– Tenías que quedarte, ¿eh, Jaime? -le dio tiempo a decirme a Luisa-. Tenías que aguantar hasta verme.
Pero ahora ya sí, tras el primer golpe de vista, reparé en lo anómalo en seguida, era imposible no hacerlo, para mí al menos. Había intentado maquillárselo, ocultarlo, taparlo, quizá de la misma manera que Flavia habría procurado sin éxito, con la ayuda inverosímil de Tupra en el lavabo de señoras, hacer invisible su señal en la cara, su erosión de la soga, su arañazo del látigo, la marca producida por los estúpidos zurriagazos de De la Garza durante su poseso baile sobre la pista rápida. Lo que llevaba Luisa en el rostro no era eso, ni uno sfregio, un chirlo, un corte ni una raspadura, sino lo que se ha conocido siempre como un ojo morado en mi lengua y en inglés como un ojo negro, aunque al no ser reciente el impacto o causa la piel ya amarilleaba, son colores mezclados los que van apareciendo tras esos golpes, nunca hay uno solo sino que en cada fase conviven varios y además son cambiantes, quizá de ahí el desacuerdo entre los dos idiomas (si bien el mío se aproxima al otro al referirse también a ello como 'un ojo a la funerala'), tardan mucho en irse todos, mala suerte para nosotros que no hubiera pasado el suficiente tiempo. Al ver aquello ya no tuve que contestar a sus frases, ni que disculparme. Lo malo fue que tampoco pude saludarla ni darle un beso ni abrazarla, había esperado infinitamente aquel encuentro y ni siquiera me salió una sonrisa ni un 'Hola, niña', así la llamaba a menudo cuando estábamos juntos y en buenos términos. Me acerqué al instante y lo primero que dije fue:
– ¿Qué tienes aquí? Déjame ver. ¿Qué te han hecho? ¿Quién ha sido?
Le cogí la cara entre las manos con cuidado de no tocarle la zona afectada, indudablemente se acababa de untar potingues en el cuarto de baño, un exceso, y aun así no le había servido. El párpado ya no estaba hinchado o muy poco, pero era seguro que lo había estado. Calculé que el daño sería de hacía una semana, tal vez diez días, y era efecto de un golpe, no me cupo duda, dado con el puño fuerte o con un objeto contundente como un bate o una porra de cuero, había visto ojos y pómulos y mentones parecidos hacía mucho tiempo, cuando en la época franquista salían de comisaría, de la Dirección General de Seguridad en Sol o de Carabanchel, la cárcel, estudiantes detenidos y más o menos vapuleados, compañeros míos de la Facultad con peor fortuna de la que yo tuve siempre en los llamados 'saltos' y en las manifestaciones prohibidas y sofocadas a palos» había unas porras más largas, flexibles, cuyos trallazos dolían sobremanera, la vara se doblaba sobre la carne y las utilizaban los policías o 'grises' que cargaban a caballo, a veces me parece increíble que en plenos años setenta corriéramos ante sus cascos al salir de clase, cada pocos días o semanas. Aunque todo puede volver, hay que saberlo.
Ella apartó la cara, me esquivó, dio dos pasos atrás para restablecer nuestro alejamiento, sonrió como si mis preguntas le hicieran gracia, pero yo vi que no se la hacían.
– Qué dices, nadie me ha hecho nada. Me di contra la puerta del garaje hace una semana o por ahí. El maldito móvil. Me llamaron, me distraje, calculé mal la distancia cuando la puerta ya estaba bajando. Me dio de lleno, yo qué sé, es pesadísima, debe de ser hierro forjado. Ya lo tengo casi bien, fue más aparatoso que grave. No me duele.
– ¿El móvil? ¿Ahora tienes móvil? ¿Cómo no me lo habías dicho? ¿Cómo no me has dado el número? -Y a la vez que le preguntaba todo esto, sorprendido, pensé, me acordé: 'Algo así me hizo decirle Reresby a De la Garza, tuve que traducírselo cuando estaba inmóvil y caído en el suelo y también magullado o vapuleado: "Dile que si ha de ir a un hospital, que cuente lo que tantos borrachos y tantos deudores, que la pue/ta del garaje se le abatió encima de golpe". Luisa no se habrá convertido en ninguna de esas dos cosas, en borracha ni en deudora, no creo. Pero qué bien sabía Tupra que las puertas de los garajes son casi siempre un invento'. Y gracias a él me quedé aún más convencido de que ella me estaba mintiendo. No tenía la imaginación que desarrolla el hábito, y había incurrido en el lugar común, como cualquier embustero bisoño que aún rehuye lo inverosímil, esto es, lo que cuenta con más posibilidades de ser creído en su tiempo.
– Es por los niños -respondió-. Me he dado cuenta de que no tiene sentido, por mucho que nos desagrade el chisme, que una canguro o mi hermana, por ejemplo, o en el colegio, no me puedan localizar inmediatamente si les ocurre algo. -La polaca podía haberla llamado a su móvil desde la cocina, entonces, y haberle advenido que yo seguía inamovible en el piso, y haber averiguado con bastante precisión cuándo ella llegaría-. Sobre todo no estando tú aquí. Lo compré por tranquilidad. Ahora soy la única a la que pueden recurrir en una emergencia, estoy sola con ellos. Y el número, para qué te hace a ti falta, en Londres. Si todavía habláramos a diario… -Por desgracia no percibí reproche en estos últimos comentarios, ya me habría gustado. No podía dejar de mirarle el ojo morado, amarillento, azulado, negro, el blanco aún un poco enrojecido, lo habría renido atravesado de venillas los primeros días después del puñetazo. Aparentaba no tener ya conciencia de ello, pero me veía mirárselo insistentemente y eso la ponía algo nerviosa, lo noté sobre todo cuando volvió la cara hacia la televisión y se me colocó de perfil, para escapar a mi escrutinio. E intentó cambiar de tema-: ¿Qué estabas viendo, una película de cerdos? ¿Y eso? ¿A qué se debe la novedad? -añadió con su ironía amable que me era tan simpática y conocida. Debió de verme la fugaz sonrisa-. Les gustaría a los niños, ¿cómo los has encontrado? ¿Muy crecidos? ¿Muy cambiados?
Tenía ganas de hablar de ellos con ella, de decirle qué impresión me habían causado al cabo de tanto tiempo. Pero no me iba a dejar desviar tan fácilmente. No sólo yo era como era, sino que además tenía ahora cerca los ejemplos de Tupra y de Wheeler, que nunca abandonaban la presa cuando había algo que sacarle, tras las digresiones y los rodeos y las evasivas.
– No me vengas con cuentos, Luisa, que tú y yo no habremos cambiado tanto. Lo del garaje está muy gastado, se rebelan las puertas y golpean a todo el mundo -le dije, y una vez más caí en la cuenta de que sólo la llamaba por su nombre cuando discutíamos o estaba enfadado, más o menos como me llamaba ella Deza en ocasiones parecidas, y también en otras muy distintas-. Dime quién te ha hecho eso. Espero que no sea el tipo con el que estés saliendo, o tendríamos muy crudo el panorama.
– ¿Tendríamos? En el supuesto de que esté viendo a alguien, ya me dirás qué tienes que ver tú con eso -me atajó en seguida, no con acritud, pero sí con firmeza; y aún tuvo ánimo para recuperar la ironía y suavizarme de inmediato el corte-: Si vas a continuar por este camino, más vale que sigas viendo a tus animalillos mientras yo recojo, y en cuanto acabe te marchas, los críos madrugan y ya es muy tarde. Hablaremos otro día que estemos más frescos, pero no de esto. Ya te he dicho lo que me pasó, no te empeñes en ver fantasmas. Y si es una manera de preguntarme si salgo con alguien, tampoco eso te concierne, Deza. Anda, mira un rato al cerdo y vete a dormir, estarás cansado del viaje y de los niños. Agotan, y estás desacostumbrado a ellos.
No podía evitar que me hiciera gracia y me cayera en gracia siempre. Tenía debilidad por ella, no se me había pasado en el tiempo de Londres. No es que no lo supiera -seguramente no se me pasaría nunca-, pero tenerla de nuevo delante me lo confirmaba o me lo hacía patente, debía llevar cuidado de no quedarme embobado sin querer, en cualquier instante, mientras ella trajinaba y no me hacía caso. Aparte de nuestra conyugali-dad, o del amor no olvidado, Luisa era para mí de esas personas cuya compañía se procura y se agradece y casi por sí sola compensa de los sinsabores, y se anticipa durante todo el día -es lo que nos lo salva- cuando uno sabe que va a encontrarla a la noche como un premio por poco esfuerzo; con las que se siente a gusto incluso en los malos momentos y se tiene la sensación de que allí donde estén, allí está la fiesta; por eso cuesta tanto renunciar a ellas o ser expulsado de su cercanía, porque uno cree estarse perdiendo algo incesantemente, o -cómo decir- vivir en los márgenes. Pensar que pudieran morir esas personas se nos hace insoportable: aunque estemos lejos de ellas y no las veamos ya nunca, sabemos que no se han terminado y que su mundo existe, el que crean con su sola emanación o aliento; que la tierra las alberga y que por tanto se conservan su espacio y su sentido del tiempo, con los que puede fantasearse a distancia: 'Ahí está esa casa', pensamos, 'ahí está esa atmósfera con sus pasos, ese ritmo del día, la música de las voces, el olor de las plantas que ella cuida y esa pausa de su noche; yo ya no participo, pero ahí están las risas, ahí las gracias y los donaires y los regocijados amigos de los que se despidió Cervantes cuando se iba muriendo, "deseando veros presto contentos en la otra vida". Y saber que ahí está todo ayuda, saber que es recuerdo para nosotros pero que no lo es para todo el mundo, que para mí es ya pasado pero que aún no lo es de veras o en sentido absoluto -es tan sólo un accidente, o mala suerte, o mi falta, que yo lo perciba como pretérito a diario-, que otros entran y salen y lo disfrutan sin hacerle demasiado caso, como no se lo hacíamos nosotros cuando formábamos parte de esa atmósfera y de ese ritmo, de las gracias y los donaires, de la música de esa casa y aun de la pausa de su noche quieta. Que no fue un agradable sueño ni cosa de otra vida imaginada'. Allí estaba yo ahora comprobando su permanencia, sin querer marcharme. Ante mis ojos tenía a la persona que representaba la fiesta, con su humor y su firmeza y su sonrisa frecuente, y hasta con sus tacones altos. Hasta cierto punto eso bastaba, saber que no había cesado, que aún pisaba la tierra y aún cruzaba el mundo, que no estaba ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido, o ya del lado del tiempo en el que conversan los muertos.
Читать дальше