Javier Marías - Tu rostro mañana - 3 Veneno y sombra y adiós

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Tu rostro mañana: 3 Veneno y sombra y adiós: краткое содержание, описание и аннотация

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«Uno no lo desea, pero prefiere siempre que muera el que está a su lado, en una misión o una batalla, en una escuadrilla aérea o bajo un bombardeo o en la trinchera cuando las había, en un asalto callejero o en un atraco a una tienda o en un secuestro de turistas, en un terremoto, una explosión, un atentado, un incendio, da lo mismo: el compañero, el hermano, el padre o incluso el hijo, aunque sea niño. Y también la amada, también la amada, antes que uno mismo.»
Así arranca `Veneno y sombra y adiós`, el tercer y último volumen de `Tu rostro mañana`, la grandiosa novela de Javier Marías que, por fin completa, y como ya ha anticipado la crítica extranjera, se revela como una de las cumbres literarias de nuestro tiempo. El narrador y protagonista, Jacques o Jaime o Jacobo Deza, acaba por conocer aquí los inesperados rostros de quienes lo rodean y también el suyo propio, y descubre que, bajo el mundo más o menos apaciguado en que vivimos los occidentales, siempre late una necesidad de traición y violencia que se nos inocula como un veneno. Con sus nuevos y cruciales episodios en Londres, Madrid y Oxford, con su desenlace sobrecogedor, se cierra aquí una historia que es mucho más que una historia apasionante, contada con la maestría de uno de los mejores novelistas contemporáneos, y tal vez el más profundo y arriesgado.

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'Podríamos intentar convencerlo a él', dije entonces.

'¿A él? No lo conocemos, sobre todo tú. Vaya ocurrencia. Conmigo no cuentes. Además me voy mañana. Y si fueras a hablar tú con él, lo mismo se te reía en la cara o te soltaba un puñetazo, ¿no te das cuenta?, si efectivamente es un violento. ¿O es que le vas a ofrecer dinero para que se quite de en medio, como un padre antiguo? Bah, por lo que yo sé, ni siquiera lo necesita, trabaja para coleccionistas forrados. Luego le iría con el cuento a Luisa, y ya me dirás cómo ibas a justificarle a ella semejante intromisión en su vida, estáis separados. No te volvería a dirigir la palabra, eso lo sabes, ¿no? Te haces cargo.'

Pero tal vez nada de eso ocurriría con mi tentativa de convencimiento. De modo que hice caso omiso de sus objeciones y me limité a preguntarle, como si ahora no la hubiera oído:

'Aparte de la coleta, dime: ¿cómo es, qué aspecto tiene?'

Había aprendido de Reresby y Ure y Dundas y hasta me había contagiado algo de Tupra, pero todavía no era como él ni deseaba serlo, excepto en alguna ocasión suelta, aquella era una ocasión suelta. Tal vez no se pueda imitar a la gente tan sólo a ratos y a conveniencia, y para actuar una vez como el modelo -una vez única- antes deba asemejársele uno en todo momento y circunstancia, es decir, también a solas y cuando no le hace falta, y para eso hay que tener motivos más fuertes que los encontrados, esto es, que los que vienen de fuera y nos asaltan. Hay que tener una necesidad profunda, una íntima voluntad de cambio, no era mi caso. Me comporté como pensaba que él se habría comportado, inicialmente, pero llegó un instante en el que ya no estuve seguro o no supe imaginármelo, o preferí no estarlo o no me imaginé a mí mismo, y me entraron dudas, lo que él no debía de padecer casi nunca; y así volví a pensar que podría ayudarme, o al menos darme consejo y reafirmarme, o al menos no disuadirme. No lo llamé hasta entonces, cuando habían pasado ya unos días desde mi llegada y mi primera visita a los niños, mi robada visión de Luisa, mi encuentro con mi hermana y mi padre, mi conversación telefónica con mi cuñada Cristina Juárez, y tras haber dado unos pocos pasos en su estela imaginaria.

Empecé por consultar el listín y buscar aquel infrecuente apellido, Custardoy. Descubrí que me había quedado corto en mis suposiciones, porque no es que figuraran pocos, sino que en todo Madrid sólo había uno: vivía en la calle de Embajadores y por desgracia la inicial de su nombre no era la E de Esteban, sino una maldita R de Roberto, Ricardo, Raúl, Ramón o Ramiro, quién los quería. Estaría su número bajo otro nombre, acaso el de su casero si vivía en régimen de alquiler, aunque me parecía improbable que no poseyera casa o estudio propios, si le pagaban tan bien los coleccionistas, seguramente por falsificaciones con las que dar un cambiazo en una iglesia mal vigilada o que vender como auténticos a museos ingenuos y provinciales, ya había decidido que aquel hombre era un estafador, un corrupto, en mi composición de lugar, en mi pensamiento. También podía ser que apareciera bajo su segundo apellido, algunas personas recurren a eso para no ser muy molestadas, a él lo alterarían los timbrazos cuando trabajaba, le harían perder precisión, concentración, daría pinceladas erróneas o agujerearía el lienzo por los nervios, la pintura se le correría, era un artístico, quién sabía su segundo apellido, ni siquiera Luisa, probablemente. Llamé a Información por si acaso, y pregunté por un Custardoy en la calle Mayor, no tenían noticia de ninguno, sólo del de Embajadores de nuevo. Entonces me desplacé hasta el tramo breve de esa primera calle, el tramo más allá de Bailén y anterior al inicio de la Cuesta de la Vega y al inmediato parque, llamado de Atenas, que no conocía más que de atravesarlo en coche algún remoto día, y allí tuve suerte, porque sólo había dos portales y uno se correspondía con dependencias del Ayuntamiento cercano, deduje que sería el otro, el número 81. En el portero automático no figuraban nombres sino tan sólo los pisos, cuatro y un bajo. Era casi la hora de comer -un mal cálculo mío- y la enorme puerta de madera historiada estaba cerrada, luego no pude saber si además había portero de carne y hueso al que preguntar en otro momento. Pensé en llamar a un par de timbres e inquirir por Custardoy, pero si por casualidad acertaba y me contestaba él en persona, furioso por la inesperada interrupción de sus fraudulencias, tendría que improvisar algún invento, decir que le traía un telegrama y no subir luego, cuando me abriera, los empleados de Correos son informales e incomprensibles, se quedaría un rato aguardando, lanzaría maldiciones y se olvidaría en seguida, reclamado por su arte falso. Probé con un timbre cualquiera y no respondió nadie. Probé con un segundo y al cabo de un rato oí la voz de una señora.

'¿Don Esteban Custardoy, por favor?', dije.

'¿Quién dice?' Era una señora de cierta edad, sin duda.

'Cus-tar-doy', lo pronuncié lento y claro. 'Don Es-te-ban.'

'No, aquí no es.'

'Me habré equivocado de piso. ¿Sería tan amable de decirme cuál es, señora? Le traigo un telegrama.'

'¿Me trae un telegrama? ¿De quién? Aquí no recibimos telegramas.'

'A usted no, señora.' Me di cuenta de que con ella no llegaría a ninguna parte. 'Es para su vecino, el señor Custardoy. ¿Qué piso es, si me hace el favor?'

'¿Aquí? Es el segundo derecha', contestó. 'Pero no hay ningún Bujaraloz, se ha equivocado.' Siempre suenan fatal esos telefonillos, pero aquella mujer, además, debía de ser aragonesa y sorda, como Goya, para que le saliera tan fluido y fácil el nombre de ese pueblo zaragozano no tan famoso, Bujaraloz. Me disculpé y le di las gracias, lo dejé estar.

Me atreví a probar con un tercer timbre y no hubo respuesta, la gente sale a almorzar fuera como loca en Madrid. Aún probé con un cuarto, y al instante oí otra voz femenina, era más joven y esperanzadora.

'¿Esteban Buscató?', me dijo. Aquel era el apellido de un antiguo jugador de baloncesto, sería aficionada, pensé. 'No, no lo conozco, no me suena que viva aquí.' Se oían crujidos y un mar de fondo, era como si tuviera una caracola pegada al oído y hubiera por allí un barco a punto de naufragar.

'Es Custardoy', repetí. 'Cus-tar-doy. Un señor que es pintor, quizá pueda decirme en qué piso vive o tiene su estudio. Es pintor, el pintor.'

'Aquí no hemos pedido ningún pintor.'

'No, yo no soy el pintor, señora', insistí ya con poca fe. 'Traigo un telegrama para el señor Custardoy. Él es el pintor. ¿No le suena que viva un pintor aquí? Un pintor, no de brocha, sino como Goya, ¿no le suena?'

'Sí, claro que me suena Goya. Es el de La maja ' Y sonó un poco ofendida. 'Pero, como puede usted imaginar, no vive aquí. Ni en ningún otro sitio, no sé si se ha enterado de que ya murió.'

Maldije para mis adentros el extraño apellido del falsificador y abandoné. No podía estarme allí tanto rato, llamando a todos los timbres, o lo haría en otra ocasión (de dos en dos, no debía abusar), o regresaría a otra hora en la que pudiera estar el portero humano, si es que lo había. De todas formas se me ocurrió que quizá Custardoy hubiera alquilado o comprado su piso o estudio bajo un nombre falso, como correspondería a un delincuente, o bien con su verdadero nombre y que Custardoy fuera un pseudónimo. En ninguno de esos dos casos nadie de aquella casa sabría darme razón de él.

No se me escapaba que Tupra, ante semejante fracaso parcial (tenía la casi seguridad del edificio, lo cual ya era mucho, pero había de cerciorarme y averiguar piso y puerta), no habría tenido reparo en apostarse frente a mi casa desde temprano -esto es, frente a la de Luisa-, esperar a verla salir y seguirla cuantas veces hiciera falta, en la certidumbre de que en alguna de ellas se dirigiría hacia aquella zona del Palacio Real y el adefesio catedralicio, de la Cuesta de la Vega y el Parque de Atenas, de los Jardines de Sabatini y el Campo del Moro, del Viaducto y las Vistillas o lo que quedara de ellas, había leído que entre el Ayuntamiento y la Iglesia planeaban cargárselas para sacar buen provecho al terreno con oficinas episcopales o viviendas semiclericales o un aparcamiento o algo así: hacía el Madrid de los Austrias, que se mezclaba con el de Carlos III, hasta desembocar en aquel u otro portal. Pero yo sí tenía reparo. No era sólo que seguirla a escondidas me pareciera mal, o ruin, sino que sobre todo temía ser descubierto y entonces todos mis planes se vendrían abajo: ella se pondría alerta, se enfadaría a buen seguro y me prohibiría entrometerme en cualquier aspecto o rincón de su vida, yo ya no podría hablar con Custardoy ni influirle sin que ella me atribuyera el resultado o el cambio, me culparía de la deseable ruptura o retirada del estafador y no me volvería a dirigir la palabra, como había vaticinado su hermana: si no ya nunca, durante largo tiempo. Había de salvarla sin que sospechara mi intervención, o lo menos posible. Algo se maliciaría siempre, por la coincidencia de mi estancia en la ciudad: justo cuando yo aparecía o poco después, su novio haría mutis, era demasiada casualidad y se quedaría con el convencimiento de que yo había tenido algo que ver. Pero si lo hacía bien y sin exponerme ante ella, sería un convencimiento sin pruebas ni tan siquiera indicios, y esos suelen debilitarse pronto, para acabar arrojados a la bolsa de las suspicacias y las figuraciones.

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