Lauren Weisberger - El Diablo Viste De Prada

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El Diablo Viste De Prada: краткое содержание, описание и аннотация

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La insistente voz de Miranda Priestly persigue a Andrea hasta en sueños: «¿An-dre-aaa?. ¡An-dre-aaa!».¿Es este el trabajo con el que soñaba al salir de la universidad? ¿Es este el trabajo por el cual tiene que estar agradecida y sentirse tan afortunada?
Sí, es la nueva asistente personal de Miranda, la legendaria editora de la revista femenina más glamurosa de Nueva York. Ella dicta la moda en el mundo entero. Millones de lectoras siguen fielmente sus recomendaciones; sus empleados y colaboradores la consideran un genio; los grandes creadores la temen.
Todos, sin excepción, la veneran. Todos, menos Andrea, que no se deja engañar por este escaparate de diseño y frivolidad tras el que se agazapa un diablo que viste un traje de chaqueta de Prada exclusivo, por supuesto, calza unos Manolo Blahnik y siempre luce un pañuelo blanco de Hermes.
Una novela hilarante que da un nuevo sentido a esas quejas que a veces circulan sobre un jefe que es el diablo en persona. Narrada por la voz fresca, joven, inteligente, rebelde y desarmante de Andre, El diablo viste de Prada nos descubre el lado profundo, oscuro y diabólico el lado profundo, oscuro y diabólico de la vida en las oficinas del gran imperio que es el mundo de la moda.

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Llevé los periódicos al despacho y los coloqué sobre una mesa iluminada por debajo donde Emily decía que Miranda se pasaba horas examinando los negativos de las sesiones fotográficas. También era donde quería que le dejaran la prensa, así que volví a consultar el orden correcto en mi bloc. Primero el New York Times, seguido del Wall Street Journal y el Washington Post. Fui colocando cada ejemplar ligeramente desplazado del anterior hasta formar un abanico que abarcaba toda la mesa. Women's Wear Daily era la única excepción; había que ponerlo en medio del escritorio.

– ¡Ya está aquí! Andrea, sal de ahí, Miranda está subiendo -oí susurrar a Emily desde la oficina-. Uri acaba de llamar para decirme que la ha dejado en la puerta.

Puse WWD encima del escritorio, coloqué el vaso de Pellegrino sobre una servilleta de hilo en una esquina (¿qué lado?, no recordaba en qué lado iba) y salí disparada del despacho, no sin antes echar una última ojeada para asegurarme de que todo estaba en orden. Jeff, uno de los asistentes de moda encargados del ropero, me lanzó una caja de zapatos con una goma elástica alrededor y desapareció. La abrí a toda prisa. Dentro encontré unas sandalias Jimmy Choo con tiras de pelo de camello y sendas hebillas en el centro, probablemente de ochocientos dólares. ¡Mierda! Tenía que ponérmelas al instante. Me quité las zapatillas de deporte y los calcetines, ahora sudados, y lo metí todo debajo de mi mesa. El pie derecho entró con facilidad, pero mi rolliza uña no conseguía abrir la hebilla del izquierdo. ¡Por fin! La abrí y deslicé el pie izquierdo, y de inmediato sentí que las tiras me mordían la carne. Segundos más tarde ya la tenía abrochada y me estaba incorporando cuando entró Miranda.

Paralizada. Quedé paralizada a medio camino mientras mi mente funcionaba con la suficiente agilidad para comprender que mi aspecto debía de ser ridículo, pero no con la suficiente agilidad para hacer que me moviera. Miranda reparó en mí al instante, probablemente porque esperaba ver a Emily sentada frente a su antigua mesa, y se acercó. Se apoyó en el mostrador que había delante de mi escritorio y se asomó poco a poco, hasta que pudo verme al completo mientras yo permanecía inmóvil en mi silla. Sus brillantes ojos azules se desplazaron arriba y abajo, a izquierda y derecha, por mi blusa, mi minifalda roja de pana Gap y mis Jimmy Choo de pelo de camello. Noté que examinaba hasta el último centímetro de mi cuerpo, piel, pelo y ropa, moviendo los ojos con rapidez pero con el semblante inmóvil. Se inclinó un poco más, hasta que tuve su rostro a treinta centímetros del mío y puede aspirar el fabuloso olor a perfume caro y a champú de peluquería. Tan cerca la tenía que advertí las finísimas líneas que le rodeaban la boca y los ojos, inapreciables a una distancia más relajada. No obstante, no fui capaz de mirarle la cara mucho más tiempo porque ella estaba examinando atentamente la mía. No percibí la menor señal de que cayera en la cuenta de que a) ya nos conocíamos; b) yo era su nueva empleada, o c) yo no era Emily.

– Hola, señora Priestly -aullé impulsivamente pese a saber, en algún lugar de mi mente, que ella aún no había abierto la boca. La tensión, no obstante, era insoportable y no pude refrenarme-. Estoy encantada de trabajar para usted. Le agradezco muchísimo la oportunidad que…

¡Calla! ¡Calla, boca estúpida! Hablando de falta de dignidad.

Miranda terminó su repaso y se alejó del mostrador mientras yo seguía tartamudeando. Notaba que el calor me subía por el rostro, un sofoco fruto de la confusión, el dolor y la humillación, y la mirada enfurecida de Emily no me hizo sentir mejor. Levanté con brusquedad mi cara sofocada y comprobé que, efectivamente, Emily me observaba.

– ¿Está el Boletín al día? -preguntó Miranda a nadie en particular mientras entraba en su despacho, y advertí con alegría que iba directa a la mesa donde yo había dispuesto los periódicos.

– Sí, Miranda, aquí está -respondió Emily corriendo tras ella y tendiéndole la tablilla sujetapapeles donde colocábamos por orden de llegada todos los mensajes de Miranda.

A través de las fotos enmarcadas que decoraban las paredes pude observar cómo Miranda deambulaba deliberadamente por su despacho; si me concentraba en el cristal en lugar de las fotos, veía su reflejo. Emily comenzó enseguida a trabajar en su mesa y se hizo el silencio. ¿No podemos hablar entre nosotras ni con otras personas cuando ella está en la oficina?, me pregunté. Envié la pregunta por correo electrónico a Emily y vi cómo la recibía y la leía.

Su respuesta no se hizo esperar: «Exacto -escribió-. Si tú y yo tenemos que hablar, susurramos. Si no, silencio. Y nunca te dirijas a ella a menos que ella se dirija a ti. Y nunca la llames señora Priestly, es Miranda, ¿ entendido?».

Una vez más, tuve la impresión de que me daban un azote, pero levanté la vista y asentí con la cabeza. Fue entonces cuando reparé en el abrigo. Allí estaba, una gran masa de fabulosas pieles sobre la esquina de mi mesa, con una manga colgando. Miré a Emily, que puso los ojos en blanco, señaló el armario con una mano y movió los labios para formar la palabra «¡Cuélgalo!». Pesaba tanto como un edredón recién salido de la lavadora y necesité las dos manos para evitar que barriera el suelo. Lo colgué con cuidado en una percha de seda y cerré sigilosamente el armario.

No había vuelto aún a mi silla cuando Miranda apareció a mi lado, y esta vez sus ojos pudieron abarcar mi cuerpo por entero. Por imposible que pareciera, sentí que cada parte de mi cuerpo ardía en cuanto ella la miraba, pero estaba paralizada, incapaz de regresar a mi asiento. Justo cuando estaba a punto de arderme el pelo, sus implacables ojos azules se detuvieron finalmente en los míos.

– Quiero mi abrigo -dijo con calma, mirándome directamente a los ojos, y me pregunté si se estaba preguntando quién era yo o si, por el contrario, no había notado ni le importaba lo más mínimo que una relativa extraña ejerciera las funciones de su ayudante.

No hubo ni un destello de reconocimiento por su parte, a pesar de que mi entrevista con ella había tenido lugar un mes antes.

– Enseguida -logré farfullar, y procedí a alcanzar el abrigo, lo cual no era fácil porque Miranda se hallaba entre el armario y yo.

Coloqué el cuerpo de canto para no rozarla y abrí la puerta que acababa de cerrar. Ella no se desplazó ni un solo centímetro para dejarme pasar y advertí que sus ojos habían reanudado la inspección. Por fin, afortunadamente, mis manos consiguieron cerrarse en torno al pelaje y saqué el abrigo con cuidado. Me dieron ganas de lanzárselo para ver si lo cogía, pero me contuve y lo abrí como haría un caballero. Miranda se deslizó en su interior con un único y grácil movimiento, y recogió su móvil, el único artículo que había llevado al despacho.

– Quiero el Libro esta noche, Emily -dijo al tiempo que salía de la oficina con paso firme, probablemente sin reparar en las tres mujeres apiñadas en el pasillo que se dispersaron nada más verla, con el mentón pegado al pecho.

– Muy bien, Miranda. Me encargaré de que Andrea te lo lleve.

Y desapareció. Eso fue todo. La visita que había generado pánico, preparativos frenéticos y hasta retoques de maquillaje e indumentaria en toda la oficina había durado menos de cuatro minutos y había tenido lugar -según observaron mis inexpertos ojos- sin motivo aparente.

Capítulo 8

– No te vuelvas -dijo James con la boca tan quieta como la de un ventrílocuo-, pero diviso a Reese Witherspoon a las tres en punto.

Me volví rápidamente mientras James hacía una mueca de dolor. Efectivamente, allí estaba Reese, bebiendo champán y riendo con la cabeza echada hacia atrás. No quería dejarme impresionar, pero no pude evitarlo: era una de mis actrices favoritas.

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