– No tan deprisa, amigo -dijo Suin, olvidando de pronto su falso encanto. Su voz estaba cargada de petulancia y cólera, como yo la había recordado siempre-. Usted y yo hicimos un trato, y no se me va a escabullir ahora.
– ¿Trato? -dijo el maestro-. ¿Qué trato es ése?
– El que hicimos en Saint Louis hace cuatro años. ¿Acaso creía usted que lo había olvidado? No soy estúpido, ¿sabe? Usted me prometió un tanto por ciento de los beneficios, y estoy aquí para reclamar mi parte. El venticinco por ciento. Eso es lo que me prometió y eso es lo que quiero.
– Según recuerdo, señor Sparks -dijo el maestro, tratando de controlar su genio-, a usted le faltó poco para besarme los pies cuando le dije que me llevaría al muchacho. Me babeó encima, diciéndome cuánto se alegraba de verse libre de él. Ése fue el trato, señor Sparks. Le pedí al niño y usted me lo entregó.
– Puse condiciones. Se las expliqué con detalle y usted aceptó. Venticinco por ciento. No me va a decir ahora que no hay trato. Usted me lo prometió y yo le tomé la palabra.
– Siga soñando, amigo. Si cree que hay un trato, entonces enséñeme el contrato. Enséñeme el papel en el que dice que usted va a recibir un solo céntimo.
– Nos dimos la mano. Fue un acuerdo entre caballeros, todo claro y honrado.
– Tiene usted una espléndida imaginación, señor Sparks, pero es usted un mentiroso y un sinvergüenza. Si tiene una queja contra mí, llévesela a un abogado y veremos qué tal defiende su caso en los tribunales. Pero hasta que eso suceda, hágame el favor de quitar su fea cara de mi vista. -Entonces el maestro se volvió hacia mí y me dijo-: Vamos, Walt. Nos esperan en Urbana y no tenemos un minuto que perder.
El maestro echó un dólar sobre la mesa y se levantó y yo me levanté con él. Pero Slim no había terminado de hablar y consiguió meter la última palabra, soltándonos unos cuantos escopetazos finales mientras salíamos del restaurante.
– Se cree usted muy listo, amigo -dijo-, pero esto no va a quedar así. Nadie llama mentiroso a Edward J. Sparks y se va de rositas, ¿me oye? Está bien, siga andando hacia la puerta, no importa. Pero ésta es la última vez que me volverá la espalda. Se lo advierto, amigo. Voy a ir por usted. Voy a ir por usted y por esa mierda de crío, y cuando los encuentre, lamentará haberme hablado así. Lo lamentará hasta el día de su muerte.
Nos persiguió hasta la puerta del restaurante, lanzándonos sus locas amenazas mientras montábamos en el Pierce Arrow y el maestro arrancaba. El ruido ahogó las palabras de mi tío, pero sus labios seguían moviéndose y yo veía las venas hinchadas de su flaco cuello. Así fue como le dejamos: fuera de sí de rabia mientras nos veía partir, amenazándonos con el puño y pronunciando su inaudible venganza. Mi tío había estado vagando por el desierto durante cuarenta años y lo único que había sacado de ello era un historial de tropiezos y rumbos equivocados, una interminable ristra de fracasos. Viendo su cara a través de la ventanilla trasera del coche, comprendí que ahora tenía un propósito, que el cabrón había encontrado finalmente una misión en la vida. Una vez que salimos del pueblo, el maestro se volvió hacia mí y me dijo:
– Ese bocazas no tiene nada en que basarse. Es todo un farol, tonterías de principio a fin. El tipo es un perdedor nato, y si alguna vez se atreve a ponerte las manos encima, Walt, le mataré. Te lo juro. Cortaré a ese timador en tantos pedazos que seguirán encontrando cachitos suyos en el Canadá dentro de veinte años.
Yo estaba orgulloso de cómo se había desenvuelto el maestro en el restaurante, pero eso no quería decir que no estuviera preocupado. El hermano mayor de mi madre era un fulano escurridizo, y ahora que estaba resuelto a conseguir algo no iba a ser fácil distraerle de su objetivo. Por mi parte, no tenía ningún deseo de considerar su lado de la disputa. Puede que el maestro le hubiera prometido el veinticinco por ciento y puede que no, pero todo eso era agua pasada ahora, y lo único que yo quería era que ese hijo de puta saliera de mi vida para siempre. Me había estrellado contra las paredes demasiadas veces para que yo pudiera sentir por él algo que no fuera odio, y tanto si su reclamación era lícita como si no, la verdad era que no se merecía un céntimo. Pero desgraciadamente lo que yo sintiera no contaba para nada. Ni lo que sintiera el maestro. Todo dependía de Slim, y yo sabía muy bien que me perseguiría, que me perseguiría hasta que sus manos estuvieran apretando mi cuello.
Estos temores y premoniciones no me abandonaron. Arrojaban una sombra sobre todo lo qué sucedió en los días y meses que siguieron, afectando mi estado de ánimo hasta el punto de que incluso la alegría de mi creciente éxito se vio contaminada. La cosa fue especialmente mala al principio. En todas partes adonde íbamos, en cada ciudad que visitábamos, yo estaba siempre esperando que Slim se presentara de nuevo. Sentado en un restaurante, entrando en el vestíbulo de un hotel, saliendo del coche: mi tío podía aparecer en cualquier momento, reventando el tejido de mi vida sin previo aviso. Eso era lo que hacía que la situación fuera tan difícil de soportar. Era la incertidumbre, la idea de que toda mi felicidad podía quedar destrozada en un abrir y cerrar de ojos. El único momento en que me sentía seguro era delante de una multitud y haciendo mi número. Slim no se atrevería a hacer nada en público, por lo menos no cuando yo era el centro de atención, y dada toda la ansiedad que llevaba conmigo el resto del tiempo, actuar se convirtió en una especie de reposo mental, un respiro del terror que rondaba mi corazón. Me entregué a mi trabajo como nunca antes, regocijándome en la libertad y en la protección que me proporcionaba. Algo habla cambiado dentro de mi alma, y comprendí que se debía a que había experimentado una transformación: ya no era Walter Rawley, el muchacho que se convertía en Walt el Niño Prodigio durante una hora al día, sino Walt el Niño Prodigio cada vez más, una persona que no existía excepto cuando estaba en el aire. El suelo era un espejismo, una tierra de nadie minada de trampas y sombras, y todo lo que sucedía allí abajo era falso. Sólo el aire era real ahora, y durante veintitrés horas al día yo vivía como un extraño para mí mismo, apartado de mis antiguos placeres y costumbres, un fardo de desesperación y miedo.
El trabajo me mantenía en marcha y afortunadamente tenía mucho, una interminable serie de contratos para el invierno. Después de nuestro regreso a Wichita, el maestro preparó una complicada gira con un número récord de funciones semanales. De todas las medidas inteligentes que tomó, su jugada más hábil fue llevarnos a Florida durante los meses más fríos. Estuvimos allí desde mediados de enero hasta finales de marzo, cubriendo la península de una punta a otra, y durante este largo viaje -la primera y única vez que sucedió- la señora Witherspoon vino con nosotros. Contrariamente a todas aquellas bobadas de que fuera gafe, no me trajo más que buena suerte. Suerte no sólo en lo que se refiere a Slim (no le vimos el pelo), sino suerte en términos de locales abarrotados de público, con grandes ingresos de taquilla y agradable compañía (a ella le gustaba ir al cine tanto como a mí). Aquellos eran los días del auge de la compra de tierras en Florida, y los ricos habían empezado a ir allí en manadas con sus trajes blancos y sus collares de brillantes para pasar el invierno bailando bajo las palmeras. Era mi primera experiencia de presentarme delante de los peces gordos de la sociedad. Hacia mi número en clubs de campo, campos de golf y ranchos de gente de ciudad, y a pesar de toda su elegancia y sofisticación, aquellos tipos de sangre azul se prendaron de mí con el mismo entusiasmo que los miserables de la tierra. No había ninguna diferencia. Mi número era universal, y asombraba a todo el mundo de la misma manera, a ricos y pobres por igual.
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