En ese momento, aparece Deneuve. Quedo mudo de la sorpresa y me pregunto si por unos momentos Deneuve no ha sido «lo que pasa cuando no pasa nada».
Días aparentemente tranquilos, entre Montparnasse y Saint-Germain, en París, con incursiones extrañas en el histórico Hotel de Sully, que parece estar comunicado secretamente con la casa de Victor Hugo en la plaza de Vosges. Hablamos en un café de la plaza acerca de muchas mujeres de los bulevares periféricos que están perdiendo a toda velocidad derechos adquiridos. Héléne Orain, involucrada en el manifiesto Ni putas ni sumisas, nos explica que la sexualidad ya era un tema tabú para las familias que practican el islam, pero que desde hace años asistimos a la llegada de imanes procedentes de otros países, que van implantando una versión muy tradicional de la mujer musulmana: velada, en casa, sumisa, que sufre todas las humillaciones que se le impongan. Es un discurso extremadamente patriarcal, machista y reaccionario.
Estas mujeres, expulsadas en la práctica de las zonas y actividades de ocio, obligadas por los hombres de la familia a llevar velo, víctimas en miles de casos de violencia sexual y poligamia, observan asombradas cómo se reconstruye el poder machista en los guetos. En este contexto, el polémico Alain Finkielkraut sugiere llamar a las cosas por su verdadero nombre y dice que los incendios de las banlieues no fueron motivados -como intentan hacernos creer- por la pobreza y la marginación, sino por el odio radical a Francia que crece inmensamente en esos lugares. Y afirma que, por parte de la prensa, existen muchos escrúpulos a la hora de llamar a las cosas por su nombre: «Son una revuelta de carácter étnico-religioso, un hostigamiento antirrepublicano. Tenemos miedo al lenguaje de la verdad y, por diversas razones, preferimos decir jóvenes a decir negros o árabes. En las banlieues existe odio al imperialismo francés y se olvida que el proyecto colonial intentaba educar llevando la cultura a los salvajes.» Palabras, por supuesto, polémicas, pero que quizás orientan dentro de la confusión y caos generales. Finkielkraut, que está en contra de todo tipo de hostigamientos raciales (incluidos los de los árabes o negros de las banlieues) y que dice no olvidar el renacer brutal del antisemitismo, nunca ha votado a la derecha, pero nadie puede asegurar que siga siendo de izquierdas. Laure Adler, biógrafa de Marguerite Duras, fue jefa de Finkielkraut en France Culture. Preguntada por la posición de su amigo, le defiende diciendo que para ella ya va siendo hora de que comiencen todos a plantearse dónde debería estar realmente situada la izquierda de hoy. Finkielkraut predice que el antirracismo será en el siglo XXI lo que fue el comunismo en el XX.
¿Y Sophie Calle? He aceptado su propuesta de escribirle una historia que ella luego tratará de vivir. Se lo he prometido en el Café de Flore. Y unas horas más tarde he vuelto a prometérselo, esta vez mentalmente, en medio de esa maravillosa oficina de Correos que hay en la rué Littré, esquina rué de Rennes: oficina de relajada atmósfera, potente calefacción, cordialidad, y hoy, encima, con Billie Holliday de portentosa música ambiental. Digan lo que digan, Francia es fantástica.
Pensando en Madrid, me he quedado imaginando que inventaban el polvo de la simpatía. Lo inventaban a pesar de la ley del tabaco -ese polvo sería como una especie de rapé-, y al principio tenía algo de clandestino. El nuevo invento era capaz de transformar a un país entero. Quien lo probaba, cambiaba inmediatamente de humor y no sólo sonreía, sino que se volvía adorablemente alegre y simpático, relajado, atento a las opiniones distintas del prójimo: elegante, discreto, inteligente, demócrata de verdad.
En un primer momento, el inventor del polvo de la simpatía hacía sus primeras pruebas o experimentos con los taxistas de Madrid y en una semana les cambiaba a todos el castizo y guarro carácter convirtiéndoles en gente que escuchaba, con abierta alegría, música clásica o bien recitales de poesía. Su simpatía era tan avasalladora y sus carcajadas tan bienhechoras que España cambiaba espectacularmente de la noche a la mañana, porque eran esos mismos taxistas de Madrid los que contagiaban la revolución de los claveles y la risa: una risa que, por arte del polvo mágico, se extendía hacia los obispos fundamentalistas y el personal de Iberia y acababa pulverizando literalmente la mala leche tradicional de los franquistas. Y todo el país reía y reía. Ya no se escribían más novelas sobre la guerra civil y había una gran fiesta en la antigua casa trágica de Bernarda Alba.
La revolución llegaba a España a través de sus bases más trogloditas y contagiaba al resto de ciudadanos. La risa es el fracaso de la represión, se oía decir por todas partes. Y taxistas de Madrid y comandantes de Iberia se convertían en la élite intelectual más importante de Europa. Y todos reíamos. Los obispos españoles también.
Si estoy a solas en casa y entra una solitaria y banal mosca, me acuerdo inmediatamente de Kaflka cuando en un relato decía que su quinto hijo era tan insignificante que uno se sentía literalmente solo en su compañía.
Todas las moscas son distintas, pero se parecen tanto entre ellas que hay quien cree que en realidad sólo ha existido una mosca en toda la historia del universo. No he conocido a mejor experto en insectos que Augusto Monterroso, que escribió en cierta ocasión: «La mosca que hoy se posó en tu nariz es descendiente directa de la que se paró en la de Cleopatra.» El mundo de las moscas sin ley siempre le atrajo y planeó una antología universal sobre ese enmarañado universo. Finalmente abandonó el proyecto porque vio que el volumen iba forzosamente a tener que ser infinito. Pero en Movimiento perpetuo ofreció a sus lectores una pequeña muestra de la historia mundial de las moscas. Movimiento perpetuo se iniciaba así: «Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas.» Un categórico comienzo para un libro inclasificable, escrito mucho antes de que hubiera tantos libros híbridos o inclasificables como ahora. En él, Monterroso zigzaguea de un género a otro, y pasa del ensayo al relato, y de éste a la digresión o el divertimento. El zigzagueo está a la altura del mejor vuelo de la mejor mosca mundial. Los diferentes fragmentos están unidos por citas literarias en las que las moscas tienen su protagonismo. No hay un solo escritor profundo que no haya dicho algo alguna vez sobre las moscas. Ahí tenemos, por ejemplo, a Ludwig Wittgenstein, que escribió en Investigaciones filosóficas: «¿Qué se propone uno con la filosofía? Enseñar a la mosca a escapar del frasco.» Sobre los mosquitos se ha escrito menos. Quien mejor se acercó a ellos fue un escritor de su misma especie, un escritor-mosquito, Ramón Gómez de la Serna: «Menos mal que a los mosquitos no les ha dado por tocar el saxofón.»
En verano las moscas -que no suelen hablarse con los mosquitos- se reúnen en balnearios, apartamentos y hoteles. En su pulcro concierto, bailan a medianoche. O atacan, sin uñas. Su zumbada música es inconfundible. Marcel Proust decía que ellas componían pequeñas sinfonías que eran como la música de cámara del estío. Escribo desde el Hotel Charleston de Cartagena de Indias, frente al Pacífico y sitiado por moscas tropicales, rodeado de un mundo alucinante de moscas sin ley. «¿Alguien oyó alguna vez toser a las moscas?», preguntaban los hermanos Grimm en un cuento que leí de niño y cuyo título he olvidado, pero no así aquella pregunta que me ha acompañado siempre y me persigue ahora aquí en esta terraza del Charleston mientras una mosca me zumba por la oreja y trata de posarse sobre mi nariz. Un serio incordio hasta que comienza a ahogarse imprevistamente en un zumo de tomate. La remato de forma criminal, la mato con toneladas de sal y pimienta. No soy Cleopatra, me digo satisfecho. La mosca ha muerto, a las doce y cinco de la mañana.
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