Con la excepción de los familiares más cercanos y los invitados elegidos para sentarse a la larga mesa presidencial, situada junto a la pista de baile, había poca gente a la que George hubiera visto antes.
George ocupó su lugar en el centro de la mesa presidencial, con Isabella a la derecha y Alexis a la izquierda. En cuanto estuvieron todos sentados, una serie de platos colmados fueron colocados ante los invitados, y el vino fluyó como si se tratara de una orgía báquica antes que una boda celebrada en una pequeña isla. Pero, claro, Baco, el dios del vino, era griego.
Cuando, a lo lejos, el reloj de la catedral dio las once en punto, George insinuó al padrino que tal vez había llegado el momento de que pronunciara su discurso. A diferencia de George, él sí estaba borracho, y sería incapaz de recordar sus palabras a la mañana siguiente. A continuación habló el novio y, cuando intentó expresar lo afortunado que se sentía por haberse casado con una chica tan maravillosa, sus jóvenes amigos saltaron a la pista de baile y volvieron a disparar las pistolas al aire.
George fue el último orador. Consciente de lo avanzado de la hora, de las miradas suplicantes de los invitados y de las botellas medio vacías que sembraban las mesas, se contentó con desear a los novios una vida venturosa, un eufemismo que significaba montones de hijos. A continuación invitó a quienes todavía podían levantarse a brindar por la salud de los novios. Isabella y Alexis lloraron, aunque no al unísono.
En cuanto los aplausos cesaron, la banda empezó a tocar. El novio se levantó al punto, se volvió hacia su esposa y le pidió el primer baile. Los recién casados salieron a la pista, acompañados por otra descarga cerrada. Les siguieron los padres del novio y, unos minutos después, se sumaron George y Christina.
Cuando George hubo bailado con su mujer, con la madre del novio y con la de la novia, volvió a su asiento en el centro de la mesa presidencial, al tiempo que estrechaba las manos de los invitados que querían darle las gracias.
George se estaba sirviendo un vaso de vino tinto (al fin y al cabo, ya había cumplido con sus deberes oficiales), cuando apareció el anciano.
George se puso en pie de un salto en cuanto le vio en la entrada del jardín. Dejó la copa sobre la mesa y atravesó a toda prisa el césped para dar la bienvenida al inesperado invitado.
Andreas Nikolaides se apoyaba pesadamente en dos bastones. George no quiso ni pensar en lo que le habría costado subir por el camino desde su pequeña casa, situada a mitad de la montaña. Hizo una inclinación y saludó al hombre que era una leyenda en la isla de Cefalonia, además de en las calles de Atenas, pese a que jamás había abandonado su tierra natal. Siempre que le preguntaban el motivo, contestaba: «¿Alguien querría abandonar el Paraíso?».
En 1942, cuando la isla de Cefalonia fue invadida por los alemanes, Andreas Nikolaides escapó a las montañas, y a los veintitrés años se convirtió en el líder de la resistencia. Jamás abandonó aquellas colinas durante la larga ocupación de su tierra natal y, pese a que ofrecieron una bonita recompensa por su cabeza, no regresó con su gente hasta que, al igual que Alejandro, hubo expulsado a los invasores hasta el mar.
Una vez declarada la paz en 1945, Andreas regresó saboreando las mieles del triunfo. Fue elegido alcalde de Cefalonia, un cargo que conservó sin oposición durante los siguientes treinta años. Ahora que tenía más de ochenta, no había familia en Cefalonia que no se sintiera en deuda con él y mucha gente afirmaba ser pariente suyo.
– Buenas noches, señor -dijo George, al tiempo que se adelantaba para saludar al anciano-. Su presencia honra la boda de mi sobrina.
– Soy yo quien debe considerarse honrado -replicó Andreas, haciendo a su vez una inclinación-. El abuelo de su sobrina luchó y murió a mi lado. En cualquier caso -añadió con un guiño-, es prerrogativa de un anciano besar a todas las novias de la isla.
George guió a su distinguido invitado hasta la mesa de honor. La gente dejaba de bailar y aplaudía cuando el hombre pasaba a su lado. George insistió en que el anciano ocupara su lugar en la mesa presidencial, para que estuviera sentado entre los novios. Andreas aceptó a regañadientes. Cuando Isabella se volvió para ver quién se había sentado a su lado, estalló en lágrimas y rodeó al anciano con sus brazos.
– Su presencia es la guinda que corona la boda -dijo.
Andreas sonrió y miró a George.
– Ojalá hubiera causado este efecto en las mujeres cuando era más joven -susurró.
George dejó a Andreas sentado en su sitio, en el centro de la mesa presidencial, charlando muy contento con los novios. Cogió un plato y se encaminó con parsimonia hacia una mesa cargada de comida. Eligió entre los bocados más exquisitos, aquellos que consideró el anciano podría digerir con más facilidad. Por último, sacó una botella de vino añejo de una caja que su padre le había obsequiado el día de su boda. George se volvió para llevar su presente a su honorable invitado, justo cuando el reloj de la catedral daba las doce y anunciaba el nacimiento del nuevo día.
Una vez más, los jóvenes de la isla se precipitaron en tromba hacia la pista de baile y dispararon sus pistolas al aire, mientras los invitados lanzaban vítores. George frunció el ceño, pero enseguida recordó su juventud. Con el plato en una mano y la botella de vino en la otra, continuó caminando hacia su sitio, ocupado ahora por Andreas Nikolaides.
De repente, sin previo aviso, uno de los jóvenes juerguistas, que había bebido demasiado, echó a correr y tropezó con el borde de la pista de baile, justo cuando disparaba la última bala. George se quedó petrificado de horror al ver que el anciano se derrumbaba hacia delante y su cabeza caía sobre la mesa. Soltó la botella de vino y el plato de comida, mientras la novia lanzaba un chillido. Corrió hacia el centro de la mesa, pero ya era demasiado tarde. Andreas Nikolaides había muerto.
La multitudinaria y alegre fiesta fue presa de una repentina agitación. Unos gritaban, otros lloraban, algunos caían de rodillas, pero la mayoría se había sumido en un sombrío silencio, incapaces de comprender lo que acababa de ocurrir.
George se inclinó sobre el cadáver y levantó al anciano en brazos. Atravesó despacio el jardín en dirección a la casa, mientras los invitados formaban un pasillo de cabezas gachas.
George acababa de pujar cinco mil libras por dos entradas para un musical del West End cuyas representaciones ya habían terminado, cuando me contó la historia de Andreas Nikolaides.
– Dicen que Andreas salvó la vida de todos los habitantes de la isla -comentó George, mientras alzaba su copa en memoria del anciano. Hizo una pausa-. La mía incluida -añadió.
Para qué quiere verme?-preguntó el inspector jefe.
– Dice que es un asunto personal.
– ¿Cuánto hace que salió de la cárcel?
La secretaria del inspector jefe miró el expediente de Raj Malik.
– Fue puesto en libertad hace seis semanas.
Naresh Kumar se puso en pie, echó hacia atrás la silla y empezó a pasear por la habitación, como hacía siempre que necesitaba reflexionar sobre un problema. Se había convencido (bien, casi) de que pasear por el despacho con regularidad significaba hacer un poco de ejercicio. Mucho había llovido desde los tiempos en que podía jugar un partido de hockey por la tarde, tres partidos de squash la misma noche, y después volver corriendo a la comisaría de policía. Con cada nuevo ascenso, le cosían más galones dorados en las hombreras y se amontonaban más centímetros alrededor de su cintura.
Читать дальше