ¿Adivina qué? Alex acaba de entrar. Te lo pasaré.
– Hola, Andy, ¿qué tal? ¿Cómo te va el día?
– No me preguntes. Voy camino de recogerle el almuerzo. ¿Qué tal tú?
– Por ahora bien. A mi clase le toca música después de comer, así que tengo una hora y media libre. Y luego, más ejercicios de fonética -explicó con cierto tono derrotado-, aunque tengo la sensación de que nunca aprenderán a leer como es debido.
– ¿Algún navajazo hoy?
– No.
– Entonces ¿qué más puedes pedir? Has tenido un día sin sangre. Disfrútalo y deja el concepto de lectura para mañana. Lily me ha llamado esta mañana. Van a echarla de su estudio de Harlem, así que nos iremos a vivir juntas. ¿No es genial?
– ¡Desde luego! El momento no podría haber sido más oportuno. Lo pasaréis muy bien juntas. Ahora que lo pienso, asusta un poco tener que tratar todos los días con Lily… y con sus ligues… ¿Prometes que pasaremos mucho tiempo en mi apartamento?
– Por supuesto. Pero seguro que te sentirás como en casa, será como volver a la universidad.
– Lamento que Lily pierda un piso tan barato, pero por lo demás es una gran noticia.
– Lo sé, estoy muy contenta. Shanti y Kendra me caen bien, pero estoy harta de vivir con desconocidos. -Y el olor a curry, aunque me encanta la comida india, había impregnado todas mis cosas-. Le preguntaré a Lil si quiere tomar una copa esta noche para celebrarlo. ¿Te apuntas? Podríamos vernos en el East Village para que no te quede muy lejos.
– Claro, me encantaría. Esta tarde iré a Larchmont para cuidar de Joey, pero volveré a las ocho. Como todavía no habrás salido del trabajo, quedaré con Max y luego podremos reunimos todos. Oye, ¿Lily está saliendo con alguien? A Max no le iría mal un… bueno…
– ¿Un qué? -Me eché a reír-. Venga, dilo. ¿Crees que mi amiga es una zorra? No es más que un espíritu libre, eso es todo. ¿Está saliendo con alguien? ¿Qué clase de pregunta es esa? Un tal Chico con Camisa Rosa pasó la noche de ayer en su casa, pero ignoro cómo se llama.
– No importa. Bueno, acaba de sonar la campana. Llámame cuando hayas dejado el Libro.
– Lo haré. Adiós.
Me disponía a guardar el móvil cuando volvió a sonar. El número no me era familiar y respondí por el puro placer de que no fuera Miranda ni Emily.
– Desp… mmm, ¿diga?
Me había acostumbrado a responder a mi móvil y al teléfono de casa con la frase «Despacho de Miranda Priestly», lo cual era bochornoso cuando no se trataba de Lily o mis padres. Tenía que cambiar eso.
– ¿Estoy hablando con la encantadora Andrea Sachs a la que asusté sin querer en la fiesta de Marshall? -preguntó una voz algo ronca y muy sensual.
¡Christian! Casi me había alegrado de que no hubiera dado señales de vida después de masajearme la mano con los labios. No obstante, el deseo de impresionarle con mi ingenio y encanto me asaltó de nuevo y decidí actuar con frialdad.
– La misma. ¿Puedo preguntar con quién hablo? Aquella noche me asustaron varios hombres por docenas de razones diferentes.
Por ahora bien. Tranquila, respira hondo.
– No me percaté de que tenía tanta competencia -repuso él con suavidad-. De todos modos no debería sorprenderme. ¿Cómo estás, Andrea?
– Bien. En realidad, muy bien -me apresuré a mentir, recordando un artículo de Cosmo que aconsejaba mostrarse «alegre y frivola» cuando hablabas con un tío nuevo, porque la mayoría de los tíos «normales» no recibían bien el exceso de cinismo-. El trabajo me va estupendamente. De hecho, ¡me encanta! Últimamente ha sido muy interesante. Hay mucho que aprender y pasan un montón de cosas. Sí, es genial. ¿Y tú?
No hables demasiado de ti, no domines la conversación, consigue que esté lo bastante cómodo para charlar del tema que más le gusta y conoce: él.
– Mientes muy bien, Andrea. Para un oído inexperto habría sonado creíble, aunque ya conoces el dicho. No puedes timar a un timador. Pero no te preocupes, por esta vez no lo tendré en cuenta. -Abrí la boca para rechazar la acusación, pero en lugar de hablar me eché a reír. Muy perceptivo-. Y ahora iré al grano porque estoy a punto de tomar un avión con destino a Washington y a los agentes de seguridad no les está haciendo ninguna gracia que pase por el detector de metales mientras hablo por teléfono. ¿Tienes plan para el sábado por la noche?
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