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Enrique Vila-Matas: Dietario voluble

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Enrique Vila-Matas Dietario voluble

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Dietario voluble es, ante todo, un tapiz que se dispara en muchas direcciones. Este libro abarca los tres últimos años (2005-2008) del cuaderno de notas personal de Enrique Vila-Matas. Al tratarse de un diario literario que se origina en la lectura, es una obra escrita desde el centro mismo de la escritura. Combina los comentarios sobre libros leídos con la experiencia y la memoria personal, y va proponiendo la desaparición de ciertas fronteras narrativas y abriendo camino para la autobiografía amplia, siempre a la búsqueda de que lo real sea visto como espacio idóneo para acomodar lo imaginario, y así novelizar la vida. Compuesto en parte por notas que pasaron directamente del cuaderno personal del escritor a la edición dominical de El País de Cataluña, pero también por importantes fragmentos que no se movieron del cuaderno y que ahora dejan de ser inéditos, y también por notas que han sido escritas para completar esta edición.

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De un tejido ajado por los años pareció surgir el lunes la figura inconmovible de esa bella mujer, de la que se enamora el capitán Kirk cuando atraviesa la Puerta del Tiempo a través de la cual se puede acceder a cualquiera de los periodos de la historia de la humanidad. El capitán, junto a Spock y el doctor McCoy, termina en el Nueva York de los años treinta. Y allí se enamora de Edith Keeler, una joven que lleva un lugar de acogida para indigentes. Es un amor de siglos desenlazados, que tiene los días contados, porque Edith sólo puede seguir existiendo unas horas, ya que -tal como Spock ha visto en su máquina del tiempo- de seguir en vida llevaría unos años después su infinita buena voluntad y deseos de acción hasta la Casa Blanca y, convenciendo al presidente de la nación, retrasaría la entrada de su país en la Segunda Guerra Mundial, de modo que los nazis se apoderarían del mundo. Por eso, Edith Keeler, por el bien de la humanidad, tiene que morir pronto, dejar de ser y pasar a no estar. Nada demasiado grave, pensé el lunes al verla surgir del hilo de mi memoria menos enterrado en la sombra. Nada grave si pensamos que la nada podría ser sólo una apariencia, tal vez -como Cirlot insinuara- nuestra apariencia fundamental.

Busco el recogimiento, porque suele ser más interesante la literatura que la vida. No sé si es paradójico, pero me gusta muchísimo la vida porque, digan lo que digan, se parece a una gran novela.

Leyendo escribiendo, de Julien Gracq, es sin duda uno de mis libros favoritos. La escritura se origina en la lectura, se escribe porque otros antes que nosotros han escrito y se lee porque otros antes que nosotros han leído.

Leyendo escribiendo es el libro de un lector que escribe. Gracq es, por este orden, lector, escritor y crítico: «Lo que muy a menudo es ajeno a un crítico, pero está casi siempre tan presente en el autor: la noción de gasto vital implícito en una obra, y su evaluación.»

Y pensar que en realidad este dietario llevo escribiéndolo desde 1963, cuando tenía catorce años. Conservo milagrosamente la agenda americana editada por producciones Myrga para ese año, comprada en la librería y papelería Solá, del Paseo de Sant Joan 14 (llamado entonces General Mola), de Barcelona. He preguntado y me han dicho que se siguen editando actualmente dietarios Myrga, agendas de bolsillo parecidas a la que tuve. En cuanto a la librería Solá, he ido a ver si todavía existía. Ni rastro. Lo último que hubo en el número 14 del Paseo fue una empresa de «instalaciones ganaderas», y ahora el local está vacío, en venta. Muy cerca de allí, en el número 27 del Paseo, estuvo el cine Lido, uno de los que más frecuenté en aquel año de 1963. Era un cine de barrio, de programación doble, que en los años sesenta todavía se anunciaba como un local con «pantalla panorámica, la primera en España». Tampoco de aquel cine queda ni rastro, aunque es curioso: sé el teléfono de aquella sala (25-49-19), porque el Lido se anunciaba en unas cajetillas de cerillas y ahora una de ellas la venden en Internet. Por otra parte, el nombre del cine no se ha perdido del todo en el barrio, ya que se ha conservado en el número 36 del Paseo, en la antigua Granja Lido, que se nutría de los clientes del cine y hoy es un excelente restaurante.

En enero de 1963, por razones para mí mismo no totalmente claras, aunque imagino que ligadas al simple hecho de que me habían regalado la agenda -aunque cabe también la posibilidad de que la comprara yo mismo al salir del Lido-, comencé a llevar un diario que apenas he interrumpido a través del tiempo. Ayer estuve repasando mi vida en 1963 y me centré en el mes de marzo, y fue como un extraño viaje a mi mundo de hace cuarenta y cinco años.

El 18 de febrero de aquel año, el mismo día en que aparecía en París la ultramoderna Rajuela, de Julio Cortázar, yo iba al cine Lido a ver Silla eléctrica para ocho hombres y Yo soy el padre y la madre, películas de las que no recuerdo nada, ni siquiera haberlas visto. Estábamos en la época que el novelista Martín Santos definió como tiempo de silencio. Nadie se atrevía a hablar. Eran tiempos de decalage importante entre París y Barcelona, entre la literatura de Cortázar, por ejemplo, y la programación doble de silla eléctrica del cine Lido. Por aquellos días, el 5 de abril, Washington y Moscú se conectaron a través del llamado teléfono rojo, que en realidad era de color negro y que se decía que servía para evitar una tercera guerra mundial. Pero en la Barcelona de aquel 5 de abril no se tenía excesiva conciencia de que estuviéramos al borde de una nueva guerra. Eran tantos los problemas cotidianos y tan abundantes el silencio y el miedo y tan escasa la información que llegaba de fuera que la vida en la provincia transcurría como si nadie supiera aún que la lógica y la ética eran fundamentalmente la misma cosa: el deber hacia uno mismo.

Ese 5 de abril, con la parquedad habitual, anoté en mi agenda: «Ha llovido todo el día.» No era, creo, un dato despreciable. Hoy me sirve para saber que el 5 de abril de 1963 llovió en Barcelona. Y me hace pensar en el diario de Peter Handke, donde éste anota: «Blancas nubecillas cruzaban por detrás de Notre Dame en una vieja película de Jean Renoir, y yo pensé: así que esas nubes cruzaron por ahí hace más de cuarenta años.»

Así que ese día llovió en Barcelona. El miércoles 20 de marzo escribí con el mismo e invariable estilo lacónico: «Planeamos el viaje de Semana Santa.» Algunas cosas entonces ya eran como ahora. El sábado 30 de marzo, fui a comprar discos de Jumping Jewels, The Tornados y Emilio Pericoli. Ni idea de quiénes son. El domingo 24 de marzo escuché en directo a Los Catinos (eran de mi colegio y los llamábamos cariñosamente Los Cretinos y tenían en Manolo Vehi un magnífico cantante), los Mangas Verdes y los Blue Stars. De ésos sí me acuerdo, porque yo quería ser guitarrista. El jueves 28 de marzo vi en el Lido Barreras de orgullo y La esposa del embajador, y tampoco de esas películas recuerdo nada. Oscura es la lacónica frase del sábado 23 de marzo: «En la barbería cobran 24 pesetas.» ¿Tenían que cobrar 23?

Pero de marzo de aquel año la más enigmática de las anotaciones es la del lunes 11: «Ha muerto el señor Santiañez.» Aunque también es inquietante la adusta anotación del martes 5 de marzo: «Día completamente normal.» ¿Un día en el que no había nada que resaltar? Me temo que quería decir: «Día completamente aburrido.» Como vivía entonces en un tiempo inmóvil, me doy cuenta ahora de que en realidad me dedicaba ya entonces a envejecer, pero a envejecer sin el transcurso del tiempo. No encuentro escrito, a lo largo de todo 1963, un solo sentimiento que sea verdadero. Y, al mismo tiempo, tengo la impresión de que si no hubiera escrito aquel dietario, la vida se me habría secado o algo parecido. ¿A qué edad tenemos el privilegio de acceder a los sentimientos? El jueves 7 de marzo anoté: «Tengo que ir al médico. Peso 43 kilos y mido 1,59.» De aquel marzo ese día es el único del que me acuerdo bien. Pero no por lo que dejara dicho en el dietario, sino por lo que debería haber allí añadido. Porque ese día me llegó un sentimiento verdadero, pero no supe reflejarlo. El sentimiento, puesto por escrito, exigía sólo cinco letras: miedo. Debería, además, haber añadido que en secreto confiaba en crecer y en ganar peso durante la noche, ganarlo sólo de dormir y soñar; de soñar que quizás un día, por fin, a medida que fuera teniendo más peso y altura, iría teniendo también más ideas.

Se sabe que en 1939, en visita a Freud, un joven Dalí hizo un esbozo o apunte rápido del fundador del psicoanálisis, y lo dibujó moribundo. Y también se sabe que, cuando Freud pidió ver el dibujo, Stefan Zweig no quiso angustiarlo y se negó a mostrárselo. Entonces Freud, cambiando de tema, le dijo a Dalí que le habían entrado deseos de saber cómo era la pintura de su generación. ¿Y cómo era? Ni siquiera Dalí podía imaginarlo. Quedaban sólo unos días para que Freud muriera y Stefan Zweig leyera en su funeral la oración fúnebre. Y también faltaba poco para que se supiera que la pintura de la nueva generación era un siniestro apunte dramático, el dibujo de la muerte.

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