– ¿Y qué hiciste con los otros once dólares?
– Le compré una gran caja de bombones. Una de esas cajas rojas en forma de corazón.
– Debió de ponerse muy contenta.
– Sí, se conmovió y se echó a llorar cuando le di los regalos. Me alegré de haberlo hecho. Me hizo sentirme bien.
– ¿Qué me dices del instituto? ¿Mantuviste tu promesa?
– ¿Crees que soy estúpido? Claro que terminé los estudios en el instituto. Y además bien. Tuve una media de aprobado y jugué en el equipo de baloncesto. Era un auténtico triunfador.
– ¿Qué hacías, jugar con zancos?
– Era el escolta, hombre, y te diré que se me daba muy bien. Me llamaban el Ratón. Era tan rápido que lograba pasar el balón por entre las piernas de los jugadores. En un partido batí el récord del instituto con quince asistencias. Era un hombrecito muy duro en la pista.
– Pero no tuviste ofertas de beca de ninguna universidad.
– Recibí algunas migajas, pero nada que realmente me interesara. Además, pensé que podía ganarme mejor la vida jugando al póquer que haciendo unos cursos de administración de empresas en una escuela técnica de mierda.
– Así que te buscaste un puesto en unos grandes almacenes.
– Temporalmente. Pero luego mi viejo me hizo un regalo de graduación. Me mandó un cheque de cinco mil dólares. ¿Qué te parece? No veo al muy cabrón en seis años y luego se acuerda de mi graduación en el instituto. Lo mío sí que fueron reacciones encontradas. Podía haberme muerto de felicidad. Pero también tenía ganas de darle una patada en los huevos a ese hijoputa.
– ¿Le mandaste una nota dándole las gracias?
– Sí, claro. Era algo obligado, ¿no? Pero él nunca me contestó. No he vuelto a saber de él.
– Cosas peores han sucedido, creo yo.
– Mierda, ya no me importa. Probablemente sea mejor así.
– ¿Y ése fue el principio de tu carrera?
– Exactamente. Ese fue el principio de mi gloriosa carrera, mi ininterrumpida marcha hacia las cumbres de la fama y la fortuna.
Después de esta conversación Nashe notó un cambio en sus sentimientos hacia Pozzi. Cierta suavización, un gradual aunque renuente reconocimiento de que había algo intrínsecamente simpático en el muchacho. Eso no significaba que Nashe estuviera dispuesto a confiar en él, pero a pesar de toda su cautela experimentaba un nuevo y creciente impulso de cuidarle, de asumir el papel de guía y protector de Pozzi. Quizá tuviese algo que ver con su tamaño, con su cuerpo malnutrido, casi atrofiado -como si su pequeñez sugiriese algo aún incompleto-, pero también podría ser consecuencia de la historia que le había contado sobre su padre. Durante todo el relato de los recuerdos de Pozzi, inevitablemente Nashe había estado pensando en su propia infancia, y la curiosa correspondencia que encontró entre sus vidas le había tocado una cuerda sensible: el temprano abandono, el inesperado regalo de dinero, la perdurable cólera. Una vez que un hombre empieza a reconocerse en otro, ya no puede considerar a esa persona un extraño. Quiera o no, se ha establecido un vínculo. Nashe se dio cuenta de que esos pensamientos eran una trampa potencial, pero en ese momento era poco lo que podía hacer para evitar sentirse atraído hacia ese ser perdido y demacrado. La distancia entre ellos se había estrechado de repente.
Nashe decidió posponer la prueba de las cartas por el momento y ocuparse del guardarropa de Pozzi. Las tiendas cerrarían al cabo de pocas horas y no tenía sentido hacer que el chico andara por ahí el resto del día con su enorme atuendo de payaso. Nashe comprendió que probablemente debería haber sido más severo al respecto, pero Pozzi estaba claramente exhausto y él no tenía valor para obligarle a hacer una exhibición inmediata. Eso era un error, naturalmente. Si el póquer era un juego de resistencia, de cálculos rápidos en situaciones de tensión, ¿qué mejor momento para poner a prueba la capacidad de alguien que cuando su mente estaba obnubilada por el agotamiento? Con toda probabilidad, Pozzi fracasaría en la prueba y el dinero que Nashe estaba a punto de gastarse en ropa para él sería dinero perdido. No obstante, dada la inminencia de la decepción, Nashe no tenía prisa por ir al grano. Deseaba saborear sus expectativas un poco más, engañarse para creer que aún había algún motivo de esperanza. Además, le apetecía mucho la pequeña excursión de compras que había planeado. Unos cientos de dólares no tendrían mucha importancia a la larga, y la idea de ver a Pozzi pasearse por Saks de la Quinta Avenida era un placer que no quería negarse. Era una situación cargada de posibilidades cómicas y, aunque no sacara más que eso, saldría con el recuerdo de unas risas. En última instancia, hasta eso era más de lo que esperaba lograr cuando se despertó aquella mañana en Saratoga.
Pozzi empezó a criticar en el mismo momento que entraron en la tienda. El departamento de caballeros estaba lleno de ropa pija, dijo, y prefería ir por la calle envuelto en las toallas de baño a que le vieran con aquellas mariconadas repugnantes. Tal vez estaban bien si uno se llamaba Dudley L. Dipshit III y vivía en Park Avenue, pero él era Jack Pozzi de Irvington, Nueva Jersey, y antes se dejaba matar que ponerse una de aquellas camisas rosas. En su pueblo te daban una patada en el culo si te presentabas con una cosa así. Te destrozarían y echarían los pedazos al retrete. Mientras lanzaba sus insultos, Pozzi no cesaba de mirar a las mujeres que pasaban, y si alguna de ellas era joven o atractiva, se callaba y hacia un intento de cruzar su mirada con la de ella o volvía por completo la cabeza para observar el contoneo de sus nalgas mientras se alejaba por el pasillo. Les guiñó el ojo a un par de ellas, y a otra que le rozó el brazo inconscientemente se atrevió a dirigirle la palabra.
– Oye, guapa, ¿tienes planes para esta noche?
– Cálmate, Jack -le advirtió Nashe una o dos veces-. Cálmate. Te van a echar de aquí si sigues así.
– Estoy calmado -dijo Pozzi-. ¿Es que no puede uno tantear el terreno?
En el fondo, era casi como si Pozzi estuviera montando el número porque sabía que Nashe lo esperaba de él. Era una representación consciente, un torbellino de previsibles payasadas que ofrecía como expresión de agradecimiento a su nuevo amigo y benefactor, y si hubiera notado que Nashe quería que parase, hubiese parado sin decir una palabra más. Por lo menos ésa fue la conclusión a la que llegó Nashe más tarde, porque una vez que empezaron a examinar la ropa en serio, el chico mostró una sorprendente falta de resistencia a sus argumentos. La deducción era que Pozzi comprendía que se le daba la oportunidad de aprender algo y de ahí se deducía a su vez que Nashe ya se había ganado su respeto.
– Escucha, Jack -le dijo Nashe-. Dentro de dos días vas a enfrentarte a un par de millonarios. Y no vas a jugar en un garito de mala muerte, estarás en su casa como invitado. Probablemente piensan darte de comer e invitarte a pasar la noche. No querrás causar mala impresión, ¿verdad? No querrás entrar allí con pinta de chorizo ignorante. He visto la clase de ropa que te gusta llevar. Dan el cante, Jack, te delatan como un pardillo. Ves a un tío vestido así y te dices: Ahí va un anuncio viviente de Perdedores Anónimos. Esa ropa no tiene estilo ni clase. Cuando íbamos en el coche me dijiste que en tu trabajo hay que ser actor. Pues un actor necesita un disfraz. Puede que no te guste esta ropa, pero los ricos la llevan y tú quieres demostrar al mundo que tienes buen gusto, que eres un hombre con criterio. Ya es hora de que madures, Jack. Es hora de que empieces a tomarte en seno.
Poco a poco, Nashe le convenció, y al final salieron de la tienda con quinientos dólares de sobriedad y discreción burguesa, un conjunto tan convencional que hacía que su portador se volviera invisible en cualquier ambiente: chaqueta cruzada azul marino, pantalones gris claro, mocasines y una camisa blanca de algodón. Como aún hacía calor, dijo Nashe, podían prescindir de la corbata, y Pozzi aceptó esa omisión diciendo que ya estaba bien.
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