Las ganancias me proporcionaron la posibilidad de hacer lo que más deseaba y rápidamente me dediqué a convertir mi sueño en realidad. Le pedí consejo a Bingo en su ático con vistas al lago Michigan, y una vez que le expuse el plan y él se recobró del susto inicial, me dio luz verde de mala gana. No era que pensase que la propuesta no valía la pena, pero creo que le decepcioné por poner mis miras tan bajas. Él me estaba preparando para un puesto en el circulo interior y aquí estaba yo diciéndole que quería seguir mi camino y abrir un club nocturno que ocupase mis energías hasta el punto de excluir todo lo demás. Me di cuenta de que él podría interpretarlo como un acto de traición y tuve que sortear cuidadosamente esa trampa con algunos pasos de fantasía. Afortunadamente, mi boca estaba en buena forma aquella tarde, y, mostrándole cuántas ventajas supondría para él, tanto en términos de beneficio como de placer, finalmente conseguí convencerle.
– Mis cuarenta de los grandes pueden cubrir toda la operación -dije-. Otro tipo en mi lugar se quitaría el sombrero y diría hasta la vista, pero no es así como yo hago los negocios. Tú eres mi colega, Bingo, y quiero que te lleves un pedazo del pastel. No tienes que poner dinero, ni trabajo, ni responsabilidades legales, pero por cada dólar que gane, te daré venticinco centavos. Lo que es justo es justo. Tú me diste mi primera oportunidad, y ahora estoy en situación de devolverte el favor. La lealtad tiene que contar para algo en este mundo, y yo no voy a olvidar de dónde vino mi suerte. No será un antro de tres al cuarto para los horteras. Estoy hablando de la Costa Dorada con todos los adornos. Un restaurante a gran escala con un cocinero francés, espectáculos de categoría y chicas bonitas con vestidos ajustados saliendo de los paneles de madera. Te pondrás cachondo sólo con entrar allí, Bingo. Tendrás la mejor mesa de la casa, y las noches en que no aparezcas, tu mesa permanecerá vacía, por mucha gente que haya esperando en la puerta.
Regateó conmigo hasta sacarme el cincuenta por ciento, pero yo esperaba cierto toma y daca y no convertí ese asunto en un problema. Lo importante era contar con su bendición, y eso lo conseguí animándole, minando constantemente sus defensas con mi actitud amistosa y acomodaticia, y al final, sólo para demostrar cuánta clase tenía, me ofreció invertir diez mil más para asegurarse de que decoraba el local como era debido. Me daba igual. Lo único que yo quería era mi club nocturno, y aun restando de los ingresos el cincuenta por ciento de Bingo, saldría ganando. Había numerosas ventajas en tenerle como socio, y habría estado engañándome si pensara que podría salir adelante sin él. Su mitad me garantizaba la protección de O’Malley (el cual se convirtió ipso facto en el tercer socio) y me ayudaría a evitar que los polis me echaran la puerta abajo. Si a esto añadimos sus contactos con la junta de bebidas alcohólicas de Chicago, las lavanderías comerciales y los agentes artísticos locales, perder ese cincuenta por ciento no me parecía tan mal negocio después de todo.
Llamé al lugar Mr. Vértigo. Estaba en el mismo corazón de la ciudad, en la esquina de West Division y North LaSalle, y su letrero de neón parpadeante iba del rosa al azul y al rosa mientras una bailarina se turnaba con una coctelera contra el cielo nocturno. El ritmo de rumba de aquellas luces hacía que tu corazón latiese más deprisa y tu sangre se calentara, y una vez que cogías el ritmo sincopado en tu pulso, no querías estar en ninguna parte excepto donde estaba la música. Dentro, el decorado era una mezcla de alto y bajo, una elegante comodidad de gran ciudad mezclada con traviesas insinuaciones y un relajado encanto de bar de carretera. Trabajé mucho para crear aquel ambiente, y cada matiz y efecto estaba planeado hasta en el menor detalle: desde el lápiz de labios de la chica del guardarropas hasta el color de los platos, desde el diseño de las cartas hasta los calcetines del barman. Había sitio para cincuenta mesas, una pista de baile de buen tamaño, un escenario elevado y una larga barra de caoba en una pared lateral. Me costó hasta el último céntimo de los cincuenta mil dólares decorarlo como yo quería, pero cuando finalmente se inauguró el 31 de diciembre de 1937, era un lugar de suntuosa perfección. Lo lancé con una de las más grandes fiestas de Nochevieja de la historia de Chicago y a la mañana siguiente el Mr. Vértigo estaba en el mapa. Durante los tres años y medio siguientes estuve allí todas las noches, paseando entre los clientes con mi esmoquin blanco y mis zapatos de charol, repartiendo buen humor con mis sonrisas presuntuosas y mi charla viva. Era un sitio fantástico para mí, y disfruté cada minuto que pasé en aquel estruendoso emporio. Si no hubiera metido la pata y destrozado mi vida, probablemente todavía estaría allí. Tal y como fueron las cosas, sólo tuve aquellos tres años y medio. Fui cien por cien responsable de mi propia ruina, pero saber eso no hace que resulte menos doloroso recordarlo. Estaba en lo más alto cuando caí, y la cosa acabó en un auténtico Humpty Dumpty [5]para mí, un espectacular salto del ángel al olvido.
Pero no me arrepiento. Tuve una buena fiesta por mi dinero y no voy a decir lo contrario. El club se convirtió en el lugar de moda número uno de Chicago, y a mi propia y pequeña manera yo era tan famoso como cualquiera de los peces gordos que iban por allí. Me codeaba con jueces, concejales y jugadores de béisbol, y gracias a todas las bailarinas y coristas a las que probaba para los desfiles de carne que presentaba a las once y a la una todas las noches, no faltaban las oportunidades de practicar los deportes de cama. Dixie y yo seguíamos juntos cuando se inauguró el Mr. Vértigo, pero mis aventuras agotaron su paciencia y al cabo de seis meses cambió de domicilio. Luego vino Sally, luego Jewel, luego una docena más: morenitas de piernas largas, pelirrojas fumadoras empedernidas, rubias culonas. En un momento dado estuve liado con dos chicas al mismo tiempo, un par de actrices sin trabajo que se llamaban Cora y Bullie. Me gustaban las dos por igual, ellas se gustaban tanto como les gustaba yo, y uniéndonos conseguimos producir algunas interesantes variaciones de la vieja melodía. De vez en cuando mis costumbres me causaban inconvenientes médicos (una dosis de gonorrea, un problema de ladillas), pero nada que me dejara fuera de combate por mucho tiempo. Puede que fuese una manera depravada de vivir, pero yo estaba contento con las cartas que me habían salido y mi única ambición era mantener las cosas exactamente como estaban. Luego, en septiembre de 1939, justo tres días después de que el ejército alemán invadiese Polonia, Dizzy Dean entró en el Mr. Vértigo y todo empezó a venirse abajo.
Tengo que retroceder para explicarlo, retroceder hasta los tiempos de mi niñez en Saint Louis. Allí fue donde me enamoré del béisbol y antes de que me quitaran los pañales ya era un acérrimo admirador de los Cardinals, un hincha para toda la vida. Ya he mencionado cuánto me entusiasmé cuando ganaron la serie en el año 26, pero eso fue sólo un ejemplo de mi devoción, y desde que Aesop me enseñó a leer y a escribir pude seguir a mis muchachos en el periódico todas las mañanas. Desde abril a octubre nunca me perdía un tanteo y podía recitar la media de bateo de cada jugador del equipo, desde las estrellas como Frankie Frisch y Pepper Martin hasta el último suplente sentado en el banquillo. Esto continuó durante los años buenos con el maestro Yehudi y también durante los años malos que siguieron. Yo vivía como una sombra, vagando por el país en busca del tío Slim, pero por muy negras que estuvieran las cosas para mí, siempre seguía las noticias de mi equipo. Ganaron el trofeo en el 30 y el 31 y aquellas victorias contribuyeron mucho a levantar mi ánimo, a mantenerme en la brecha a pesar de todos los problemas y adversidades de aquella época. Mientras los Cardinals ganaran, algo iba bien en el mundo y no era posible caer en la desesperación total.
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