Jeffrey Archer - Juego Del Destino

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Jeffrey Archer, con su habitual maestría narrativa, presenta en su última novela una apasionante historia marcada por un insólito cruce de destinos: dos hermanos gemelos separados al nacer y que desconocían la existencia del otro, se reencuentran treinta años más tarda como rivales políticos. Ambos pertenecen a familias de distinta extracción social y credo ideológico, pero el azar propiciará que sea Fletcher quien defienda a su hermano Nat, acusaso del asesinato de su rival en las elecciones a gobernador. Cuando Fletcher sufra un accidente y sea necesario conseguir sangre de un grupo muy extraño se desvelará el parentesco. Una trama perfectamente urdida en torno a las sorpresas que puede deparar el destino, al podeer político, al juego sucio, a la pérdida y al reencuetro, que ha hecho las delicias de miles de lectores en Inglaterra y Estados Unidos.

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Nat apagó la radio en el momento en que el meteorólogo alertaba de que había hielo en las carreteras; se durmió al cabo de un minuto, una disposición natural que Tom a menudo le envidiaba, porque cuando Nat se despertaba, lo hacía con las pilas recargadas. Tom también soñaba con una larga noche de descanso. A la mañana siguiente no tenían ningún acto hasta las diez, cuando asistirían al primero de siete oficios religiosos. El último sería en la catedral de San José.

Sabía que Fletcher Davenport estaría realizando aproximadamente el mismo circuito en otra parte del estado. Para el final de la campaña, no quedaría ni un solo oficio religioso donde no se hubiesen arrodillado, quitado los zapatos o cubierto la cabeza con el fin de demostrar que ambos eran ciudadanos temerosos de Dios. Incluso si no era necesariamente su propio Dios particular al que reverenciaban, al menos demostraban su voluntad de estar de pie, sentarse y arrodillarse ante su presencia.

Tom decidió no encender la radio para escuchar el boletín de la una, porque no tenía mucho sentido despertar a Nat solo para oír la repetición de las noticias transmitidas media hora antes.

Ambos se perdieron la noticia urgente.

La ambulancia llegó al lugar del accidente en cuestión de minutos y lo primero que hizo uno de los camilleros fue llamar a los bomberos. Les informó de que el conductor había quedado aplastado contra el volante y no había manera de abrir la puerta si no utilizaban un soplete de acetileno. Tendrían que darse mucha prisa si querían sacar al herido con vida de aquel amasijo de hierros.

Hasta que la policía no comprobó el número de la matrícula en el ordenador de la jefatura no se enteraron de quién estaba aplastado contra el volante. Como consideraron que era poco probable que el senador hubiese estado bebiendo, llegaron a la conclusión de que se había quedado dormido. No había huellas de frenada en la carretera ni se habían visto implicados otros vehículos.

El personal de la ambulancia llamó al hospital y cuando allí se enteraron de la identidad de la víctima, el médico de guardia decidió llamar a Ben Renwick. Dada su categoría y antigüedad, Renwick no esperaba que lo despertaran si había otro cirujano disponible para hacer el trabajo.

– ¿Cuántas personas más había en el coche? -preguntó el doctor Renwick en cuanto le comunicaron el accidente.

– Solo el senador -le respondieron en el acto.

– ¿Qué demonios se creía que estaba haciendo sentado al volante a esas horas de la noche? -murmuró Renwick sin esperar a que nadie le contestara-. ¿Qué heridas presenta?

– Varios huesos fracturados, incluidas al menos tres costillas y el tobillo izquierdo -le informó el médico de guardia-, pero me preocupa mucho más la pérdida de sangre. Los bomberos tardaron casi una hora en sacarlo del coche.

– De acuerdo. Que mi equipo esté preparado en el quirófano cuando llegue. Llamaré a la señora Davenport. -Vaciló un instante-. Ahora que lo pienso, será mejor que llame a las dos señoras Davenport.

Annie soportaba el azote del viento helado junto a la entrada de urgencias del hospital cuando vio una ambulancia que se acercaba a gran velocidad. La presencia de los motoristas que la precedían la alertó de que traían a su marido. Aunque Fletcher seguía inconsciente, le permitieron que le cogiera la mano inerte mientras lo trasladaban hasta el quirófano. Cuando Annie vio el estado en que se encontraba su marido, no creyó que nadie pudiese salvarlo.

¿Por qué había querido ir a aquella reunión del comité de beneficencia cuando tendría que haber estado con su marido en Madison? Cada vez que acompañaba a Fletcher, siempre era ella quien conducía el coche de regreso a casa. ¿Por qué le había hecho caso cuando él insistió que disfrutaría con la conducción, que le daría un poco de tiempo para pensar y que, en cualquier caso, sólo era un trayecto de una hora? Apenas le faltaban unos ocho kilómetros para llegar a casa cuando se había salido de la carretera.

Ruth Davenport llegó al hospital unos momentos más tarde y de inmediato se dedicó a averiguar todo lo posible. Después de hablar con el director del servicio, Ruth le aseguró a Annie una cosa: «Fletcher no podría estar en mejores manos. Ben Renwick es sencillamente el mejor cirujano del estado.» Lo que no le dijo a su nuera era que solo le sacaban de la cama cuando las posibilidades de salvar a un paciente eran escasas. Ben Renwick no era un jugador.

Martha Gates fue la siguiente en aparecer y Ruth le repitió todo lo que sabía. Confirmó que Fletcher tenía tres costillas rotas, una fractura de tobillo y el bazo roto, pero era la pérdida de sangre lo que preocupaba de verdad a los médicos.

– Sin duda, un hospital como el San Patricio debe de tener un banco de sangre lo bastante bien provisto como para enfrentarse a esta clase de problemas.

– Sí, así es -respondió Ruth-, pero Fletcher es AB negativo, el más raro de todos los grupos sanguíneos, y aunque siempre hemos tenido una pequeña reserva, cuando aquel autocar escolar se salió de la carretera noventa y cinco en New London el mes pasado y el conductor y su hijo resultaron ser AB negativos, Fletcher fue el primero en insistir en que enviáramos de inmediato toda la reserva al hospital de New London; sencillamente no hemos tenido tiempo de reponerla.

En el exterior se encendieron unos focos que iluminaron la entrada de urgencias.

– Han llegado los buitres -comentó Ruth, mientras observaba por la ventana. Miró a su nuera-. Annie, creo que tendrías que ir a hablar con ellos; quizá sea nuestra única oportunidad de encontrar un donante a tiempo.

Cuando Su Ling se levantó el domingo por la mañana, decidió no despertar a Nat hasta el último momento; después de todo, no tenía idea de la hora a la que se había acostado.

Entró en la cocina, preparó una cafetera y comenzó a hojear los periódicos. Al parecer, el discurso de Fletcher había sido bien recibido por los ciudadanos de Madison y los últimos sondeos mostraban que la diferencia entre ambos se había reducido en un punto, con lo cual Nat todavía conservaba tres de ventaja.

Bebió un trago de café y dejó el periódico a un lado. Siempre encendía el televisor para enterarse del pronóstico del tiempo. La primera imagen que apareció en la pantalla incluso antes de escucharse el sonido fue la de Annie Davenport. ¿Por qué estaba delante de la entrada de urgencias del San Patricio?, se preguntó Su Ling. ¿Fletcher había anunciado alguna nueva iniciativa en materia de atención sanitaria? Sesenta segundos más tarde sabía cuál era la razón. Salió de la cocina y subió corriendo las escaleras para despertar a Nat y comunicarle la noticia. Una notable coincidencia. ¿Lo era? Como científica, Su Ling no creía mucho en las coincidencias. Pero en esos momentos no tenía tiempo para pensarlo.

Con ojos somnolientos Nat escuchó a su esposa, que le repetía todo lo que Annie Davenport había dicho. De pronto se despertó del todo, saltó de la cama y rápidamente se vistió con la misma ropa del día anterior, sin perder tiempo en afeitarse ni ducharse. En cuanto acabó de vestirse, bajó las escaleras de dos en dos y se calzó los zapatos cuando se montó en el coche. Su Ling ya estaba al volante y con el motor en marcha. Arrancó en el mismo instante en que Nat cerró la puerta.

La radio seguía sintonizada en la emisora de noticias y Nat escuchó el último boletín mientras se ataba los cordones. El reportero desplazado al hospital no podía ser más explícito: el senador Davenport necesitaba respiración asistida y si alguien no donaba dos litros de sangre AB negativo en cuestión de horas, el hospital dudaba de que pudieran salvarle la vida.

Su Ling tardó doce minutos en llegar al San Patricio por el sencillo procedimiento de saltarse el límite de velocidad; tampoco había muchos coches en las calles a esas horas de una mañana de domingo. Nat entró corriendo en el hospital mientras su esposa buscaba un lugar donde aparcar.

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