Su mano temblaba y el sudor le corría a chorros por la frente, pero sus ojos seguían firmes y claros.
– Recuerda los buenos tiempos -dijo-. Recuerda las cosas que te enseñé.
Luego, tragando una sola vez, cerró los ojos y apretó el gatillo.
Tardé tres años en encontrar al tío Slim. Durante más de mil días vagué por el país, buscando a aquel cabrón en todas las ciudades desde San Francisco a Nueva York. Viví al día, gorroneando y mangando lo mejor que podía, y poco a poco me convertí en el mendigo que estaba predestinado a ser. Hice autostop, viajé a pie, monté en los ferrocarriles. Dormí en portales, en campamentos de vagabundos, en posadas de mala muerte, en campo abierto. En algunas ciudades tiré el sombrero en la acera e hice malabarismos con unas naranjas para entretener a los transeúntes. En otras ciudades barrí suelos y vacié cubos de basura. En otras robé. Hurté comida en las cocinas de los restaurantes, dinero de las cajas registradoras, calcetines y ropa interior de los cajones de Woolworth’s, cualquier cosa a la que pudiera echar mano. Hice cola para recibir alimentos gratis y ronqué durante los sermones del Ejército de Salvación. Bailé claqué en las esquinas. Canté para ganarme la cena. Una vez, en un cine de Seattle, gané diez dólares por dejar que un viejo me chupara la polla. Otra vez, en Hennepin Avenue de Minneapolis, encontré un billete de cien dólares tirado en el arroyo. En el curso de esos tres años, una docena de personas se acercaron a mí en una docena de sitios diferentes y preguntaron si yo era Walt el Niño Prodigio. El primero me pilló de sorpresa, pero a partir de entonces tenía la respuesta preparada. «Lo siento, amigo», decía. «No sé quién es. Debe usted confundirme con otra persona.» Y antes de que pudieran insistir, les saludaba quitándome la gorra y desaparecía entre la gente.
Me faltaba poco para cumplir los dieciocho años cuando le alcancé. Yo había crecido hasta mi estatura definitiva de un metro sesenta y cuatro centímetros y sólo faltaban dos meses para la toma de posesión de Roosevelt. Los contrabandistas de licores seguían en activo, pero con la ley seca a punto de dar sus últimas boqueadas, ya estaban vendiendo los restos de existencias y explorando nuevas líneas de inversión ilegal. Así fue como encontré a mi tío. Una vez que me di cuenta de que iban a echar a Hoover, empecé a llamar a la puerta de todos los contrabandistas que pude encontrar. Slim era exactamente la clase de hombre que se engancharía en una operación sin futuro como el alcohol ilegal, y lo más probable era que si había mendigado para que alguien le diese un trabajo, lo hubiera hecho cerca de su ciudad natal. Eso eliminaba las Costas Este y Oeste. Ya había perdido suficiente tiempo en aquellos lugares, así que empecé a centrar la puntería en todas sus viejas querencias. Cuando no encontré nada en Saint Louis, Kansas City ni Omaha, amplié el radio de acción a zonas cada vez más extensas del Medio Oeste. Milwaukee, Cincinnati, Minneapolis, Chicago, Detroit. De Detroit volví a Chicago, y aunque no había dado con ninguna pista en mis tres visitas anteriores, en la cuarta cambió mi suerte. Olvídense de eso de que tres es el número afortunado. Tres lanzamientos y estás fuera, pero cuatro balones y entras, y cuando regresé a Chicago en enero de 1933, finalmente llegué a la primera base. El rastro llevaba a Rockford, Illinois -a sólo ciento veinte kilómetros por carretera-, y allí fue donde le encontré: sentado en un almacén a las tres de la madrugada guardando doscientas cajas de whisky de centeno canadiense.
Habría sido fácil matarle allí mismo. Yo tenía una pistola cargada en el bolsillo, y teniendo en cuenta que era la misma pistola que el maestro había utilizado para suicidarse tres años antes, hubiera sido justo apuntar con ella a Slim. Pero yo tenía otros planes, y había estado alimentándolos durante tanto tiempo que no iba a dejarme arrastrar por el entusiasmo ahora. No bastaba con matar a Slim. Él tenía que saber quién era su ejecutor, y antes de permitirle morir, quería que viviera con su muerte durante un largo momento. Lo que es justo, es justo, después de todo, y si la venganza no podía ser dulce, ¿para qué molestarse en llevarla a cabo? Ahora que había entrado en la pastelería, me proponía atiborrarme con toda una bandeja de pasteles.
El plan era cualquier cosa menos sencillo. Estaba todo mezclado con recuerdos del pasado, y nunca se me habría ocurrido sin los libros que Aesop me leía en la granja de Cibola. Uno de ellos, un tomo grande con la portada azul andrajosa, era sobre el rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda. Exceptuando a mi tocayo Sir Walter, aquellos muchachos de los trajes metálicos eran mis héroes favoritos, y yo le pedía esa colección más que ninguna otra. Siempre que estaba especialmente necesitado de compañía (curando mis heridas, por ejemplo, o simplemente deprimido por mis luchas con el maestro), Aesop interrumpía sus estudios y subía para sentarse conmigo y nunca olvidé el consuelo que me proporcionaba escuchar aquellos cuentos de magia negra y aventuras. Ahora que estaba solo en el mundo, volvían a mi con frecuencia. Yo también estaba entregado a una búsqueda, después de todo. Estaba buscando mi propio Santo Grial, y cuando llevaba más o menos un año en su busca, empezó a ocurrirme una cosa curiosa: la copa de la historia comenzó a convertirse en una copa real. Bebe de la copa y te dará la vida. Pero la vida que yo andaba buscando sólo comenzaría con la muerte de mi tío. Ése era mi Santo Grial, y no podría haber verdadera vida para mí hasta que lo encontrara. Bebe de la copa y te dará la muerte. Poco a poco, una copa se transformó en la otra, y mientras continuaba yendo de un sitio a otro, gradualmente comprendí cómo iba a matarle. Cuando el plan cristalizó finalmente, estaba en Lincoln, Nebraska -encorvado sobre un cuenco de sopa en la misión luterana de San Olaf-, y a partir de entonces no hubo más dudas. Iba a llenar una copa con estricnina y hacérsela beber a aquel cabrón. Ésa era la imagen que veía, y desde ese día no me abandonó nunca. Le apuntaría a la cabeza con una pistola y le haría beber su propia muerte.
Así que allí estaba yo, acercándome furtivamente a él por la espalda en aquel frío y vacío almacén de Rockford, Illinois. Había pasado las últimas tres horas agachado detrás de una pila de cajas de madera, esperando a que Slim se adormilara lo suficiente y ahora había llegado mi momento. Considerando cuántos años había pasado planeando aquel instante, era notable lo tranquilo que me sentía.
– ¿Qué tal, tío? -dije, murmurando en su oído-. ¡Cuánto tiempo sin vernos!
Tenía el cañón de la pistola apretado contra su nuca, pero sólo para asegurarme de que entendía la situación, amartillé el arma con el pulgar. Una bombilla desnuda de cuarenta vatios colgaba sobre la mesa donde Slim estaba sentado y todas las herramientas de su oficio de vigilante nocturno estaban extendidas ante él: un termo de café, una botella de whisky de centeno, un vaso jaspeado, las tiras cómicas de los periódicos del domingo y un revólver del treinta y ocho.
– ¿Walt? -dijo-. ¿Eres tú, Walt?
– De carne y hueso, compañero. Su sobrino favorito número uno.
– No he oído nada. ¿Cómo diablos te las has arreglado para llegar hasta aquí?
– Ponga las manos sobre la mesa y no se vuelva. Si intenta coger el revólver, es hombre muerto. ¿Entendido?
Él soltó una risita nerviosa.
– Sí, entendido.
– Como en los viejos tiempos, ¿eh? Uno de nosotros sentado en una silla y el otro apuntándole con un arma. Pensé que apreciaría que siga la tradición familiar.
– No tienes ningún motivo para hacer esto, Walt.
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