Lauren Weisberger - El Diablo Viste De Prada

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El Diablo Viste De Prada: краткое содержание, описание и аннотация

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La insistente voz de Miranda Priestly persigue a Andrea hasta en sueños: «¿An-dre-aaa?. ¡An-dre-aaa!».¿Es este el trabajo con el que soñaba al salir de la universidad? ¿Es este el trabajo por el cual tiene que estar agradecida y sentirse tan afortunada?
Sí, es la nueva asistente personal de Miranda, la legendaria editora de la revista femenina más glamurosa de Nueva York. Ella dicta la moda en el mundo entero. Millones de lectoras siguen fielmente sus recomendaciones; sus empleados y colaboradores la consideran un genio; los grandes creadores la temen.
Todos, sin excepción, la veneran. Todos, menos Andrea, que no se deja engañar por este escaparate de diseño y frivolidad tras el que se agazapa un diablo que viste un traje de chaqueta de Prada exclusivo, por supuesto, calza unos Manolo Blahnik y siempre luce un pañuelo blanco de Hermes.
Una novela hilarante que da un nuevo sentido a esas quejas que a veces circulan sobre un jefe que es el diablo en persona. Narrada por la voz fresca, joven, inteligente, rebelde y desarmante de Andre, El diablo viste de Prada nos descubre el lado profundo, oscuro y diabólico el lado profundo, oscuro y diabólico de la vida en las oficinas del gran imperio que es el mundo de la moda.

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Aunque el deseo de hacerle cortes decorativos por toda la cara con la mencionada tarjeta invadió todo mi cuerpo, asentí con la cabeza. Entonces miré la tarjeta y reparé en la dirección: calle Sesenta y ocho Este, 244. Cómo no. Lo mismo daba este u oeste, Primera Avenida o Madison, pues la tienda que me había dedicado a buscar durante las últimas treinta y tres horas laborales ni siquiera estaba en las setenta.

Pensé en ello mientras anotaba la última petición nocturna de Miranda y corría a encontrarme con Uri en el punto convenido. Cada mañana me describía minuciosamente dónde se hallaba estacionado el coche pero, cada mañana, por mucha prisa que me diera en bajar, Uri lo entraba todo en el edificio para evitarme tener que ir de un lado a otro buscándolo. Y me alegré de que ese día no fuera una excepción: Uri estaba apoyado en un torniquete del vestíbulo con los brazos llenos de bolsas, ropa y libros, como un abuelo benévolo y generoso.

– No corras, ¿me oyes? -dijo con su fuerte acento ruso-. Siempre estás corre que te corre. Ella te hace trabajar mucho, mucho, por eso te traigo las cosas -prosiguió mientras me ayudaba a coger las bolsas-. Pórtate bien, ¿me oyes?, y pasa un buen día.

Le sonreí agradecida. Luego lancé una mirada guasona a Eduardo -mi forma de decirle: «Te mataré si se te ocurre pedirme siquiera que te haga el numerito»- y me ablandé ligeramente cuando abrió el torniquete sin hacer comentarios. Milagrosamente, me acordé de pasar por el quiosco, donde cada día Ahmed, el propietario, apilaba en mis brazos los periódicos matutinos solicitados por Miranda. Aunque el servicio de reparto los enviaba cada mañana a la mesa de Miranda a las nueve, yo tenía que comprar un segundo juego para minimizar el riesgo de que Miranda pasara un solo segundo en el despacho sin sus periódicos. Y lo mismo ocurría con los semanarios. A nadie parecía importarle que anotáramos en la cuenta nueve periódicos al día y siete revistas a la semana para alguien que solo leía las páginas de moda y sociedad.

Dejé las cosas en el suelo, debajo de mi mesa. Había llegado el momento de la primera ronda de encargos. Marqué el número, memorizado mucho tiempo atrás, de Mangia, una charcutería del centro, y, como siempre, contestó Jorge.

– Hola, corazón, soy yo -dije, como de costumbre, colocándome el auricular en el hombro para poder entrar en Hotmail-. Vamos allá.

Jorge y yo éramos amigos. Hablar tres, cuatro y hasta cinco veces cada mañana era un medio curioso de unir rápidamente a dos personas.

– Hola, nena, ahora mismo te envío a uno de los chicos. ¿Ya ha llegado? -preguntó, como de costumbre, refiriéndose a mi jefa. Sabía que era una lunática y que trabajaba para Runway, pero ignoraba quién iba a consumir el desayuno que yo acababa de encargarle.

Jorge era uno de mis hombres de la mañana, tal como me gustaba llamarlos. Eduardo, Uri, Jorge y Ahmed daban un comienzo decente a mi día. Estaban maravillosamente desligados de Runway aun cuando sus respectivas presencias en mi vida tenían como único objetivo hacer que la existencia de su directora fuera lo más perfecta posible. Ninguno era realmente consciente del poder y el prestigio de Miranda.

El primer desayuno llegaría al 640 de Madison en cuestión de segundos y probablemente tendría que tirarlo. Miranda desayunaba cada mañana cuatro lonjas de beicon grasiento, dos salchichas y un brioche con queso cremoso, y lo bajaba todo con un café con leche grande de Starbucks (con dos terrones de azúcar sin refinar, ¡no lo olvides!). En mi opinión, la oficina estaba dividida entre quienes creían que Miranda seguía permanentemente el régimen Atkins y quienes pensaban que poseía un metabolismo sobrehumano resultado de unos genes excepcionales. Sea como fuere, no le parecía en absoluto anormal devorar comida increíblemente grasienta e insana mientras «sus chicas» tenían prohibido ese lujo. Puesto que nada se mantenía caliente más de diez minutos, yo seguía encargando y tirando desayunos hasta que Miranda llegaba. Hubiera podido calentar cada desayuno en el microondas, pero con eso solo ganaba cinco minutos y, además, ella lo notaba («An-dre-aaa, esto es repugnante. Pídeme otro desayuno ahora mismo»). Yo encargaba uno cada veinte minutos hasta que Miranda me llamaba desde su móvil y me ordenaba que le pidiera el desayuno («An-dre-aaa, estoy a punto de llegar a la oficina, pídeme el desayuno»). Lo normal, naturalmente, era que me avisara con solo dos o tres minutos de antelación, por eso los encargos previos eran necesarios, por eso y porque existía la posibilidad de que no se molestara en avisarme siquiera. Si yo había actuado debidamente, cuando Miranda llamaba para pedir su desayuno yo ya tenía dos o tres en camino.

Sonó el teléfono. Tenía que ser ella. Demasiado pronto para que fuera otra persona.

– Despacho de Miranda Priestly -triné preparándome para su frialdad.

– Emily, llegaré dentro de diez minutos y quiero encontrarme el desayuno listo.

Le había dado por llamarnos «Emily» a Emily y a mí, con lo que daba a entender, no sin razón, que éramos indistinguibles y enteramente intercambiables. En algún lugar de mi mente estaba ofendida, pero ya me había acostumbrado a la situación. Además, estaba demasiado cansada para preocuparme por algo tan accesorio como mi nombre.

– Cómo no, Miranda, enseguida.

Pero ella ya había colgado. En ese momento entró en la oficina la Emily auténtica.

– ¿Ha llegado? -susurró mirando furtivamente en dirección al despacho de Miranda, como siempre hacía, sin un hola ni un buenos días, igualita que su mentora.

– No, pero acaba de llamar y estará aquí dentro de diez minutos. Vuelvo enseguida.

Traspasé raudamente mis cigarrillos y mi móvil al bolsillo del abrigo y eché a correr. Solo disponía de unos minutos para bajar, cruzar Madison, saltarme la cola de Starbucks y, por el camino, aspirar mi adorado primer cigarrillo del día. Tras aplastar la colilla entré a trompicones en el Starbucks de la Cincuenta y siete con la Quinta Avenida y examiné la cola. Cuando había menos de ocho personas prefería esperar como un ser normal, pero la mayoría de los días había veinte o más profesionales aguardando su carísima dosis de cafeína y yo no tenía más remedio que colarme. No me hacía ninguna gracia, pero Miranda no comprendía que el capuchino que le ponía delante cada mañana no solo no podía encargarlo por teléfono, sino que podía tardar fácilmente media hora en comprarlo. Después de dos semanas de llamadas iracundas a mi móvil («An-dre-aaa, la verdad es que no lo entiendo, te llamé hace veinticinco minutos para decirte que me hallaba en camino y mi desayuno todavía no está listo. Esto es inaceptable»), decidí hablar con la gerente de la franquicia. «Hola, gracias por dedicarme unos minutos -dije a una mujer negra y menuda-. Sé que le parecerá una locura, pero me estaba preguntando si podríamos llegar a un acuerdo para que yo no tenga que hacer cola.»

Le expliqué como mejor pude que trabajaba para una persona importante y poco razonable que se negaba a tener que esperar su café de la mañana. ¿Existía alguna posibilidad de que se me permitiera saltarme la cola, sutilmente, claro, y alguien me preparara el café sin demora? Por algún golpe de suerte incomprensible Marión, la gerente, asistía por las noches al FIT para obtener un título de comercial de moda.

«¡Dios mío, no puedo creerlo! ¿Trabajas para Miranda Priestly? ¿Y ella toma nuestro café con leche? ¿Grande? ¿Cada mañana? Increíble. ¡Claro, claro, por supuesto! Diré a todo el mundo que te lo sirvan en cuanto te vean. No te preocupes. ¡Miranda es la persona más influyente en el mundo de la moda!», había exclamado Marión mientras yo me obligaba a asentir con entusiasmo.

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