Santa Montefiore - El último viaje de Valentina

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En la barcaza sobre el Támesis que llama hogar, Alba vive una juventud alocada pero vacía. Durante toda su vida, la figura de la madre que no conoció la ha atormentado. Ahora ha llegado el momento de enfrentarse al pasado: a la verdad sobre lo que sucedió en un pequeño pueblo italiano, casi treinta años antes, una historia de amor apasionado en tiempos de guerra, de tragedia, crimen y mentiras que ha quedado enterrada en el silencio. Para ello, ha de viajar hasta el lugar donde todo comenzó, dejando atrás Inglaterra, una familia de la que nunca se ha sentido parte y un hombre a cuyo amor no puede corresponder. En la costa italiana, donde el destino jugó una de sus crueles partidas tanto tiempo atrás, le espera el fantasma de una mujer envuelta en el misterio.

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Caroline llegó cuando la partida había concluido. Margo y Fitz disfrutaban analizando detalladamente dónde habían fallado y qué tendrían que haber hecho. Caroline entró apresuradamente, con una amplia sonrisa en el rostro.

– Oh, que fantástico estar en casa -exclamó entusiasmada, besando a sus padres y acariciando encantada a los perritos. Abrazó a Miranda y a Alba y le ofreció la mano al desconocido.

– ¡Estoy enamorada! -sonrió resplandeciente, dejándose caer en una silla y cruzando las piernas bajo su falda larga-. Se llama Michael Hudson-Hume. Os encantará -exclamó de nuevo con gran efusión, dirigiéndose a su madre-. Ha estudiado en Eton y en Oxford. Es muy brillante. Ahora trabaja en la City.

Margo parecía complacida.

– Qué maravilla, cariño. ¿Cuándo vamos a conocerle?

– Muy pronto. -Se apartó el pelo del hombro con una mano pálida-. Sus padres viven en Kent. Va a verles muchos fines de semana. Es un gran jugador de tenis, papá, y va a enseñarme a jugar al golf. Dice que intuye que puedo conseguir un gran swing.

– Bien -dijo Thomas, riéndose entre dientes con actitud bonachona.

– ¿Su madre es Daphne? -preguntó Margo, entrecerrando los ojos y colocando mentalmente a Michael Hudson-Hume en una bonita caja con la leyenda Persona decente grabada en ella.

Los ojos de Caroline se abrieron aún más, como lo hizo también su sonrisa.

– ¡Sí! -exclamó entusiasmada-. Y su padre se llama William.

Margo elevó el mentón y asintió.

– Daphne fue al colegio conmigo. Empezamos a montar juntas en el club. Era una amazona fantástica.

– Oh, sí, y sigue siéndolo. Es especialista en pruebas combinadas -dijo Caroline, orgullosa. A su madre no le pareció adecuado mencionar que Daphne también había mostrado un gran entusiasmo por los chicos y que de hecho se había hecho merecedora del apodo «coneja» porque, como se decía de ella sin demasiados ambages, «follaba como una coneja».

– Me encantará volver a verla.

– Oh, la verás -dijo Caroline-. ¡Muy pronto!

Alba presintió que Michael estaba a punto de proponerle matrimonio. Conociendo como conocía al tipo de hombre Hudson-Hume, Michael aparecería en casa de Caroline para pedirle su mano a su padre. Haría las cosas como era de rigor y como sin duda las había hecho toda la vida. Exactamente como Caroline y Miranda. Inspiró el humo de su cigarrillo y lo soltó en una larga bocanada mientras empezaban a pesarle los párpados de puro aburrimiento. Volvió a despertarse de golpe cuando sintió que Fitz le apretaba la mano.

– Salgamos a dar un paseo -sugirió él en voz baja. «Antes de que me pregunten si conozco a los Hudson-Hume», pensó, a sabiendas de que le resultaría irresistible la posibilidad de mentir y decir que sí, forjando con ello todo tipo de problemas de cara al futuro. Entonces frunció el ceño. Si llegaba a darle a Alba lo que ella quería, no tendrían ningún futuro, al menos no juntos.

Esa noche, mientras se cambiaba para la cena e intentaba domar su cabello alborotado por el viento, Fitz se dio cuenta de que no solamente estaba seduciendo a los Arbuckle para embaucarles, sino que sinceramente deseaba gustarles. No era ninguna farsa. Sí, había mentido, lo cual había resultado divertido, y había jugado con la debilidad del Búfalo por rodearse de gente de su propio mundo, pero Fitz deseaba sinceramente qué la pareja tuviera un buen concepto de él. Una parte de él esperaba que, al ayudar a Alba a encontrar a su madre, se ganara también a su padre y que ella le recompensara con su amor.

Y es que Fitz estaba totalmente loco por ella. Tanto le absorbía, que era incapaz de apartar la mirada de Alba sin hacer un enorme esfuerzo. Las hermanas de la joven no habían hecho más que confirmar lo que él siempre había sospechado: que era un ser único. Las venas de las dos jóvenes compartían la sangre de los Arbuckle, aunque no poseían ni la belleza ni el misterio de Alba, con la que sin duda Dios había roto el molde. Fitz miró su reflejo en el espejo. ¿Podría Alba llegar a amarle? ¿Sabía acaso hasta qué punto le atormentaba? ¿Llegaría a recuperarse su corazón? ¿Terminaría analizando sus movimientos como lo hacía tras una partida de bridge, preguntándose si quizá podría haber ganado de haber jugado un poco mejor, con un poco más de perspicacia?

Durante la cena, lo sentaron entre Miranda y Caroline. Mientras las escuchaba hablar, no podía dejar de pensar en la salsa de pan y en lo sosa que estaba sin sal. Miranda y Caroline necesitaban mucha más sal. Sin embargo, tal y como Alba y él habían comentado durante su paseo, los tipos como Michael Hudson-Hume no querían a mujeres con agallas a su lado. Las mujeres con agallas les asustaban. A esa clase de hombres también les faltaba sal. Miró a Alba, que estaba sentada en el extremo opuesto de la mesa. Parecía cansada, o aburrida, y sus extraños ojos resultaban más pálidos a la luz de las velas y más sombríos que nunca. Estaba sentada junto a su padre y sin embargo apenas hablaban. Era vital que Fitz triunfara esa noche.

Después de cenar llegó su momento. Thomas le puso la mano en la espalda y sugirió que fueran a su estudio a tomar una copa de oporto y a fumar un puro. Fitz logró dedicar a Alba un doble parpadeo, pero, aunque ella le devolvió la señal, había en su rostro una expresión de derrota.

– Ya he disfrutado bastante de la compañía de las mujeres -dijo Thomas, sirviéndole una copa de oporto-. Es un buen oporto -añadió, dándole la copa a Fitz-. ¿Un puro? -Abrió el humidor, sacó uno y se lo pasó por debajo de la nariz para olerlo-. Ah, el dulce aroma de un cigarro. -Fitz pensó que sería una descortesía no fumar. Además, era el momento de ganarse la amistad de Thomas.

Ambos dedicaron unos cuantos minutos a preparar sus cigarros.

– Fumé tantos cigarrillos durante la guerra -empezó Thomas- que después, cuando aquel atroz asunto terminó, empecé a fumar puros. No quería que nada me recordara lo vivido. Ya me entiendes.

Se sentó en un sillón de cuero gastado. Fitz le imitó. Las luces apenas iluminaban. Fitz recorrió la habitación con la mirada, repasando los libros en sus vitrinas de cristal, antiguos en su mayoría, bellamente encuadernados y sin duda heredados. Después de unos buenos diez minutos de charla, decidió ir al grano.

– Mi padre estuvo en la guerra. Le cambió. Nunca volvió a ser el mismo.

– ¿Dónde estuvo?

– En Italia. -Reparó en que la frente de Thomas se tapizaba de profundos surcos. Guardó silencio durante un largo instante, haciendo girar la copa de oporto en su mano.

– ¿Dónde exactamente?

– En Nápoles.

Thomas asintió, melancólico.

– Una tragedia lo de Nápoles.

– Dice que jamás podrá olvidar la pobreza, la desesperación. El ser humano cayendo tan bajo, tanta depravación. Lo indigno de la situación. Incluso ahora sigue atormentado por lo que vio.

– Nápoles… Nunca llegué tan lejos. -Thomas tomó un sorbo de oporto y tragó ruidosamente-. Serví en la Marina.

– Ah -dijo Fitz.

– Era capitán de un torpedero. -Fitz asintió. En una ocasión había leído un artículo sobre los torpederos. Habían acosado a los convoyes costeros enemigos en el Canal, en el mar del Norte, el Mediterráneo y el Adriático-. Era una sensación única cortar las olas a cuarenta nudos. Interveníamos en cuestión de segundos antes de que nuestros objetivos pudieran enterarse de lo que había hecho blanco en ellos. Condenadamente maravilloso -prosiguió, vaciando a continuación la copa-. Ahora no me gusta pensar en ello. No he vuelto a hacerlo. Es un capítulo cerrado. Un hombre debería padecer su dolor en la intimidad, ¿no te parece?

– No estoy de acuerdo, Thomas -dijo Fitz sin pensarlo dos veces-. Creo que un hombre debería padecer su dolor sólo en compañía de otros hombres. Luchamos juntos y fumamos juntos. Hay una buena razón para que las mujeres abandonen la mesa al término de una comida. Deja libres a los hombres para que muestren su vulnerabilidad. Y no hay nada de vergonzoso en ello.

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