Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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– Todos los temas que los DJ ni siquiera encuentran, yo subo arriba y los robo de la colección de Junior. ¿Quieres escuchar un poco más?

– Sí.

– Eso es, mi hombre quiere escuchar más, por supuesto que sí.

Esta vez Mingus colocó la aguja en el «Scorpio» de Dennis Coffey y la Detroit Guitar Band. De nuevo, lo rascó hacia delante y hacia atrás, de nuevo acompañó la canción con murmullos rapeados, con la vista gacha, por timidez.

Tal vez Mingus no estuviera preparado para llevar su espectáculo al patio del colegio, pero tenía los temas adecuados. Quizá fueran los dos únicos chicos de Brooklyn con una colección de vinilos procedente directamente de la discográfica Planet Superfly.

El cuarto de Mingus estaba cambiado. Habían desaparecido Dave Schultz de los Philadelphia Flyers y Mercury Morris de los Miami Dolphins, también los Jackson Five. Los tres pósters tenían autógrafos auténticos, eran un regalo de Barrett Rude Junior. Daba igual: los habían arrancado de la pared y solo quedaban las esquinas debajo de las chinchetas. Solo sobrevivió un póster, uno con arrugas permanentes de haber estado doblado en sextos toda su vida como regalo incluido en un disco doble: Bootsy Collins y su Rubber Band en esmóquines cromados y plataformas y humo rosa. También estaba autografiado. De visita a Barrett Rude Junior, Bootsy en persona había sido conducido al apartamento del sótano para firmar el póster en el cuarto de Mingus con un Violeta Garvey; la dedicatoria garabateada que cubría la mitad de su guitarra estrellada y tachonada de lentejuelas decía: «¡Te quiero, Bootsy!». En fechas más recientes Mingus había decorado medio póster con aerosol plateado. Mingus había empezado a firmar las paredes del cuarto. Demasiado perezoso o colocado para salir afuera y hacer públicos los tags, seguía firmando «DOSE, DOSE, DOSE» en su casa. Ondas plateadas se extendían por las paredes por encima de las molduras hasta el techo, como una neblina plateada que afectaba incluso a las ventanas de atrás. El radiador estaba escrito con una especie de puzzle en tres dimensiones. Si te ponías de lado, los tubos del radiador formaban una superficie única donde se leía la firma: «ART». Desde otros ángulos se descomponía en tiras, era un código vacío.

Farrah Fawcett-Majors también había desaparecido, el póster del bañador rojo y el pezón erecto y la sonrisa ladeada que había colgado de la pared a la altura de los ojos desde la cama de Mingus. En su lugar, un puñado de revistas Playboy y Penthouse heredadas de Barrett Rude Junior asomaban a medio esconder por debajo de la cama, con los sobados pósters centrales arrancados de las grapas y desplegados como lenguas de perros cansados. Un ramo blanco de pañuelos de papel arrugados no lograba ocultar un bote de vaselina.

– Nunca me has contado lo de la chica de Vermont, tío.

– ¿Qué chica?

Dylan estaba hojeando el número cuarenta y ocho de Los Defensores , comiéndose con los ojos a Valquiria vestida con su armadura azul y su sujetador de cota de malla. Los tebeos de Mingus estaban hechos trizas, había firmado las suaves portadas con su El Marko negro.

– Rey Arturo dice que ibas fanfarroneando por ahí, tío, así que ni se te ocurra mentirme.

– Yo no le he contado nada a Arthur. Solo dice tonterías.

– Míralo a este, ¡intentando ocultarlo! Arthur me ha dicho que se lo contaste tú. No puedes engañarme, D-Man, sabes muy bien que acabarás contándomelo en menos de un minuto.

Dylan se lo pensó menos de un minuto y dijo:

– Se llama Heather.

– Ahí lo tienes.

– Íbamos juntos a nadar.

– Tengo entendido que a algo más también.

Pese a haberse saltado las clases durante dos años, Mingus había pasado al Sarah J. Hale. Como la sombra de un reloj de sol, había reptado hasta la siguiente zona horaria, la próxima fase. Su cuarto había cambiado, su cuerpo había cambiado, era más grande y brusco, cuando caminaba por la calle Dean tarareaba por lo bajo la típica palabrería del DJ. Tenía un equipo de música estéreo propio. Compraba su propia hierba en bolsitas que le pasaban por la rendija del correo de una casa de vecinos de la calle Bergen y ya no la robaba del alijo que Barrett Rude Junior guardaba en el congelador. Su dormitorio era su santuario. Aunque Barrett Rude Junior se había trasladado a la parte delantera del piso inferior, el cuarto de Mingus parecía muy apartado de cualquier autoridad que no fuera la de su dueño. Las habitaciones del dúplex se habían convertido en fortalezas, las tres generaciones de Rude se habían atrincherado dentro de sus dominios en una guerra no declarada. Mingus llamaba Senior a su abuelo y nunca entraba en su cuarto, que visto por una puerta entornada parecía yermo, como si Senior hubiera olvidado cómo llenar una habitación grande. Senior se sentaba junto al radiador y fijaba la vista en la calle Dean a través de sus barras como si fueran las de una celda. A veces encendía velas. Mingus le llamaba Senior del mismo modo que llamaba Junior a su padre. El cuarto de Mingus olía a vaselina y algo más. La portada del Fire de los Ohio Players que mostrada el torso exageradamente caliente de una chica con una manguera antiincendios serpenteando obscena entre sus piernas estaba pegajosa, tal vez de resina, y tenía semillas y hebras de liar porros enganchadas. Daba un poco de asco, pero también resultaba fascinante, como una hoja enredada en el pelo o una mancha de comida en la barbilla que no querías señalar.

Las habitaciones de Junior en el piso superior olían a otra cosa, a algo maligno, papel de plata recalentado y polvo cristalino quemado. Senior encendía velas y fumaba un Pall Mall tras otro, a menudo encendía uno con la colilla del anterior; Mingus y Dylan, encerrados en el santuario con la toalla pegada al bajo de la puerta, fumaban porros mientras arriba, en el salón en el que nadie entraba, Junior quemaba cocaína adulterada en una pipa de cristal.

Barrett Rude Junior y los Famous Flames de James Brown.

– No creas que se me ha olvidado que me estabas contando lo de Heather, tío.

– Como quieras.

– ¿Cuántos años tiene?

– Trece.

– Mujeres mayores… Son las mejores.

– Le di un masaje en la espalda.

– Ya. Ahí lo tienes. Apuesto a que no te paraste en eso.

– Nos besamos en el desván. -Al decirlo, Dylan olió el lugar, recordó los crujidos de las escaleras de madera, la luz dorada-. Solo llevaba el bañador.

– Pasemos a cuestiones más serias. ¿Era una chica de trece años madurita o jovencita? -Mingus describió las curvas con las manos.

Dylan pensó en naranjas pero dijo:

– Uvas.

– ¡Mierda! -Mingus estaba tan entusiasmado que frunció el ceño-. Un momento. -Se levantó y puso el Fresh de Sly en el tocadiscos a todo volumen. Luego se desplomó de nuevo sobre la cama, con las manos abiertas sobre los muslos. Entre los muslos y los dedos separados, forzando los pantalones de pana, una erección-. Continúa.

«Algo le ronda por la cabeza», cantaba Sly con voz lasciva y adormilada.

– Te lo voy a demostrar -dijo Dylan-. Date la vuelta.

Mingus asintió y obedeció.

Dylan era el narrador, Mingus no tenía forma de contradecirle, solo esperaba a que continuara la historia.

Mingus esperó boca abajo sobre la cama como si solo hubiera sido una cuestión de tiempo que Dylan comprendiera cómo hacerlo callar.

Las palmas de Dylan masajeaban los hombros de Mingus por encima de la chaqueta verde.

– Tú eres la chica, ¿vale?

– Ajá.

– Sobresalen por los lados y yo me estoy poniendo a cien.

– Ajá.

– Pero voy despacio. Luego le meto mano por los lados.

– Mierda.

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