Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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– Deberían practicar más conmigo, Jasmina -dijo Anna.

– Sí, pero ya sabes cómo son los niños. No puedes obligarlos a que hagan cosas en contra de su voluntad.

– Quizá deberías ser un poco más dura con ellos -insistió Anna-. Los niños no saben lo que les conviene.

– Oh, no. No soportaría disgustarlos. Cuando salen de la escuela están en casa, y cuando están en casa me gusta que jueguen y se diviertan.

Sofía se dio cuenta de que aquél era un conflicto que su madre no iba a ganar y admiró la dulzura con que Jasmina se enfrentaba a ella. Sin duda, bajo aquellos modales suaves había una mujer de hierro.

Soledad aprovechaba la menor oportunidad para salir a la terraza: para servir la comida, para retirar los platos, para llevar la mostaza a la mesa, para llenar la jarra de agua…; llegó incluso a asomar dos veces la cabeza por la puerta con la excusa de haber oído a la señora Anna tocar la campanilla. Cada vez que aparecía sonreía entre dientes. Era una sonrisa taimada, incompleta. Pasado un rato, Sofía no pudo seguir reprimiendo la risa y tuvo que disimularla tapándose con la servilleta. A Soledad le podía la curiosidad de verla en compañía de sus padres. Más tarde discutiría sus reacciones con las demás empleadas de la estancia.

A las once Jasmina se fue a su casa con el bebé, desapareciendo por el jardín como un ángel. Paco y Rafael se quedaron hablando entre las moscas y las polillas que se arremolinaban alrededor de los faroles. Anna se fue a la cama, quejándose de que se estaba haciendo vieja cuando Paco insistió para que se quedara. Sofía se alegró de que se fuera porque no sabía de qué hablar con ella. Todavía estaba demasiado resentida con su madre para hablar del pasado, y no tenía la menor intención de implicarla en su presente. Cuando Anna se fue, se sintió sorprendentemente aliviada y empezó a conversar con su hermano y con su padre como en los viejos tiempos. Con ellos se sentía bien recordando el pasado. A las once y media subió a su cuarto.

AI día siguiente Sofía se levantó temprano debido a la diferencia horaria. Había dormido de un tirón, un sueño profundo que ni siquiera Santi había tenido el poder de interrumpir. Sofía se alegró de que hubiera sido así. Estaba exhausta, no sólo por el largo vuelo, sino por tantas emociones juntas. Pero una vez en pie, le era imposible estarse quieta. Fue a la cocina, donde la luz blanca del amanecer iluminaba la mesa y las baldosas del suelo. Recordó los días en que cogía algo de la bien provista nevera antes de salir a practicar polo con José. Rafael le había dicho que José había muerto hacía diez años. Él se había ido y ella no se había despedido de él. Santa Catalina era como una sonrisa a la que le faltara un diente.

Cogió una manzana de la nevera y metió el dedo en la olla de dulce de leche. No había nada como el dulce de leche de Soledad. Lo hacía con leche y azúcar que ponía a hervir al fuego. Sofía había intentado hacerlo en Inglaterra, pero nunca le había salido como aquél. Puso una cucharada encima de la manzana y pasó por el salón para llegar a la terraza, que estaba en silencio, fantasmagórica bajo la sombra de los altos árboles, a la espera de que el sol saliera y la despertara. Dio un mordisco a la manzana y saboreó la dulzura de la crema. Al mirar la temprana niebla matinal que cubría la distante llanura, de repente sintió deseos de ir a buscar un pony y galopar por ella. Cruzó el jardín con paso decidido hacia el «puesto», el pequeño conjunto de cabañas donde José cuidaba de los ponis.

Pablo la saludó al verla, secándose las manos con un trapo sucio. Sonreía, mostrando sus dientes rotos y negros. Sofía le dio la mano y le dijo que sentía mucho que su padre hubiera muerto. Él asintió con gesto grave y le dio las gracias con timidez.

– Mi padre la quería mucho, señora Sofía -dijo, y sonrió entre dientes, incómodo. Ella se dio cuenta de que ahora la llamaba «señora» en vez de «señorita». Ese tratamiento interponía entre ellos una distancia que no había existido en la época en que habían practicado polo juntos.

– Yo también le quería mucho. Esto no es lo mismo sin él -respondió con absoluta sinceridad a la vez que dirigía la mirada a los bronceados y desconocidos rostros que la observaban desde las ventanas.

– ¿Quiere usted montar, señora Sofía? -preguntó Pablo.

– No voy a jugar. Sólo quiero galopar un poco. Sentir el viento en el pelo. Hace mucho tiempo que no lo hago.

– ¡Javier! -gritó Pablo. Un jovencito salió de la casa. Llevaba un par de bombachas y las monedas que colgaban de su cinturón brillaban a la pálida luz de la mañana-. Una yegua para la señora Sofía. ¡Ya!

Cuando Javier fue hacia una yegua negra, Pablo le gritó:

– No, Javier, la Azteca no. ¡ La Pura ! Para la señora Sofía la mejor. La Pura es la mejor -dijo volviendo a sonreírle.

Javier sacó una yegua castaña y Sofía le acarició el morro aterciopelado mientras él la ensillaba en silencio. Una vez que hubo montado, le dio las gracias antes de salir a medio galope hacia el campo. Era una sensación maravillosa. Por fin podía volver a respirar. La presión que había ido acumulándosele en el pecho y en la garganta fue desapareciendo lentamente y sintió que el cuerpo se le relajaba con el suave movimiento del galope. Miró a la casa de Chiquita y pensó en Santi, que dormía en una de las habitaciones con su esposa. No lo supo entonces, pero, según le dijo él más tarde, en ese momento él estaba en la ventana, mirándola mientras ella galopaba por la llanura, preguntándose cómo iba a ser capaz de enfrentarse al día que estaba recién amaneciendo. Con la llegada de Sofía todo había cambiado.

Sofía no vio a Santi en todo el día. Cuando llegó a su casa para visitar a María, él se había ido a la ciudad, y cuando él regresó, Sofía ya se había marchado. Cada vez que pasaba un coche por el camino, Sofía esperaba que fuera él. Intentaba no pensarlo, pero no podía evitar ver la rapidez con la que el tiempo pasaba y pensar que pronto estaría de regreso en Inglaterra. Estaba desesperada por verle a solas. Quería hablar del pasado. Quería enterrar los fantasmas de una vez por todas.

Capítulo 40

Chiquita había invitado a cenar a Sofía. Aunque María no podía comer con ellos, quería a Sofía cerca de ella.

– No quiero perderme ni un solo segundo de tus días aquí. Pronto te habrás ido y quién sabe cuándo volveremos a vernos -dijo Chiquita. Como Sofía había cenado con sus padres la noche anterior, no creía que fuera a importarles.

Cenaron fuera, entre los grillos y los perros. Eduardo estaba pálido a la débil lu2 de los candelabros. Hablaba muy poco y se escondía tras sus finas gafas redondas. El dolor había dejado sus huellas en las arrugas que le rodeaban los ojos, arrugas que ni siquiera sus gafas conseguían disimular. Santi y Sofía siguieron recordando los viejos tiempos con Chiquita y Miguel. De nuevo Claudia escuchaba con una pequeña sonrisa que no concordaba en absoluto con la solemnidad de su expresión. Obviamente no quería parecer demasiado interesada, pero tampoco deseaba que la acusaran de maleducada. De manera que se quedó recatadamente sentada, comiendo el plato de pasta con el tenedor, y de vez en cuando llevándose la servilleta blanca a las comisuras de los labios.

Sofía raras veces usaba servilleta. Anna constantemente había intentado animarla a que «se comportara como una señorita», pero el abuelo O'Dwyer siempre la había defendido.

– ¿Para qué sirve una servilleta, Anna Melody? Personalmente, me fío más de la manga de mi camisa, por lo menos siempre sé dónde está -decía. Según él, las servilletas pasan la mitad de sus vidas cayendo de las rodillas de la gente al suelo. Sofía se miró el regazo. El abuelo O'Dwyer volvía a tener razón. Su servilleta había desaparecido debajo de la mesa. Se agachó para recogerla. Panchito, que estaba sentado a su derecha, le sonrió antes de levantarla con el pie.

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