– ¡Fercho, a tu izquierda! -gritó Sofía a Fernando cuando surgió una oportunidad. Él la miró, dudó, y luego se la pasó a Rafael, que al instante fue emparedado por Marco y Davico-. La próxima vez pásamela, Fercho. Tenía el gol a la vista -le gritó, furiosa, fundiéndole con la mirada.
– Seguro -le respondió Fernando, desdeñoso, antes de virar y alejarse a medio galope. Sofía vio cómo Roberto Lobito rompía su regla de silencio y meneaba la cabeza a Fernando, solidario.
Sabrina y Martina quedaron horrorizadas al ver que habían admitido a Sofía en el partido.
– Ahí la tienes, pavoneándose delante de todos -dijo Sabrina, irritada.
– Por Dios, pero si sólo tiene quince años -soltó Martina, arrugando la nariz-. No deberían permitirle jugar con los chicos.
– Es culpa de Santi. Es él el que la anima -dijo Pía, acusadora.
– Se le cae la baba con ella, sólo Dios sabe por qué. Es una maldita niña mimada. Mira, ahí la tienes, dando vueltas sin hacer nada. No le pasan ni una sola bola. Mejor haría en retirarse -se quejó Sabrina mientras veía a su joven prima dando vueltas en mitad del campo.
Al término del quinto chukka todavía perdían por un gol.
– ¡Pásenle a Sofía, por el amor de Dios! Somos un equipo y la única forma de poder ganar es jugando en equipo -estalló Santi, desmontando.
– Si le pasamos, seguro que perdemos -contestó Fernando, quitándose el gorro y agitando su pelo negro y sudado.
– Venga, Fercho, no seas crío -dijo Rafael-. Sofía está jugando y no hay nada que puedas hacer para evitarlo. Nadie espera que contemos con ella, así que tómatelo con calma.
– ¡No ganaremos si seguimos jugando como un equipo de tres jugadores -gritó Santi, exasperado-, así que mejor que vayan contando con ella!
Fernando le dirigió una mirada llena de odio.
– Voy a enseñarles, pandilla de machistas, que puedo jugar mejor que el idiota de Agustín. Tráguense su orgullo y jueguen conmigo, no contra mí. El enemigo es La Paz, ¿recuerdan? -les espetó Sofía, y volvió, segura de sí misma, al campo a medio galope. Fernando estaba que ardía, aunque no dijo nada, mientras Rafael levantaba la mirada al cielo y Santi se reía, admirado.
La tensión casi podía tocarse con las manos cuando entraron con los ponis en el campo para jugar el último chukka. En cuanto el partido dio de nuevo comienzo, un silencio pesado cayó sobre los espectadores. El último chukka era una agresiva demostración de poderío individual a medida que cada uno de los equipos intentaba desesperadamente vencer al otro. Santi, sin duda el mejor de su equipo, estaba sometido a un férreo marcaje, y Sofía, a la que todos consideraban fuera del partido, se movía por el campo casi con total libertad. El tiempo se acababa. A pesar de la discusión anterior, Sofía casi no recibía bolas y se pasaba la mayor parte del tiempo furiosa, cubriendo a los demás. Por fin Santi consiguió empatar el partido.
Los espectadores se habían puesto en pie, incapaces de seguir sentados a medida que la batalla ganaba en intensidad durante los últimos minutos del partido. Sabían que si uno de los dos equipos no marcaba antes de que terminara el tiempo, tendrían que decidir el resultado del partido a «muerte súbita». Gritos furiosos y órdenes impacientes resonaban por el campo, mientras Roberto intentaba controlar a su equipo y Santi hacía lo posible por convencer a su hermano para que jugara con Sofía. María saltaba de acá para allá, nerviosa, incapaz de quedarse quieta, animando a Sofía. Miguel y Paco caminaban impacientes de un extremo a otro de las bandas, sin apartar los ojos del partido. Paco miró el reloj; quedaba sólo un minuto. Quizá había sido un error dejar jugar a Sofía, pensó con tristeza.
De pronto Rafael se hizo con la bola, la pasó a Fernando y éste se la devolvió. Santi escapó del marcaje de Roberto y de Marco, que salieron detrás de él al galope. Siguió un estallido de gritos enfebrecidos, pero Rafael logró pasar la bola a Santi y éste voló, libre de mareaje, hacia adelante. Sólo Sofía y Francisco, su oponente, se interponían entre él y la portería. Tenía que elegir entre driblar a Francisco e intentar marcar, o arriesgarse y pasar la bola a Sofía. Convencido de que Santi no iba a confiar en ella, Francisco dejó de marcarla y salió hacia él para quitarle la bola. Santi levantó sus ojos verdes hacia su prima, que entendió de inmediato y se preparó. Justo antes de que Francisco se abalanzara sobre él, Santi golpeó la bola hacia ella.
– ¡Todo tuyo, Sofía!
Decidida a no desaprovechar una oportunidad como ésa, Sofía salió a medio galope tras la bola, apretando la mandíbula con firmeza. La golpeó una, dos veces, y entonces, balanceando el taco en el aire con seguridad, pensó en José, en su padre y en Santi antes de enviar la bola entre los postes. Segundos después sonó el silbato. Habían ganado el partido.
– ¡No me lo puedo creer! -boqueó Sabrina.
– Dios mío. Lo ha conseguido. Sofía ha marcado -chilló Martina, dando saltos y palmadas-. ¡Bien hecho, Sofía! -le gritó-. ¡Ídola!
– ¡Justo a tiempo! -soltó Miguel, sin dejar de dar palmadas a Paco en la espalda-. Suerte la tuya, porque de lo contrario podías haber terminado en la barbacoa con el lomo.
– Ha jugado bien, a pesar de que su propio equipo la ha dejado de lado. De todas formas, no hay duda de que tiene madera -dijo Paco, orgulloso.
Rafael se acercó al galope a Sofía y le dio una palmada en la espalda.
– ¡Bien hecho, gorda! -le dijo riéndose entre dientes-. ¡Eres una estrella!
Fernando la miró y asintió sin sonreír. Estaba contento porque habían ganado, pero no se sentía capaz de acercarse a felicitar a Sofía. Santi casi la tiró del poni cuando la cogió del cuello y la atrajo hacia él para darle un beso en su mejilla cubierta de polvo.
– Sabía que podías hacerlo, Chofi. No me has* decepcionado -se rió, quitándose el gorro y rascándose el pelo empapado.
Roberto Lobito caminó hasta ella cuando Sofía desmontaba.
– Juegas bien para ser una chica -le dijo con una sonrisa.
– Y tú juegas bien para ser un chico -le soltó ella, arrogante.
Roberto se echó a reír.
– Entonces, ¿te veré a menudo en el campo? -le preguntó a la vez que estudiaba su rostro con interés.
– Quizá.
– Bien, espero que sea pronto -añadió con un guiño. Sofía arrugó la nariz antes de deshacerse de él con una risa ronca y salir corriendo a reunirse con su equipo.
Esa misma noche, cuando las primeras estrellas tiznaban de plata el crepúsculo, Santi y Sofía estaban sentados bajo las sinuosas ramas del escarpado ombú con la mirada perdida en el horizonte.
– Hoy has jugado bien, Chofi.
– Gracias a ti, Santi. Has creído en mí. He reído la última ¿eh? -y se rió entre dientes al recordar la caída de Agustín-. Esos hermanos míos…
– Olvídate de ellos. Sólo se meten contigo porque les haces sombra.
– No puedo evitarlo. Están tan mimados… sobre todo Agustín.
– Las madres siempre son así con sus hijos. Ya verás cuando te toque a ti.
– Espero que sea dentro de mucho, muchísimo tiempo.
– Quizá mucho menos de lo que imaginas. La vida no es nunca como uno espera.
– La mía sí, ya lo verás. De todas formas, gracias por confiar hoy en mí y por apoyarme. Les he dado una buena lección, ¿no crees? -dijo orgullosa.
Santi miró su ardiente rostro bajo la luz del crepúsculo y puso afectuosamente la mano en el cuello de Sofía.
– Sabía que podías conseguirlo. Nadie tiene tu firmeza. Nadie. -Dicho esto se quedó callado durante un momento, como perdido en sus propios pensamientos.
– ¿Qué estás pensando? -preguntó Sofía.
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