Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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Hablaban del futuro, de su futuro, un futuro que parecía inalcanzable como las nubes que pasaban sobre sus cabezas. Pero a ninguno de los dos le importaba que sus sueños fueran simples espejismos, forjados a la luz del inquebrantable optimismo dibujado por su amor, ni que la vida como marido y mujer en Santa Catalina fuera un deseo imposible. Se dejaban fluir con el paso de las nubes, sabedores de que una cosa sí era segura: se amarían para siempre.

Capítulo 18

A finales de febrero Sofía se despertó con náuseas. Quizá había comido algo en mal estado la noche anterior. Por la tarde ya se había recuperado, así que volvió a hacer vida normal hasta que, a la mañana siguiente, se levantó sintiéndose realmente mal.

– No sé qué me pasa, María -se quejó sin apartar la mirada del bol de mantequilla y harina que estaba mezclando para el pastel de cumpleaños de Panchito-. Ahora me encuentro bien, pero esta mañana me sentía morir.

– Suena a náuseas de embarazada -bromeó María, guiñándole un ojo sin percatarse de la repentina palidez que había dejado a su prima sin color en el rostro.

– Otra concepción inmaculada -replicó Sofía con una sonrisa titubeante-. No creo que sea suficientemente humilde para eso.

– Bueno, ¿qué comiste anoche?

– Y la noche anterior -añadió Sofía, intentando reír mientras estaba a punto de echarse a llorar ante la posibilidad de estar embarazada. No hacía más de ocho semanas y media que había empezado a tener relaciones con Santi y él siempre se había asegurado de tomar precauciones. De eso Sofía estaba segura porque había aprendido a ser bastante eficiente poniéndole los condones. Apartó la idea de su cabeza, convencida de que estaba exagerando-. Probablemente sea culpa del budín de arroz de Soledad -decidió, volviendo a ser ella misma.

– ¿Les hace budín de arroz? -exclamó María con envidia, engrasando los moldes del pastel-. ¡Encarnación! -chilló. La vieja criada entró en la cocina arrastrando los pies con una cesta llena de ropa.

– ¿Sí, señorita María?

– ¿Cuánto tiempo tenemos que dejarlo dentro?

– Pensaba que a estas alturas la señorita Sofía ya era toda una pastelera profesional. Hornéelo durante veinte minutos y échele un vistazo. Si todavía no está listo, déjelo diez minutos más. ¡No, no, Panchito! -gritó cuando el pequeño entró corriendo en la cocina-. Ven conmigo. Así, dame la mano. Vamos a ver si hay algún dragón en la terraza -y se lo llevó afuera.

– ¿Qué son los dragones? -preguntó Sofía.

– Lagartos. Panchito cree que son dragones.

– Bueno, supongo que lo son. Pequeños dragones.

María vio cómo su prima lamía el bol. Se dio cuenta de que Sofía estaba radiante. Se había recogido el pelo en la coronilla con una goma, aunque se le habían soltado algunos mechones que le caían por la cara y el cuello, pegándosele al sudor de la piel. Incluso con un sucio delantal de cocina se las ingeniaba para estar guapa.

– ¿Qué miras, gorda? -Sofía sonrió con gran cariño a su prima.

María le devolvió la sonrisa.

– En este momento estás muy feliz, ¿verdad? -le preguntó.

– Sí. Estoy feliz cocinando contigo en la cocina.

– Pero ahora te llevas mucho mejor con Anna.

– Bueno, digamos que la vieja mantis está más soportable.

– ¡Sofía! ¡Anna es muy guapa!

– Demasiado delgada -replicó Sofía con ironía a la vez que ofrecía el bol a María.

– Ojalá yo estuviera más delgada -se lamentó María, decidiendo de pronto no ayudar a su prima a lamer el bol. Sofía lo dejó en el fregadero para que lo lavara Encarnación.

– Estás bien así, María. No necesitas adelgazar. Eres femenina, estás rebosante de salud, eres guapa, y más encima tienes un cuerpo estupendo y lleno de curvas. ¡Estás hecha toda una mujer, chica!

Las dos se echaron a reír.

– No seas ridícula, Sofía.

– No lo soy. Soy sincera. Siempre te digo la verdad. Eres maravillosa como eres.

María sonrió agradecida.

– Y para mí tú eres muy especial, Sofía -le dijo sincera.

– Eres mi mejor amiga, María, también tú eres muy especial para mí.

Las dos chicas se abrazaron, divertidas y conmovidas ante su repentina muestra de ternura.

– ¿Metemos el pastel? -dijo Sofía, soltándose. Cogió el molde, que estaba lleno hasta el borde de la masa densa y marrón del pastel, y lo olió hambrienta-. ¡Mmm, huele de maravilla!

– ¡Por Dios! Date prisa en meterlo o no estará listo a tiempo.

Chiquita había invitado a todos los amiguitos de Panchito de las estancias vecinas a una fiesta de cumpleaños sorpresa. El sol de la tarde bañaba la terraza con un halo rosado mientras los niños corrían de acá para allá con las caras llenas de chocolate y las manos pegajosas, seguidos por los perros que les lamían los restos de tarta de los dedos cuando no los veían.

Fernando, Rafael, Agustín, Sebastián, Ángel y Niquito se dejaron ver un momento para probar el pastel y coger algunas pastas antes de ir a jugar a la pelota al parque. Santi se quedó un rato más. Miraba a Sofía mientras ésta charlaba con su madre y con sus tías a la sombra de la acacia. Le encantaba cómo movía las manos al hablar y la forma en que miraba desde sus pestañas gruesas y marrones como si fuera a revelar algo terrible, aunque en realidad sólo se limitaba a esperar el momento para obtener la reacción óptima a su intervención. Santi se daba cuenta de que ella sabía que la estaba mirando porque se le habían curvado las comisuras de los labios, dibujando una tímida sonrisa. Por fin Sofía le miró. Él parpadeó dos veces sin cambiar de expresión. Ella le devolvió el mensaje y sonrió con tal descaro que Santi tuvo que llamarle la atención con la mirada. Ella le aguantó la mirada y con los ojos le acarició la cara y los labios. Él se giró, temiendo que alguien pudiera descubrirlos, y esperó que ella fuera lo bastante juiciosa para hacer lo mismo, pero cuando volvió a girarse Sofía seguía mirándole con la cabeza ladeada y la sonrisa en los labios. María estaba ocupadísima: repartía sándwiches y dulces entre los niños, cortaba la tarta, recogía los vasos vacíos de jugo de naranja, y corría detrás de los perros cuando éstos se acercaban demasiado a la comida. Estaba demasiado atareada para percatarse de las miradas tiernas que se entrecruzaban su hermano y su prima.

Más tarde, esa misma noche, Santi y Sofía estaban sentados en el banco del porche de la casa de él. Protegidos por la oscuridad, se habían dado la mano. Cuando él le apretaba dos veces la mano se trataba del mismo mensaje implícito en el parpadeo. Significaba «te amo». Ella le devolvió el apretón hasta que terminaron jugando a ver quién conseguía apretar la mano del otro más veces. La familia de Santi se había ido a la cama, la casa estaba en silencio y había refrescado. Se aproximaba el otoño, barriendo a su paso las tórridas noches con su viento fresco y melancólico.

– Puedo oler el cambio -dijo Sofía, acurrucándose contra él.

– Odio que se acabe el verano.

– A mí no me importa. Me gustan las noches oscuras frente al fuego -dijo Sofía echándose a temblar.

Santi la atrajo hacia y la besó con ternura en la frente.

– Imagina lo que podríamos hacer frente a la chimenea de mamá -murmuró.

– ¡Sí! ¿Ves como no es tan malo el invierno?

– Contigo no. Nada es malo contigo, Chofi.

– Me muero de ganas de pasar un invierno contigo, y una primavera, y otro verano. Quiero hacerme mayor contigo -dijo ella soñadora.

– Yo también.

– ¿Incluso si me vuelvo tan loca como el abuelo?

– Bueno… -Santi pareció dudar, meneando en broma la cabeza.

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