Javier Marías - Los Enamoramientos
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Díaz-Varela estaba mal acostumbrado, en todo caso, a que yo no opusiera más resistencia a sus proposiciones que la que me imponía mi trabajo, y hay pocas tareas que no puedan dejarse para el día siguiente, al menos en una editorial. Leopoldo nunca fue obstáculo mientras duró, él estaba respecto a mí en la misma posición que yo respecto a Díaz-Varela, o quizá en una aún peor, yo tenía que poner de mi parte para estar a gusto en la intimidad con él, y nunca me pareció que Díaz-Varela hubiera de recurrir a un voluntarismo semejante conmigo, aunque tal vez eso eran ilusiones mías, quién sabe nada de nadie con seguridad. A Leopoldo yo le decía cuándo podíamos vernos y cuándo no y le fijaba la duración, para él siempre fui una mujer absorbida por actividades inagotables de las que ni siquiera le hablaba, debía de figurarse mi pequeño y pausado mundo como una vorágine difícil de soportar, tan pocas veces ponía mi tiempo a su disposición, tan atareada me mostraba ante él. Duró lo que Díaz-Varela en mi vida: como ocurre con frecuencia cuando se simultanean dos relaciones, la una no sabe sobrevivir sin la otra por muy distintas u opuestas que sean. Cuántas veces dos amantes no terminan su historia adúltera cuando el que estaba casado se separa o queda viudo, como si de pronto se atemorizaran de verse solos frente a frente o no supieran qué hacer ante la falta de impedimentos para vivir y desarrollar lo que hasta entonces era un amor limitado, confortablemente condenado a no manifestarse, acaso a no salir de una habitación; cuántas veces no se descubre que lo que empezó de una manera azarosa debe ceñirse para siempre a esa manera, y que la incursión en otra es sentida y rechazada por las partes como una impostura o falsificación. Leopoldo nunca supo de Díaz-Varela, ni una palabra sobre su existencia, no era asunto suyo, no tenía por qué. Nos separamos en buenos términos, mucho daño no le hice, aún me llama de tarde en tarde, poco rato, nos aburrimos, tras las tres primeras frases no encontramos de qué hablar. Tan sólo vio truncada una breve ilusión, por fuerza tenue y algo escéptica, la ausencia de entusiasmo es indisimulable y la percibe hasta el más optimista. Eso es lo que creo, que apenas lo dañé, no se enteró. Tampoco es cuestión de averiguarlo ahora, qué más da o qué más me da. Díaz-Varela no se molestaría en saber cuánto daño me causó a mí, o si no me lo causó: al fin y al cabo yo siempre fui escéptica, ni siquiera puede decirse que me hiciera ninguna verdadera ilusión. Con otros sí, con él no. Algo aprendí de este amante, a pasar por encima sin mirar mucho atrás.
Lo siguiente ya sonó a exigencia, aunque mal disfrazada de imploración:
‘Te digo que te pases, María, imposible no será. Quizá la consulta en sí misma pudiera esperar un día o dos más. Soy yo quien no puede esperar a hacértela, y ya sabes cómo son las urgencias subjetivas, no hay manera de calmarlas. También a ti te conviene pasarte. Te lo ruego, pásate’.
Tardé unos segundos en contestar, para que no le pareciera todo tan fácil como siempre, había ocurrido algo espantoso la última vez, aunque él no lo supiera o quizá sí. En realidad ardía en deseos de verlo, de ponernos a prueba, de recrearme en su cara y en sus labios otra vez, incluso de acostarme con él, por lo menos con el él anterior, que seguía estando en el nuevo, en qué otro lugar podía estar. Por fin dije:
‘Está bien, si tanto insistes. No te sé decir a qué hora, pero me pasaré. Eso sí, si te cansas de esperar, avísame, para ahorrarme el viaje. Y ahora ya no puedo entretenerme más’.
Colgué y apagué el móvil, regresé a mi inútil reunión. A partir de aquel instante fui incapaz de prestar ninguna atención al autor semijoven recomendado, que me miró con malos ojos porque eso es lo que quería, público y mucha atención. Después de todo estaba segura de que no iba a publicárselo en la editorial, no al menos en lo que respectaba a mí.
Al final me sobró tiempo y no era nada tarde cuando me encaminé hacia la casa de Díaz-Varela. Tanto me sobró que tuve ocasión de pararme y conjeturar y dudar, de dar varias vueltas por las cercanías y aplazar el momento de entrar. Hasta me metí en Embassy, ese lugar arcaico de señoras y diplomáticos que meriendan o toman el té, me senté a una mesa, pedí y aguardé. No a que fuera una hora concreta -sólo tenía conciencia de que cuanto más me demorara más nervioso se pondría él-, sino a que transcurrieran los minutos y yo me armara de la suficiente determinación o la impaciencia se me condensara hasta hacerme levantarme, dar un paso, y otro, y otro, y encontrarme ante su puerta llamando al timbre con agitación. Pero, una vez que había decidido acudir, una vez que sabía que estaba en mi mano volverlo a ver aquel día, ni lo uno ni lo otro acababan de llegar. ‘Dentro de un rato’, pensaba, ‘no hay prisa, esperaré un poco más. Él permanecerá en casa, no va a escapárseme, no se va a marchar. Que cada segundo se le haga largo y los cuente, que lea unas páginas sin enterarse, que encienda y apague la televisión sin objeto, que se exaspere, que prepare o memorice lo que va a decirme, que se asome al descansillo cada vez que oiga el ascensor y se lleve el chasco de comprobar que se detiene antes de alcanzar su piso o que pasa de largo hacia arriba. ¿Qué me querrá consultar? Es la expresión que ha empleado, vacua y sin significado, una especie de comodín, la que suele ocultar otro propósito, la trampa que se tiende a alguien para que se sienta importante y a la vez despertarle la curiosidad.’ Y al cabo de unos minutos pensaba: ‘¿Por qué me presto? ¿Por qué no me niego, por qué no huyo de él y me escondo, o mejor, por qué no lo denuncio sin más? ¿Por qué me avengo a tratarlo aun sabiendo lo que sé, a escucharlo si se quiere explicar, seguramente a acostarme con él si me lo propone con un mero gesto, con una caricia, o aunque sólo sea con ese masculino y prosaico ademán de la cabeza que señala vagamente hacia la alcoba sin mediar una palabra lisonjera, perezoso con la lengua como lo son tantos hombres?’. Me acordé de una cita de Los tres mosqueteros que mi padre se sabía de memoria en francés y que recitaba de vez en cuando sin venir mucho a cuento, casi como una muletilla distraída para no alargar un silencio, probablemente le gustaban el ritmo, la sonoridad y la concisión de las frases, o quizá lo habían impresionado de niño, la primera vez que las leyó (al igual que Díaz-Varela, había estudiado en un colegio francés, San Luis de los Franceses, si no recordaba mal). Athos está hablando de sí mismo en tercera persona, es decir, está contándole a d’Artagnan su historia como si se la atribuyera a un antiguo amigo aristócrata, el cual se habría casado, a sus veinticinco años, con una inocente y embriagadora chiquilla de dieciséis, ‘bella como los amores’, o ‘como los amoríos’, o ‘como los enamoramientos’, eso dice Athos, que en aquel entonces no era él, el mosquetero, sino el Conde de la Fère. Durante una cacería, su jovencísima y angelical mujer, con la que ha contraído matrimonio sin saber mucho de ella, sin averiguar su procedencia e imaginándola sin pasado, sufre un accidente, cae del caballo y se desmaya. Al acercarse a socorrerla, Athos observa que el vestido la está oprimiendo, casi ahogando; saca su puñal y se lo rasga para que respire, dejándole el hombro al descubierto. Y es entonces cuando ve que lleva en él, grabada a fuego, una infame flor de lis, la marca con la que los verdugos señalaban para siempre a las prostitutas y a las ladronas o a las criminales en general, no lo sé. ‘El ángel era un demonio’, sentencia Athos. ‘La pobre muchacha había robado’, añade un poco contradictoriamente. D’Artagnan le pregunta qué hizo el Conde, a lo que su amigo responde con sucinta frialdad (y esta era la cita que repetía mi padre y de la que yo me acordé): ‘Le Comte était un grand seigneur, il avait sur ses terres droit de justice basse et haute: il acheva de déchirer les habits de la Comtesse, il lui lia les mains derrière le dos et la pendit à un arbre’ . O lo que es lo mismo: ‘El Conde era un gran señor, tenía sobre sus tierras derecho de justicia baja y alta: acabó de desgarrar las ropas de la Condesa, le ató las manos a la espalda y la colgó de un árbol’. Eso es lo que hizo Athos en su juventud, sin dudar, sin atender a razones ni buscar atenuantes, sin pestañear, sin piedad ni lamento por su escasa edad, con la mujer de la que se había enamorado tanto como para convertirla en su esposa por una voluntad de honradez, ya que, como reconoce, podía haberla seducido o tomado por la fuerza, a su gusto: siendo como era el amo del lugar, ¿quién habría acudido en ayuda de una forastera, de una desconocida de la que sólo se sabía el nombre verdadero o falso de Anne de Breuil? Pero no: ‘¡el muy tonto, el muy necio, el imbécil!’ hubo de casarse con ella, le reprocha Athos a su antiguo yo, el tan recto como feroz Conde de la Fère, que nada más descubrir el engaño, la infamia, la indeleble mácula, se dejó de averiguaciones y de sentimientos encontrados, de titubeos y de aplazamientos y de compasión -no se dejó sin embargo de amor, porque siempre la siguió queriendo, o al menos no se recuperó-, y, sin darle a la Condesa oportunidad de explicarse ni de defenderse, de negar ni de persuadir, de implorar clemencia ni de volverlo a embrujar, ni siquiera de poder ‘morir más adelante’, como quizá se merece hasta la criatura más ruin de la tierra, ‘le ató las manos a la espalda y la colgó de un árbol’, sin vacilar. D’Artagnan se horroriza y exclama: ‘¡Cielos! ¡Athos! ¡Un asesinato!’. A lo que Athos responde misteriosa o más bien enigmáticamente: ‘Sí, un asesinato, no más’, y a continuación pide más vino y jamón, dando así por concluido el relato. Lo misterioso o incluso enigmático es ese ‘no más’, en francés ‘pas davantage’ . Athos no rebate el indignado grito de d’Artagnan, no se justifica ni lo corrige diciéndole: ‘No, fue tan sólo una ejecución’, o ‘Se trató de un acto de justicia’, ni siquiera intenta hacer más comprensible su precipitado, despiadado, presumiblemente solitario ahorcamiento de la mujer que amaba, seguramente él y ella nada más en medio de un bosque, una improvisación sin testigos, sin consejo ni ayuda ni nadie a quien apelar: ‘Estaba ciego de ira y no se supo contener; necesitaba tomar venganza; se arrepintió toda la vida’, tampoco le contesta nada de semejante índole. Admite que fue un asesinato, sí, pero ‘no más’, sólo eso y no otra cosa más execrable, como si el asesinato no fuera lo peor concebible o fuese algo tan común y corriente que ante ello no cupieran el escándalo ni la sorpresa, en el fondo lo mismo que opinaba el abogado Derville que tomó a su cargo el caso del muerto vivo que debió seguir muerto, el viejo Coronel Chabert, y que, como todos los de su oficio, veía ‘repetirse los mismos sentimientos malvados’ sin que nada los corrigiera, sus bufetes convertidos en ‘cloacas que no se pueden limpiar’: el asesinato es algo que sucede y de lo que cualquiera es capaz, lleva sucediendo desde la noche de los tiempos y continuará hasta que tras el último día ya no haya noche ni quede más tiempo para albergarlos; el asesinato es cosa de a diario, anodina y vulgar, cosa del tiempo; los periódicos y las televisiones del mundo están llenos de ellos, a qué viene tanto grito en el cielo, tanto horror, tanto aspaviento. Sí, un asesinato. No más.
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