Cormac McCarthy - En la frontera

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Historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas.
Segundo volumen de la llamada «Trilogía de la frontera», En la frontera nos remite a un tiempo inmediatamente anterior al de Todos los hermosos caballos, para centrarse en la historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas. Desde una extraña relación de afecto y complicidad con una loba acosada por los tramperos hasta el asesinato de sus padres a manos de unos cuatreros, el personaje de Billy, protagonista a su vez del último título de la trilogía, Ciudades de la llanura, se verá inmerso en un destino en el que la belleza y la rapiña moral se presentan como los límites inseparables de una misma aventura vital.

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Es buena cocinera, dijo el viejo. Espero que no decida casarse y dejarme solo. Si tuviera que cocinar yo hasta los gatos se marcharían.

Oh abuelito, dijo la chica.

A Miller también querían darle inútil, dijo el anciano. Por lo de su pierna, sabes. Lo admitieron en Albuquerque. Yo creo que allí los pasan a bulto sin mirar mucho.

A mí no me pasaron. ¿Van a meterlo en caballería?

No lo creo. Ni siquiera creo que haya caballería.

Miró hacia el otro lado de la mesa masticando lentamente. Bañados por la amarillenta luz de la araña de cristal prensado las viejas fotografías y los retratos de encima de la alacena parecían objetos rescatados de una antigua mudanza. El mismo viejo parecía alejado de ellos. De los edificios teñidos de sepia, de los viejos tejados de ripias. De la gente a caballo. Hombres que posaban entre cactos de cartón en el estudio de un fotógrafo, en traje y corbata, con las perneras de los pantalones remetidas en las botas y los rifles verticales delante de ellos. Los anticuados vestidos de las mujeres. El aire cauto u obsesionado de sus miradas. Como gente a la que estuviesen apuntando con un arma.

El de la foto del extremo es John Slaughter.

¿Cuál?

La de más arriba a la derecha, debajo del certificado de Miller. Fue tomada delante de esta casa.

¿Quién es la muchacha india?

Es Apache May. La trajeron de un campamento indio que arrasaron; unos apaches habían estado robando ganado. Sería en 1895 o 1896. Puede que él matara a unos cuantos. Se vino con ella, que no era más que una cría. Llevaba puesto un vestido hecho con un cartel electoral y él la adoptó y la crió como si fuese su hija. Estaba loco por la niña. Apache May murió en un incendio poco después de la época en que fue tomada esa foto.

¿Le conoció usted?

Sí. Una vez trabajé para él.

¿Alguna vez ha matado a un indio?

No. Un par de veces estuve a punto de hacerlo. Indios que trabajaban para mí.

¿Quién es el que monta el mulo?

Es James Autry. Le daba lo mismo montar una cosa que otra.

¿Y el del puma en el caballo de carga?

El anciano sacudió la cabeza. Sé cómo se llama, dijo. Pero no puedo decirlo.

Apuró el café, se levantó y cogió sus cigarrillos y un cenicero del aparador. El cenicero era de la Feria Mundial de Chicago, estaba fundido en una aleación de cobre y plomo y tenía grabado la fecha 1833-1933 y la inscripción Un Siglo de Progreso. Entremos, dijo el anciano.

Fueron al salón. Contra la pared contigua al comedor por el que pasaron había un armonio con paneles de roble macizo. En lo alto del mismo un cobertor de encaje y sobre él un retrato con marco y teñido a mano de la esposa de Sanders en sus años de juventud.

Ya no suena, dijo el anciano. No hay quien lo haga sonar.

Mi abuela tocaba el armonio, dijo Billy. En la iglesia.

Antes las mujeres sabían tocar música. Ahora enciendes el tocadiscos y ya está.

Se inclinó para abrir la portezuela de la estufa con el atizador, y avivó las brasas, puso otro leño partido y cerró la portezuela.

Se sentaron y el anciano le habló de cuando cuidaba ganado en México de joven y de cuando Villa atacó Columbus, Nuevo México, en 1916 y de cuando los voluntarios armados del sheriff perseguían maleantes hasta la misma línea fronteriza y sobre la sequía de 1886 y de cuando conducían hacia el norte novillos que habían comprado por una miseria en aquel territorio exhausto al otro lado de la reseca meseta. Unas reses tan flacas, decía el viejo, que casi se transparentaban al pasar por delante del sol que al caer la tarde ardía sobre la desértica costa occidental.

¿Qué piensas hacer ahora?, preguntó.

No lo sé. Supongo que buscarme trabajo en alguna parte.

Aquí es prácticamente imposible.

Sí, señor. No estaba pidiéndole nada.

Esta guerra, dijo el anciano. No hay forma de prever qué va a pasar.

No. Imagino que no.

El anciano trató de convencerlo de que se quedase a dormir, pero él no aceptó. Salieron al porche. Hacía frío y la pradera estaba sumida en un profundo silencio. El caballo relinchó desde el portón.

Deberías descansar y empezar fresco por la mañana, dijo el anciano.

Lo sé. Es que necesito seguir mi camino.

Bueno.

Además, me gusta cabalgar de noche.

Sí, dijo el viejo. A mí siempre me gustó. Cuídate, hijo.

Lo haré, señor. Muchas gracias.

Aquella noche acampó en el extenso llano de las Ánimas. El viento soplaba entre la hierba y Billy durmió en el suelo envuelto en su sarape y en la manta de lana que le había regalado el viejo. Encendió un pequeño fuego, pero como tenía poca leña el fuego se extinguió y Billy despertó y observó cómo las estrellas invernales se escurrían de sus asideros y corrían hacia su muerte en la oscuridad. Oyó al caballo moverse en sus maniotas y la hierba partirse suavemente en la boca del caballo y la respiración de este o las sacudidas de su cola y muy al sur, más allá de los Hatchet, vio el resplandor de unos relámpagos sobre México y supo que no iban a enterrarlo en ese valle sino en algún remoto lugar entre desconocidos y miró hacia donde la hierba se inclinaba al viento bajo la fría luz de las estrellas como si fuera el planeta mismo corriendo a toda velocidad y antes de dormirse de nuevo dijo en voz baja que lo único que sabía de todas las cosas que supuestamente se conocen era que de ninguna de ellas podía afirmarse que fuera cierta. Y no solo de la proximidad de la guerra. De cualquier cosa.

Se puso a trabajar para el Hashknives, solo que ya no era el Hashknives. Lo mandaron a un campamento a orillas del Little Colorado. En tres meses solo vio a tres seres humanos. Cuando recibió su paga en marzo fue a la oficina de correos en Winslow y mandó un giro a nombre del señor Sanders por los veinte dólares que le debía y se fue a un bar de First Street y se sentó en un taburete y se echó el sombrero hacia atrás con el pulgar y pidió una cerveza.

¿Qué clase de cerveza quiere?, preguntó el camarero.

La que sea. Da lo mismo.

No tiene edad suficiente para beber cerveza.

Entonces, ¿por qué me pregunta de qué clase la quiero?

Da lo mismo, porque no pienso servirle.

¿Cuál está bebiendo él?

El hombre sentado a la barra al que había señalado con la cabeza lo miró de arriba abajo. La mía es de barril, hijo. Tú pide una de barril.

Sí, señor. Gracias.

No hay de qué.

Siguió calle arriba, entró en el siguiente bar y se subió a un taburete. El camarero se acercó y se quedó delante de él.

Una de barril.

El hombre fue hasta la otra punta de la barra, llenó de cerveza una jarra redonda de vidrio, volvió y la dejó sobre la barra. Billy puso un dólar sobre el mostrador y el camarero fue a la caja, la abrió, volvió y aporreó la barra con setenta y cinco centavos.

¿De dónde eres?, preguntó.

De cerca de Cloverdale. He trabajado para los Hashknives.

Los Hashknives ya no existen. Babbitts vendió el negocio.

Sí. Ya lo sé.

Lo vendió a un pastor.

Sí.

¿Qué opinas tú de eso?

No lo sé.

Pues yo sí que sé.

Billy miró alrededor. Solo había un soldado con pinta de borracho. El soldado estaba mirándolo.

Pero no le vendieron la marca, ¿verdad que no?, dijo el camarero.

No.

No. Así que el Hashknives ya no existe.

¿Hacemos cara o cruz para la gramola?, dijo el soldado.

Billy lo miró. No, dijo. No tengo ganas.

Entonces mete una moneda.

Eso iba a hacer.

¿Le pasa algo a la cerveza?, preguntó el camarero.

No. Creo que no. ¿Se queja mucho la gente?

Es que veo que no la has probado.

Billy miró su cerveza. Miró a lo largo de la barra. El soldado se había vuelto ligeramente y tenía una mano apoyada en la rodilla. Como si estuviera decidiendo si levantarse o no.

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